Prólogo, por el Dr.
Marcelo Ramón Lascano
Aun cuando es innecesario prologar un libro consagrado y resulta muy
difícil poder agregar algún comentario de trascendencia sobre su contenido debo
reconocer que es el empeño del editor el que inspira en definitiva la realización de este
prólogo.
Nada de lo que sugiere Meinvielle en Concentos
Fundamentales de la Economía puede ser esclarecido o mejorado. Antes
bien, una obra admirablemente equilibrada, conceptualmente independiente y lo más
destacado, tan cargada de saberes tradicionales, corre el riesgo inmerecido de
ver perturbada su armonía a partir de los comentarios convencionales de
terceros.
Sin embargo, guardando la fidelidad indispensable que recomienda esa
preocupación, acometo la honrosa tarea de formular algunas consideraciones sobre el pensamiento
de nuestro ilustre autor, esclarecido patriota y religioso consagrado. Me parece interesante puntualizar
aquellos aspectos de la economía que Meinvielle concibió con
más originalidad y que
se separan del tratamiento convencional de los mismos temas. El criterio
escogido para ello no es arbitrario, sino que descansa, básicamente, en el orden de los conceptos según enseña el saber tradicional.
Es común conocer la economía como una disciplina que se ocupa de los
bienes sin mayores referencias respecto del hombre como sujeto central de los
procesos de cambio. En general, da la impresión de que la economía está constituida
por realidades que están fuera del hombre. En efecto, la relación causal se
sitúa sobremanera en el campo de los bienes, de las cosas, con independencia de
los protagonistas, lo cual es absurdo porque la disciplina es por su naturaleza
una ciencia práctica y de realizaciones concretas inspiradas con criterio de
eficiencia. La más célebre definición de la economía en cuanto la identifica
con la asignación de recursos escasos y de uso alternativo, lo confirma.
A partir de este criterio del Profesor Robbins, la asignación de recursos
es el núcleo de la economía. Da la impresión de que los recursos se asignaran por
sí mismos, esto es, sin responder a otro criterio rector, y esto constituye una
irregularidad lógica, porque el destino de los factores productivos,
necesariamente derivado, debe responder a los resultados que se espera de ellos
a partir de la definición concreta de recursos disponibles, necesidades a
satisfacer y de escaseces. En un orden conceptual más razonable por decir
lógico, no debería definirse una ciencia por sus instrumentos o medios sino por
su objeto, que en el caso de las disciplinas prácticas, se identifica formalmente
con sus propósitos o fines últimos.
A partir de esta pretensión irrumpe la necesidad de humanización de la
economía en reemplazo de su "cosificación" como fenómeno reciente.
Digo reciente, porque el proceso de cosificación de la economía aparece como
inevitable consecuencia de las nuevas concepciones que aparecen durante el
siglo XVIII, aunque como siempre ocurre en el mundo de las ideas, con un buen catálogo
de antecedentes previos a su formulación ordenada. Hasta los pródromos de la
revolución francesa, la economía no constituía una disciplina en el sentido formal
del término. El hombre –la persona– ocupaba el núcleo de la acción política y era
el soberano quién resolvía, generalmente con criterio político, las necesidades
individuales y sociales a satisfacer y la consiguiente asignación de los
recursos económicos, a partir de la premisa de que los medios deben ordenarse a
los fines. En rigor de verdad, la política comercial, la técnica fiscal, y la
administración monetaria constituyen antecedentes para la elaboración de la
economía como ciencia, precisamente, por su carácter instrumental.
Como ha señalado Eduard Heiman, las tres revoluciones que conmocionan
al mundo intelectual en los últimos siglos facilitan la comprensión de por qué
la economía irrumpe tardíamente en el mundo de la cultura y con una fuerza casi
sin precedentes. Es la abolición del antiguo orden a través de la revuelta
protestante encabezada por Martín Lutero; de la reforma política que supone la revolución
francesa y del movimiento romántico del siglo XVIII, lo que deja expedito el
camino para que sea el mercado en lo sucesivo y en el príncipe quien resuelva
qué hacer, cómo, cuándo y dónde. El gobierno de la ciudad y la preservación del
orden natural económico a través del poder político es reemplazado por el
gobierno impersonal del mercado, del mismo modo que se pretende imponer el
orden social a través del gobierno impersonal de las leyes identificado con la
voluntad general de Rousseau. El resultado ha sido un progreso técnico de
incalculables proyecciones, acompañado de irritantes desigualdades sociales, de
la masificación de los seres humanos y de la mecanización de la actividad económica
a extremos incompatibles con la dignidad y armonía que debe presidir las
relaciones sociales. En el nuevo sistema, la riqueza de medio pasa a constituir
un fin. Es el desenlace que fractura al hombre por dentro y al orden social en muchas
de sus manifestaciones cotidianas.
