Pbro. Dr. Julio R. Meinvielle
El tema del hombre concentra en torno
de sí toda la especulación filosófica. Porque siendo el hombre compendio del universo
e imagen de Dios, la posición que frente a él adopte la mente humana, implicará
asimismo la que adopte frente al mundo y frente a Dios. De aquí que la
“Antropología Filosófica” que Ernst Cassirer nos ha dejado, como fruto maduro
de intensa labor intelectual, encierre lo más expresivo de su pensamiento, tan
laboriosamente consignado en su gran obra “Filosofía de las Formas Simbólicas”.
Las múltiples y diversas
manifestaciones de la vida humana que se expresan y contienen en una cultura
determinada – p. ej.: La Ilustración,
para referirnos a una expresión cultural tan prolijamente estudiada por
Cassirer – comportan, sin lugar a dudas, una unidad. Pero el problema se torna
interesante, cuando se trata de determinar la naturaleza de esta unidad, vale
decir, qué implicaciones importa en la realidad misma del hombre. Veamos, cómo
se explica Cassirer. La filosofía de las
formas simbólicas, dice en su Antropología,
pág. 133, parte “del supuesto de que, si existe alguna definición de la
naturaleza o esencia del hombre, ésta debe ser entendida tan solo como una
definición funcional y no
substancial. No podemos definir el hombre mediante ningún principio inherente
que constituya su esencia metafísica, ni tampoco por ninguna facultad o
instinto congénitos que se le pudiera atribuir por la observación empírica. La
característica sobresaliente y distintiva del hombre no es una naturaleza
metafísica o física sino su obra. Es
esa obra, el sistema de las actividades humanas, lo que define y determina el
círculo de humanidad. El lenguaje, el mito, la religión, el arte, la ciencia y
la historia son otros tantos “constituyentes”, los diversos sectores de este
círculo. Una filosofía del hombre sería por lo tanto, una filosofía que nos
proporcionara la visión de la estructura fundamental de cada una de estas
actividades humanas y que, al mismo tiempo, nos permitiría entenderlas como un
todo orgánico. El lenguaje, el arte, el mito, y la religión no son creaciones
aisladas o fortuitas. Se hallan entrelazadas por un vínculo común. Pero no se
trata de un vínculo substancial, como el concebido y descrito por el
pensamiento escolástico, sino, más bien de un vínculo funcional.”
Esta definición cultural del hombre, intentada por Cassirer en un esfuerzo por
superar la vieja definición aristotélico-tomista, mide lo que de valioso y
débil encierra su concepción y método filosófico. De valioso digo, porque el
conocimiento de la obra del hombre, totalizada en la unidad funcional de una
cultura, y mejor aún, en el desenvolvimiento de las culturas que han dejado su
huella en la historia, nos ayudan a comprender, en toda su abarcadora amplitud,
las posibilidades concretas de la especie humana. Cassirer, al estimar como
patrimonio exclusivo del hombre lo que él llama su pensamiento simbólico con toda la riqueza de cultura
que este vocablo encierra, ha señalado el abismo insalvable que media entre él
y las otras especies animales.
De débil, digo sin embargo, porque
Cassirer juzga que esa obra cultural del hombre, y sólo ella, le define y
constituye. Cassirer pareciera oponer lo “funcional” a lo “substancial”, la
cultura a la realidad metafísica o física del hombre. Pero ninguna unidad o
vínculo funcional tiene sentido si no
se admiten realidades que funcionen;
si no se admiten unidades reales, que sean centro y principio de unificación de
la obra que se realiza. La cultura que nos revela la naturaleza del hombre,
como el efecto manifiesta la causa, supone su realidad substancial, tanto en el
plano físico como compuesto de cuerpo y alma, cuanto en el plano metafísico,
definido como animal racional. La cultura no constituye sino que supone una
antropología y la antropología supone y está suspendida, en el orden
ontológico, de una metafísica.
