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martes, 30 de abril de 2024

Conceptos Fundamentales de la Economía

 


Prólogo, por el Dr. Marcelo Ramón Lascano

 

Aun cuando es innecesario prologar un libro consagrado y resulta muy difícil poder agregar algún comentario de trascendencia sobre su contenido debo reconocer que es el empeño del editor el que inspira en definitiva la realización de este prólogo.

Nada de lo que sugiere Meinvielle en Concentos Fundamentales de la Economía puede ser esclarecido o mejorado. Antes bien, una obra admirablemente equilibrada, conceptualmente independiente y lo más destacado, tan cargada de saberes tradicionales, corre el riesgo inmerecido de ver perturbada su armonía a partir de los comentarios convencionales de terceros.

Sin embargo, guardando la fidelidad indispensable que recomienda esa preocupación, acometo la honrosa tarea de formular algunas consideraciones sobre el pensamiento de nuestro ilustre autor, esclarecido patriota y religioso consagrado. Me parece interesante puntualizar aquellos aspectos de la economía que Meinvielle concibió con más originalidad y que se separan del tratamiento convencional de los mismos temas. El criterio escogido para ello no es arbitrario, sino que descansa, básicamente, en el orden de los conceptos según enseña el saber tradicional.

Es común conocer la economía como una disciplina que se ocupa de los bienes sin mayores referencias respecto del hombre como sujeto central de los procesos de cambio. En general, da la impresión de que la economía está constituida por realidades que están fuera del hombre. En efecto, la relación causal se sitúa sobremanera en el campo de los bienes, de las cosas, con independencia de los protagonistas, lo cual es absurdo porque la disciplina es por su naturaleza una ciencia práctica y de realizaciones concretas inspiradas con criterio de eficiencia. La más célebre definición de la economía en cuanto la identifica con la asignación de recursos escasos y de uso alternativo, lo confirma.

A partir de este criterio del Profesor Robbins, la asignación de recursos es el núcleo de la economía. Da la impresión de que los recursos se asignaran por sí mismos, esto es, sin responder a otro criterio rector, y esto constituye una irregularidad lógica, porque el destino de los factores productivos, necesariamente derivado, debe responder a los resultados que se espera de ellos a partir de la definición concreta de recursos disponibles, necesidades a satisfacer y de escaseces. En un orden conceptual más razonable por decir lógico, no debería definirse una ciencia por sus instrumentos o medios sino por su objeto, que en el caso de las disciplinas prácticas, se identifica formalmente con sus propósitos o fines últimos.

A partir de esta pretensión irrumpe la necesidad de humanización de la economía en reemplazo de su "cosificación" como fenómeno reciente. Digo reciente, porque el proceso de cosificación de la economía aparece como inevitable consecuencia de las nuevas concepciones que aparecen durante el siglo XVIII, aunque como siempre ocurre en el mundo de las ideas, con un buen catálogo de antecedentes previos a su formulación ordenada. Hasta los pródromos de la revolución francesa, la economía no constituía una disciplina en el sentido formal del término. El hombre –la persona– ocupaba el núcleo de la acción política y era el soberano quién resolvía, generalmente con criterio político, las necesidades individuales y sociales a satisfacer y la consiguiente asignación de los recursos económicos, a partir de la premisa de que los medios deben ordenarse a los fines. En rigor de verdad, la política comercial, la técnica fiscal, y la administración monetaria constituyen antecedentes para la elaboración de la economía como ciencia, precisamente, por su carácter instrumental.

Como ha señalado Eduard Heiman, las tres revoluciones que conmocionan al mundo intelectual en los últimos siglos facilitan la comprensión de por qué la economía irrumpe tardíamente en el mundo de la cultura y con una fuerza casi sin precedentes. Es la abolición del antiguo orden a través de la revuelta protestante encabezada por Martín Lutero; de la reforma política que supone la revolución francesa y del movimiento romántico del siglo XVIII, lo que deja expedito el camino para que sea el mercado en lo sucesivo y en el príncipe quien resuelva qué hacer, cómo, cuándo y dónde. El gobierno de la ciudad y la preservación del orden natural económico a través del poder político es reemplazado por el gobierno impersonal del mercado, del mismo modo que se pretende imponer el orden social a través del gobierno impersonal de las leyes identificado con la voluntad general de Rousseau. El resultado ha sido un progreso técnico de incalculables proyecciones, acompañado de irritantes desigualdades sociales, de la masificación de los seres humanos y de la mecanización de la actividad económica a extremos incompatibles con la dignidad y armonía que debe presidir las relaciones sociales. En el nuevo sistema, la riqueza de medio pasa a constituir un fin. Es el desenlace que fractura al hombre por dentro y al orden social en muchas de sus manifestaciones cotidianas.