Meinvielle llamó la atención sobre este desenlace resultante de la
nueva disciplina, a partir de dos observaciones que no pueden dejar de
mencionarse como un mérito indiscutible de nuestro autor. Se trata de la
ubicación de la economía en el cuadro general del saber científico y de su
vinculación con la moral. En esta inteligencia puntualiza que la economía es
actividad humana y que sin acción racional no habría economía. Por cierto,
actividad sobre cosas exteriores que son escasas. Ahora bien, a partir de ello,
la economía constituye un saber práctico, no teórico, en tanto las operaciones
económicas son el resultado de la acción del hombre libre y no realizaciones
que se encuentran en la naturaleza y que por definición son independientes de
la acción del hombre. Ello no supone negar que se trate de una ciencia sujeta a
sus propias reglas, pero es muy importante la distinción, precisamente cuando
la influencia de las ciencias naturales y de la matemática han invadido el
territorio propio de la economía, quizá desnaturalizándola a propósito de la
técnica de modelos y matrices que procuran reducir todo a sistemas, exagerando
las posibilidades de sus alcances como herramientas auxiliares que son en
nuestra disciplina. La economía, reitera el autor, pertenece al orden de la
razón, en tanto ésta se manifiesta como actividad racional dirigida a procurar
resultados eficientes. Las ciencias naturales, en cambio, se ocupan de un orden
que es en sí, independiente de la razón humana. Esta simplemente lo considera
más no lo produce.
De esta apreciación resulta la necesidad de vincular economía con la
moral y si se quiere con la política. Vínculo que sin embargo permite
distinguir aunque sin separar. Si el ser humano, protagonista de los procesos
económicos, constituye una unidad psíquica sujeta a principios rectores,
entonces de ninguna manera puede independizar sus actos económicos de sus
obligaciones morales, desde que en términos de esa unidad, los comportamientos,
en cuanto acciones concretas relacionadas con los semejantes, no admiten
desdoblamientos, porque en este caso las reglas de la moralidad resultarían
ajenas al deber ser. La relación entre economía y política se ha planteado como
subalternación de la primera con respecto a la segunda. Meinvielle
sostiene “que la economía es una ciencia práctica que se diferencia de la
política, aunque debe por su índole colocarse a su servicio”. Con esta
afirmación fractura interpretaciones extremas que pierden rigor lógico e
introducen factores de perturbación, como cuando la relación se formula a
partir de una hipótesis de dependencia. Para Lenin la política era expresión
concentrada de la economía. Para cierto sector de la doctrina, el más abstractista,
son esferas independientes. Para algún sector quizá menos gravitante, la economía
es inseparable de la política.
La opinión de Meinvielle es la que ubica la cuestión en su justa
dimensión. El orden social del cual participa el orden económico es
inescindible. Ahora bien, la economía tiene su propio ámbito dirigido a satisfacer
necesidades en los planos individual, familiar y colectivo o social, pero de
ello no se sigue subordinación. Quizá sea oportuno hablar de integración en el
sentido de complementar los fines de una sociedad que se nuclean en la política
como síntesis de acciones dirigidas a conseguir el bien común del consorcio
político. La economía opera bajo las reglas de la eficiencia y en este sentido tiene
carácter normativo, precisamente para conseguir mejores resultados de los
recursos escasos. Ello no impide que en algunas ocasiones la eficiencia económica
ceda a la conveniencia política por razones de superlativo interés público
actual o futuro. Fabricar armas nucleares puede no ser eficiente en un momento
dado, pero puede ser conveniente como acto de previsión, propio del adecuado
ejercicio de la política. En este caso no hay
subordinación. Prevalece la prudencia como virtud rectora.
La metafísica es en cierto modo ciencia de ciencias en tanto incluye en
su objeto, por su universalidad, el de las demás disciplinas. Pero de ello no
puede válidamente deducirse que aquélla defina el contenido u objeto del resto de los otros
saberes. Su cometido, en verdad, se limita a establecer con alguna precisión
los límites o alcances de las demás categorías del saber. Por ello vano
resulta deducir la economía de la filosofía o confundir
política y economía. La política participa del ancho mundo de la
moral, pero tiene su objeto circunscripto al bien común a través de la observancia de reglas prácticas. No
existe confusión o subordinación. Cada orden tiene su propio campo de acción, eso sí
dentro de la unidad que supone la conducta humana como respuesta a su condición
de creatura superior, sujeta a ese orden total que en definitiva es de
naturaleza moral.