Los primeros principios de los seres
y del conocimiento, es cierto, no nos descubren el hombre y, mucho menos, nos
revelan su inexhaustiva realidad. Pero toda la observación de la obra cultural
del hombre, por exhaustiva que se la suponga, es, a su vez, radicalmente
incapaz para descubrirnos la más ínfima realidad del hombre si aquellos
primeros principios del ser y del conocer no la mueven y dirigen. Tan cierto es
ello que la misma obra de Cassirer en lo que puede significar de positivo
aporte cultural ha de ser interpretada con referencia al ser. Porque lo que no es
ser, es nada y la nada, nada es.
Los supuestos kantianos vician toda
la obra de Cassirer. ¿Qué son, en efecto, estas funciones que ni son
substancia, ni se apoyan en realidad substancial? ¿Cómo se mueven sino se
asigna el principio eficiente y el final de su movimiento? Toda antropología es
radicalmente imposible, aún en la comprensión de sus meros aspectos culturales,
en caso de que pudieran ser estos desgajados de la realidad substancial del
hombre, si no se tiene presente que la perfección cultural se funda en perfección substancial
del hombre. Santo Tomás lo ha dejado consignado en forma decisiva e
irrebatible, cuando escribe: “Debe decirse que hay dos clases de perfección de
una cosa: primera y segunda. Por la primera es perfecta la cosa en sus substancia;
perfección que es la forma del todo, que resulta de la integridad de las
partes; la segunda, es el fin, que consiste o bien en una operación, como del
citarista, el tañer; o en algo a que se llega por la operación como la casa
construída es el fin del constructor. Mas, la perfección primera es causa de la
segunda, puesto que la forma es el principio de la operación. Así, pues la
perfección última, que es el fin del universo entero, consiste en la
bienaventuranza de los santos y se realizará en la consumación del tiempo; más
la perfección primera cifrada en la integridad del universo quedó consumada en
la primera institución de los seres.” (Sum.
Teol. I, 73, 1).
Cassirer que no ha sabido liberarse
de las redes del idealismo kantiano ignora esta doble perfección del hombre.
Aquella perfección primera que es natural y sobrenatural porque tal salió el
hombre de las manos del Creador; la natural que conoció la filosofía griega y
que tan maravillosamente nos transmitió Aristóteles con su teoría del alma intelectiva,
forma del cuerpo orgánico y aun aquella perfección sobrenatural, conque, por
encima de las exigencias naturales, quiso Dios agraciar al hombre, y de la que
se ocupa la teología. Ignora asimismo la perfección segunda que consiste en el
acrecentamiento intelectual, moral y artístico del hombre y que se mide por
relación a los dos fines supremos, natural y sobrenatural, a que ha sido
destinado.
Este fin constituye precisamente la
regla de valoración de los materiales que nos ofrece la actividad cultural del
hombre. Si se ignora el fin que ha de poner en marcha el funcionamiento
antropológico, cualquier funcionamiento es igualmente legítimo y valioso. Es lo
que ocurre precisamente en la obra de Cassirer que comentamos. Todas las
manifestaciones de la vida humana, mito, religión, lenguaje, ciencia y arte de
las más diversas civilizaciones parecieran situarse en un mismo y único plano
de valoración. Y si hubiere de admitirse una jerarquía de diferenciación, lejos
de favorecer a la religión verdadera, y aun a la ciencia, al arte y al lenguaje
verdadero, vale decir, a aquellas que verdaderamente perfeccionan al hombre
porque le conforman con el fin – fuera y por encima de él – para que fue
creado, favorecería a las falsas y funestas. Porque para Cassirer “la cultura
humana, tomada en su conjunto, puede ser descrita como el proceso de la
progresiva autoliberación del hombre. El lenguaje, el arte, la religión, la
ciencia constituyen las varias fases de este proceso. En todas ellas el hombre
descubre y prueba un nuevo poder, el de edificar un mundo suyo propio, un mundo
ideal.” (Antropología filosófica,
412).
Si el hombre fuera Dios, esto es, si
tuviera dentro de sí el principio y el fin de su existencia, podría darse el
lujo de hacer consistir la razón de su ser en “edificar un mundo suyo propio,
un mundo ideal”; pero si por naturaleza es un ser “religado”, en frase de
Zuviri, su actividad sólo le dignifica, sólo puede estimarse cultural, cuando se endereza hacia Aquel
que es principio y fin de su existencia.
Revista Balcón, 11 (16 de agosto de 1946), 5 - 6.
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