Meinvielle llamó la atención sobre este desenlace resultante de la nueva disciplina, a partir de dos observaciones que no pueden dejar de mencionarse como un mérito indiscutible de nuestro autor. Se trata de la ubicación de la economía en el cuadro general del saber científico y de su vinculación con la moral. En esta inteligencia puntualiza que la economía es actividad humana y que sin acción racional no habría economía. Por cierto, actividad sobre cosas exteriores que son escasas. Ahora bien, a partir de ello, la economía constituye un saber práctico, no teórico, en tanto las operaciones económicas son el resultado de la acción del hombre libre y no realizaciones que se encuentran en la naturaleza y que por definición son independientes de la acción del hombre. Ello no supone negar que se trate de una ciencia sujeta a sus propias reglas, pero es muy importante la distinción, precisamente cuando la influencia de las ciencias naturales y de la matemática han invadido el territorio propio de la economía, quizá desnaturalizándola a propósito de la técnica de modelos y matrices que procuran reducir todo a sistemas, exagerando las posibilidades de sus alcances como herramientas auxiliares que son en nuestra disciplina. La economía, reitera el autor, pertenece al orden de la razón, en tanto ésta se manifiesta como actividad racional dirigida a procurar resultados eficientes. Las ciencias naturales, en cambio, se ocupan de un orden que es en sí, independiente de la razón humana. Esta simplemente lo considera más no lo produce.

De esta apreciación resulta la necesidad de vincular economía con la moral y si se quiere con la política. Vínculo que sin embargo permite distinguir aunque sin separar. Si el ser humano, protagonista de los procesos económicos, constituye una unidad psíquica sujeta a principios rectores, entonces de ninguna manera puede independizar sus actos económicos de sus obligaciones morales, desde que en términos de esa unidad, los comportamientos, en cuanto acciones concretas relacionadas con los semejantes, no admiten desdoblamientos, porque en este caso las reglas de la moralidad resultarían ajenas al deber ser. La relación entre economía y política se ha planteado como subalternación de la primera con respecto a la segunda. Meinvielle sostiene “que la economía es una ciencia práctica que se diferencia de la política, aunque debe por su índole colocarse a su servicio”. Con esta afirmación fractura interpretaciones extremas que pierden rigor lógico e introducen factores de perturbación, como cuando la relación se formula a partir de una hipótesis de dependencia. Para Lenin la política era expresión concentrada de la economía. Para cierto sector de la doctrina, el más abstractista, son esferas independientes. Para algún sector quizá menos gravitante, la economía es inseparable de la política.

La opinión de Meinvielle es la que ubica la cuestión en su justa dimensión. El orden social del cual participa el orden económico es inescindible. Ahora bien, la economía tiene su propio ámbito dirigido a satisfacer necesidades en los planos individual, familiar y colectivo o social, pero de ello no se sigue subordinación. Quizá sea oportuno hablar de integración en el sentido de complementar los fines de una sociedad que se nuclean en la política como síntesis de acciones dirigidas a conseguir el bien común del consorcio político. La economía opera bajo las reglas de la eficiencia y en este sentido tiene carácter normativo, precisamente para conseguir mejores resultados de los recursos escasos. Ello no impide que en algunas ocasiones la eficiencia económica ceda a la conveniencia política por razones de superlativo interés público actual o futuro. Fabricar armas nucleares puede no ser eficiente en un momento dado, pero puede ser conveniente como acto de previsión, propio del adecuado ejercicio de la política. En este caso no hay subordinación. Prevalece la prudencia como virtud rectora.

La metafísica es en cierto modo ciencia de ciencias en tanto incluye en su objeto, por su universalidad, el de las demás disciplinas. Pero de ello no puede válidamente deducirse que aquélla defina el contenido u objeto del resto de los otros saberes. Su cometido, en verdad, se limita a establecer con alguna precisión los límites o alcances de las demás categorías del saber. Por ello vano resulta deducir la economía de la filosofía o confundir política y economía. La política participa del ancho mundo de la moral, pero tiene su objeto circunscripto al bien común a través de la observancia de reglas prácticas. No existe confusión o subordinación. Cada orden tiene su propio campo de acción, eso sí dentro de la unidad que supone la conducta humana como respuesta a su condición de creatura superior, sujeta a ese orden total que en definitiva es de naturaleza moral.