La economía, diferente de la moral y de la política, no puede ser
neutral frente a los fines superiores del hombre en sociedad, y en este orden, debe,
con sentido de finalidad, ponerse al servicio de aquéllos. En esta
inteligencia, nuestro autor plantea como “enteramente inaceptable la pretensión
de los economistas que quieren hacer de la economía una ciencia neutra
frente a lo que ellos denominan las doctrinas”. La respuesta es sencilla, aunque cobija
dificultades en la vida de relación entre intereses. En efecto, pues en
definitiva, aunque el economista o el operador económico crea en la neutralidad, en
última instancia actúa condicionado por los valores incorporados que ha
registrado su modo [de][1]
pensar, seguramente influenciado por alguna doctrina de vigencia más o menos
formal. El drama, desde la óptica de la cultura, es que quien así actúa, desconoce
la lógica y los orígenes de su modo de actuar, que es el resultado de su modo de pensar. Tenía razón Keynes
cuando afirmaba que los hombres de negocios que se creen exentos de influencias
intelectuales tal vez sean víctimas de las ideas de algún economista difunto.
Con esa misma claridad con que Meinvielle ha
encarado el tema de la economía en el cuadro general del saber científico,
acometió profundizar el tema de la oferta y la demanda, tan caro al pensamiento
liberal y a la suerte del sistema económico que encuentra precisamente en el
mercado una de sus manifestaciones o fundamentos definitorios. Para nuestro
autor, la ley de la oferta y de la demanda tiene carácter inexorable, porque
está íntimamente ligada “con
la realidad más primaria de la
economía”. Pero a renglón seguido puntualiza que, sin embargo, la tentación de
hacer operar sus mecanismos en provecho propio, impide que los sujetos económicos
puedan quedar automáticamente a expensas de su funcionamiento. No se trata de suprimir
o regular el cambio que constituye “ex definitione” el núcleo del proceso
económico sino de moderar sus consecuencias para evitar rupturas en el
equilibrio natural que debe presidir las prestaciones económicas, como parte de
una madeja mucho más compleja de relaciones sociales.
Es la ley de la reciprocidad en los cambios la que debe regir,
inseparablemente, las transacciones, para evitar que una vez celebradas éstas,
alguna de las partes quede más rica que antes a expensas de un tercero. Algún
autor liberal ha sugerido la inoperancia o inconsistencia de este principio,
porque nadie participa del intercambio sino es para ganar. Esta afirmación
supone una equivocación básica. El principio no impide acrecentar el enriquecimiento,
pero lo condiciona para que no se realice en proporción al empobrecimiento de
otros. Cuando la renta nacional no registra modificaciones, la mejoría de unos
inevitablemente se explica por el perjuicio de otros. Aquí la irrupción de
plusvalías es un resultado que no puede conducir sino a la fractura de la concordia
política, a la acumulación desproporcionada de riquezas y a la lucha de clases. El
ciclo económico tiene parte de sus orígenes, precisamente, en desproporciones
como las que resultan de la inobservancia ética de la ley de reciprocidad en
los cambios, una de cuyas manifestaciones más ostensibles es la vigencia de
relaciones internas y externas de dominio o sujeción entre personas o naciones.
La relación de dominio entre personas se pone de manifiesto cuando a
partir de una posición ventajosa se aprovecha de ésta y no se entrega lo que es
debido en cantidad y calidad como contraprestación. El hecho de que no siempre
se pueda precisar el alcance exacto de lo debido, no le niega virtualidad al
principio, como tampoco lo niega la dificultad de medir con exactitud la
utilidad del consumidor frente a diferentes dosis de un mismo bien. Aquí la idea
de razonabilidad de las pretensiones yace en el centro de la cuestión, como
sucede con los alcances de la razón jurídica, no siempre sujeto a la medida de
la expresión numérica. La vigencia del monopolio operando alejado del punto de
Cournot, maximiza beneficios sin quizá difundir bienestar en la sociedad, o
"bien ser" como expresión más ambiciosa y acertada de Fanfani. Es Meinvielle
uno de los de la razón jurídica, no siempre sujeta a la medida periferia, hoy
tan difundida, sobre todo por Prebisch, para poner de manifiesto relaciones de
dominación entre los países. En efecto, en la primera edición de esta obra,
denuncia el fenómeno como una concreta manifestación de ruptura de la ley de
reciprocidad en los cambios, en tanto suscita acumulación de riquezas en unos
países correlativas con el empobrecimiento de otros. Luego, la discordia entre
las naciones tiene sus puntos de referencia también, o entre otras cosas, en la
ruptura del principio que comentamos, en tanto las inversiones directas antes,
financieras hoy, y aún el intercambio de bienes y servicios, no guardan un
adecuado "do ut des" que los legitime.
