Pbro. Dr. Julio Ramón
Meinvielle[1]
La cultura es
un estado de perfección en la línea humana del saber, del obrar y del hacer;
comporta madurez. Madurez de las facultades que sólo se alcanzan cuando sus
virtualidades operativas se han convertido en hábitos. Los hábitos –cosa muy
distinta de costumbres o rutinas que son mera mecánica–, son una fuente de
valores vitales, cuyo enriquecimiento se acrecienta con su uso, siempre que sea
éste también vital.
La cultura
–para merecer el nombre de tal, es decir madurez del espíritu– debe dar frutos
que procedan de las fuentes vitales del hombre. Pero, para que ello así
acontezca, es necesario que esas fuentes hayan sido previamente enriquecidas
desde fuera. Enriquecidas vitalmente, esto es, no por una mera ingestión de
conocimientos sino por una comunicación tal que, después de haber sido ellos
asimilados multipliquen las fuerzas originarias y las hagan capaces de energías
inéditas.
La formación
cultural exige una comunicación de espíritus, una coincidencia y encuentro de
vidas; porque el saber profundo, vital, es aquel que, para su aparición, ha
tocado aquél punto de engarce del alma con sus facultades de donde surge la
concepción unitaria de la vida; en último análisis, es una comunicación de vitalidad
social. Por esto es tan fuerte y tan ineludible el poder de un medio social.
Impregna a los individuos, por todo cuanto les ha comunicado en la modalidad y
en la substancia de los conceptos, de los afectos, de las percepciones, para
recibir luego de ellos, lo que, en cierto modo, les ha dado. Si alguien,
viniendo de otro predio, quisiera permanecer impermeable a las influencias del
nuevo medio, tendría que aislarse totalmente; y si, en cambio, quisiera influir
sobre él y modificarlo, tendría para ello que transmitirle su propia vitalidad,
a través de las condiciones y características de ese mismo medio. Lo cierto es,
que no se opera comunicación de almas sino a través de una comunidad vital, de
una coincidencia común. Por ello, el lenguaje que es el vehículo de
comunicación está tan cargado de cambiante vivencia social.
La cultura es
necesariamente vitalista. Y por lo mismo ha de serlo la educación que no es
sino la información de la cultura, en sujetos capaces de adquirirla. Si la
cultura comporta madurez, la educación supone crecimiento y un moverse de la
imperfección a la perfección de la cultura. La educación es, entonces, también
necesariamente vitalista.
Si se
examinara con detención, la ineficacia y el fracaso de pedagogías y de
pedagogos, dotados de excelentes doctrinas, de buenos propósitos, de ingeniosos
métodos, llegaríamos a la conclusión de que en la falta de conexión con lo
vital radica la causa de tales fracasos.
La orfandad de
historicidad, he ahí el mal de muchas pedagogías en las que se respetan los
valores eternos del hombre, su metafísica y su teología.
Porque es
cierto que el hombre no es pura movilidad. Que es una esencia con un destino y
que, en definitiva, toda la tarea educativa debe terminar en un gran éxito de
los valores permanentes, de su eternidad. Pero allí está precisamente la
cuestión; que la pedagogía es la conducción de alguien que se mueve en el
tiempo, y a través del tiempo y anda sumergido en el tiempo. Y nada le llega al
hombre que no sea envuelto en el tiempo. Luego, lo eterno le llega a través del
tiempo. Pretender que lo eterno le llegue a través de lo eterno, es pretender
que no le llegue; pretender que le llegue a través de lo anacrónico, es
pretender asimismo que no le llegue. Un saber, un obrar y un hacer ahistóricos
son la negación de la pedagogía.
***
Estas
reflexiones se le hacen a uno presentes cuando advierte el magnífico despertar
a realidades más hondas que se obra en las nuevas generaciones. Hay un tomar
conciencia del destino del hombre, del hombre-individuo, del hombre-familia,
del hombre-nación, del hombre-humanidad. Hay sobre todo un fuerte y nuevo
sentido de la responsabilidad por el niño, el adolescente y el joven de hoy,
que serán el hombre de mañana. Y para educarlos se piensa restaurar los valores
permanentes de la metafísica y de la teología, volver a la frecuentación de
Aristóteles, Santo Tomás y los clásicos y hacer resurgir el sentido heroico de
la vida.
Todo ello es
exactísimo. Pero si no se dice ni se hace más que esto, se incurre en un gravísimo
peligro que, por resultancia, va a poner en peligro, este magnífico intento de
restauración de los valores permanentes.
Porque si
presentamos esta restauración como una cosa en sí que ha de suplir todo un modo
de vida irremediablemente execrable, y no abrimos, en cambio, el ancho y nuevo
panorama de las conquistas reales de la vida moderna, y sobre todo su
incontenible dinamismo, que, aún para continuar existiendo, exigen y claman por
su integración en aquellos valores permanentes, nos exponemos a fracasar, por
no haber sabido superar el reaccionismo.
He aquí lo que
se debe denunciar seriamente, en estos momentos, en que se trata de imprimir
una nueva orientación a la enseñanza primaria, media y superior del país.
Pudiera percibirse en la adopción de algunas medidas a criterios, en la
designación de catedráticos, en los tópicos y tono de algunos discursos, aun de
los pronunciados recientemente en la inauguración de la Escuela Superior del
Magisterio, en el Luna Park, un poner el acento en la vuelta o valores del
pasado.
Grave peligro.
Se olvida que si la metafísica y la teología han de prender en lo social del
hombre moderno, si han de morder en su alma, ha de ser por VÍA CULTURAL; es
decir, como algo reclamado por sus actuales condiciones existenciales, por su
actual historicidad.
Esta es la
gran tarea de pensadores y dirigentes. Presentar los valores eternos como
solución no meramente abstracta sino vital de las angustias del desgarrado
hombre moderno.
[1] Nuestro
Tiempo, Nº 7 (11 de agosto de 1944), pag. 4-5. La foto de portada fue generosamente cedida por la Junta de Estudios Históricos del Barrio de Versailles, donde el Padre Julio fue párroco y fundó el Ateneo Popular de Versailles.
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