La economía, diferente de la moral y de la política, no puede ser neutral frente a los fines superiores del hombre en sociedad, y en este orden, debe, con sentido de finalidad, ponerse al servicio de aquéllos. En esta inteligencia, nuestro autor plantea como “enteramente inaceptable la pretensión de los economistas que quieren hacer de la economía una ciencia neutra frente a lo que ellos denominan las doctrinas”. La respuesta es sencilla, aunque cobija dificultades en la vida de relación entre intereses. En efecto, pues en definitiva, aunque el economista o el operador económico crea en la neutralidad, en última instancia actúa condicionado por los valores incorporados que ha registrado su modo [de][1] pensar, seguramente influenciado por alguna doctrina de vigencia más o menos formal. El drama, desde la óptica de la cultura, es que quien así actúa, desconoce la lógica y los orígenes de su modo de actuar, que es el resultado de su modo de pensar. Tenía razón Keynes cuando afirmaba que los hombres de negocios que se creen exentos de influencias intelectuales tal vez sean víctimas de las ideas de algún economista difunto.

Con esa misma claridad con que Meinvielle ha encarado el tema de la economía en el cuadro general del saber científico, acometió profundizar el tema de la oferta y la demanda, tan caro al pensamiento liberal y a la suerte del sistema económico que encuentra precisamente en el mercado una de sus manifestaciones o fundamentos definitorios. Para nuestro autor, la ley de la oferta y de la demanda tiene carácter inexorable, porque está íntimamente ligada “con la realidad más primaria de la economía”. Pero a renglón seguido puntualiza que, sin embargo, la tentación de hacer operar sus mecanismos en provecho propio, impide que los sujetos económicos puedan quedar automáticamente a expensas de su funcionamiento. No se trata de suprimir o regular el cambio que constituye “ex definitione” el núcleo del proceso económico sino de moderar sus consecuencias para evitar rupturas en el equilibrio natural que debe presidir las prestaciones económicas, como parte de una madeja mucho más compleja de relaciones sociales.

Es la ley de la reciprocidad en los cambios la que debe regir, inseparablemente, las transacciones, para evitar que una vez celebradas éstas, alguna de las partes quede más rica que antes a expensas de un tercero. Algún autor liberal ha sugerido la inoperancia o inconsistencia de este principio, porque nadie participa del intercambio sino es para ganar. Esta afirmación supone una equivocación básica. El principio no impide acrecentar el enriquecimiento, pero lo condiciona para que no se realice en proporción al empobrecimiento de otros. Cuando la renta nacional no registra modificaciones, la mejoría de unos inevitablemente se explica por el perjuicio de otros. Aquí la irrupción de plusvalías es un resultado que no puede conducir sino a la fractura de la concordia política, a la acumulación desproporcionada de riquezas y a la lucha de clases. El ciclo económico tiene parte de sus orígenes, precisamente, en desproporciones como las que resultan de la inobservancia ética de la ley de reciprocidad en los cambios, una de cuyas manifestaciones más ostensibles es la vigencia de relaciones internas y externas de dominio o sujeción entre personas o naciones.

La relación de dominio entre personas se pone de manifiesto cuando a partir de una posición ventajosa se aprovecha de ésta y no se entrega lo que es debido en cantidad y calidad como contraprestación. El hecho de que no siempre se pueda precisar el alcance exacto de lo debido, no le niega virtualidad al principio, como tampoco lo niega la dificultad de medir con exactitud la utilidad del consumidor frente a diferentes dosis de un mismo bien. Aquí la idea de razonabilidad de las pretensiones yace en el centro de la cuestión, como sucede con los alcances de la razón jurídica, no siempre sujeto a la medida de la expresión numérica. La vigencia del monopolio operando alejado del punto de Cournot, maximiza beneficios sin quizá difundir bienestar en la sociedad, o "bien ser" como expresión más ambiciosa y acertada de Fanfani. Es Meinvielle uno de los de la razón jurídica, no siempre sujeta a la medida periferia, hoy tan difundida, sobre todo por Prebisch, para poner de manifiesto relaciones de dominación entre los países. En efecto, en la primera edición de esta obra, denuncia el fenómeno como una concreta manifestación de ruptura de la ley de reciprocidad en los cambios, en tanto suscita acumulación de riquezas en unos países correlativas con el empobrecimiento de otros. Luego, la discordia entre las naciones tiene sus puntos de referencia también, o entre otras cosas, en la ruptura del principio que comentamos, en tanto las inversiones directas antes, financieras hoy, y aún el intercambio de bienes y servicios, no guardan un adecuado "do ut des" que los legitime.