Sería abusar de la paciencia del lector extender los alcances de este
prólogo. Sin embargo, a propósito de su actualidad, parece oportuno detenerse brevemente
en el tema de la intervención del estado en la vida económica. Meinvielle,
siguiendo como en toda su vida intelectual el pensamiento tradicional de Aristóteles
y de los Padres de la Iglesia, culmina sus razonamientos sobre el particular,
significando que el estado no puede dejar de intervenir en la vida económica de
la comunidad, aunque no lo quiera la intransigencia liberal, porque en ese caso
serán inevitablemente los grupos de intereses prevalecientes quienes orientarán
en su provecho los destinos de la organización productiva. Con esta línea de
razonamiento se aparta del tratamiento ideológico del tema para incorporarlo en
el plano del realismo político y de la filosofía práctica.
No se trata de un tema para debate, sino de la recta interpretación del
mismo con la finalidad de tratarlo según los postulados del bien común como fin
último del buen gobierno. De esta apreciación resulta que la cuestión tampoco
debe ser examinada según criterios cuantitativos. En rigor de verdad, la intervención
debe merituarse en función de lo que el estado hace para afirmar la felicidad
del pueblo como sostenía Platón pensando en el gobierno de las leyes. Sería
temerario suponer que la estabilidad o el desarrollo económico pudieran
concretarse sin el concurso de la acción estatal, que no tiene por qué
inscribirse en la acción económica directa, sino más bien en crear las
condiciones propicias para lograrlo, siempre con arreglo a las circunstancias espacio-temporales
predominantes, donde en ocasiones, el solo hecho de remover los escombros que
dificultan el desenvolvimiento de los negocios, puede, por sí mismo, contribuir
a mejorar el nivel de vida de los pueblos, que constituye también una manera de
promover en definitiva la práctica voluntaria de la virtud, por lo menos como
fenómeno colectivo, ya que la indigencia según "communis consensus"
sino la obstaculiza, al menos la debilita.
La irrupción del neoclasicismo con Marshall, Menger, Walras, Jevons,
alrededor de 1870, precisamente como propósito de adecuación de la teoría económica
a la realidad de su tiempo, está inspirada en los desajustes resultantes del
modelo clásico donde el estado virtualmente no tenía cabida. Ni la economía
cosmopolita de Adam Smith, ni la ley de mercados de Say-Ricardo, habían
conseguido el equilibrio general del sistema o dominar las denominadas
fluctuaciones cíclicas. Como subproducto, en el mejor de los casos, de la
espontaneidad del sistema económico. El socialismo utópico a principios del
siglo XIX y la refutación del socialismo científico de Marx y Engels a mediados
de la misma centuria, son precisamente respuestas al caos recurrente que
experimentaban las economías nacionales sin otra consigna que esperar hasta que
la recuperación sobrevenga, también espontáneamente. El triunfo del
keynesianismo durante la virtual agonía del capitalismo, allá por los años
treinta, significó en ese particular contexto, reflotar al sistema a partir de
la acción estatal, a la sazón única alternativa viable para conseguirlo sin
peligrosas demoras. Las desviaciones que la política intervencionista suponga
en términos de otras valoraciones, de ninguna manera legitima proclamar una
neutralidad que no es sincera y que consciente o inconscientemente se traduce
en la supremacía, cuando no en la omnipotencia, de quienes proclaman una
libertad irrestricta que no concluye sino subalternizando todo el orden político,
económico y social. Veritas filia temporis. ·
Prólogo (I-X), a Meinvielle, J. (1982). Conceptos
Fundamentales de la Economía. 3º ed. Buenos Aires: Cruz y Fierro Editores.
Originalidad de la Doctrina Económica de Julio
Meinvielle (223-231), en AAVV. (2023). Julio Meinvielle: Una inteligencia
Católica. San Rafael (Mendoza): EDIVE.
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