Sería abusar de la paciencia del lector extender los alcances de este prólogo. Sin embargo, a propósito de su actualidad, parece oportuno detenerse brevemente en el tema de la intervención del estado en la vida económica. Meinvielle, siguiendo como en toda su vida intelectual el pensamiento tradicional de Aristóteles y de los Padres de la Iglesia, culmina sus razonamientos sobre el particular, significando que el estado no puede dejar de intervenir en la vida económica de la comunidad, aunque no lo quiera la intransigencia liberal, porque en ese caso serán inevitablemente los grupos de intereses prevalecientes quienes orientarán en su provecho los destinos de la organización productiva. Con esta línea de razonamiento se aparta del tratamiento ideológico del tema para incorporarlo en el plano del realismo político y de la filosofía práctica.

No se trata de un tema para debate, sino de la recta interpretación del mismo con la finalidad de tratarlo según los postulados del bien común como fin último del buen gobierno. De esta apreciación resulta que la cuestión tampoco debe ser examinada según criterios cuantitativos. En rigor de verdad, la intervención debe merituarse en función de lo que el estado hace para afirmar la felicidad del pueblo como sostenía Platón pensando en el gobierno de las leyes. Sería temerario suponer que la estabilidad o el desarrollo económico pudieran concretarse sin el concurso de la acción estatal, que no tiene por qué inscribirse en la acción económica directa, sino más bien en crear las condiciones propicias para lograrlo, siempre con arreglo a las circunstancias espacio-temporales predominantes, donde en ocasiones, el solo hecho de remover los escombros que dificultan el desenvolvimiento de los negocios, puede, por sí mismo, contribuir a mejorar el nivel de vida de los pueblos, que constituye también una manera de promover en definitiva la práctica voluntaria de la virtud, por lo menos como fenómeno colectivo, ya que la indigencia según "communis consensus" sino la obstaculiza, al menos la debilita.

La irrupción del neoclasicismo con Marshall, Menger, Walras, Jevons, alrededor de 1870, precisamente como propósito de adecuación de la teoría económica a la realidad de su tiempo, está inspirada en los desajustes resultantes del modelo clásico donde el estado virtualmente no tenía cabida. Ni la economía cosmopolita de Adam Smith, ni la ley de mercados de Say-Ricardo, habían conseguido el equilibrio general del sistema o dominar las denominadas fluctuaciones cíclicas. Como subproducto, en el mejor de los casos, de la espontaneidad del sistema económico. El socialismo utópico a principios del siglo XIX y la refutación del socialismo científico de Marx y Engels a mediados de la misma centuria, son precisamente respuestas al caos recurrente que experimentaban las economías nacionales sin otra consigna que esperar hasta que la recuperación sobrevenga, también espontáneamente. El triunfo del keynesianismo durante la virtual agonía del capitalismo, allá por los años treinta, significó en ese particular contexto, reflotar al sistema a partir de la acción estatal, a la sazón única alternativa viable para conseguirlo sin peligrosas demoras. Las desviaciones que la política intervencionista suponga en términos de otras valoraciones, de ninguna manera legitima proclamar una neutralidad que no es sincera y que consciente o inconscientemente se traduce en la supremacía, cuando no en la omnipotencia, de quienes proclaman una libertad irrestricta que no concluye sino subalternizando todo el orden político, económico y social. Veritas filia temporis. ·

 

 

Prólogo (I-X), a Meinvielle, J. (1982). Conceptos Fundamentales de la Economía. 3º ed. Buenos Aires: Cruz y Fierro Editores.

Originalidad de la Doctrina Económica de Julio Meinvielle (223-231), en AAVV. (2023). Julio Meinvielle: Una inteligencia Católica. San Rafael (Mendoza): EDIVE.



[1] Falta en el texto original. Juzgamos que por error de tipeo. [N. del E.]

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