Si el hombre
culmina en la contemplación de la Verdad y en la posesión y fruición del Bien,
la civilización, que no es otra cosa que el hombre que se perfecciona
proyectado en su propia sociedad, debe asignar al sabio la supremacía sobre
todos los valores y funciones que en sí encierra.
Las
excelencias del sabio han sido expuestas por santo Tomás con su lucidez
característica en un hermoso capítulo de la Suma
contra gentiles. Dice así (Libro I, c. 1): “El uso general, al que debemos
atenernos para denominar las cosas (Arist., Top., II, 1), estableció que se
llamen sabios los que rectamente las ordenan y las gobiernan con perfección. De
aquí se deduce que, entre otras cosas propias de los hombres que saben, para el
Filósofo hay una que se destaca: que es propio del sabio el ordenar (Metaph.,
Proemio, 2). La regla de gobierno y de orden de todo lo que hay que gobernar y
ordenar en vista de un fin predeterminado, hay que pedirla a este fin, pues
entonces se dispone perfectamente cada cosa, cuando a su fin convenientemente
se ordena. Pero el fin de cada uno es el bien; y por eso vemos que entre todas
las artes hay una gubernativa y como principal y fin de las otras. Así, entre las
artes de curar, después de la medicina está como principal la farmacia, y a
ella se ordena cuanto a la salud se refiere, y por eso se la llama medicinal,
siendo su fin todos los compuestos y preparaciones que corresponden al arte del
laboratorio. Análogamente tenemos el arte del pilotaje para la marinería, y
para la milicia el arreglo de la caballería y de todo el bélico aparato. Todas
esas artes que ejercen el principado entre las demás, se llaman
arquitectónicas, y los que a ellas se consagran como artífices, mereciendo
llamarse arquitectos, reivindican para sí el nombre de sabios. Mas, porque
todos esos artífices sólo son tales respecto del fin particular de algunas
cosas, y no se ocupan de investigar el fin universal de todas, se llaman sabios
en aquella arte en que se ejercitan, al modo que se dijo: eché el cimiento como sabio arquitecto (1 Cor., III, 10). Mas el nombre de sabio, en su pleno sentido,
suele reservarse para aquellos que estudian el fin universal, que es también el
principio de todo. Por eso el Filósofo (Metaph., Proemio, c. 2) afirma que es
oficio del sabio considerar las causas altísimas de las cosas.”
Al sabio,
pues, corresponde la más alta función en una sociedad humana ordenada. Y aquí sabio se debe entender en sentido formal
y pleno: formal, es decir considerado en atención a las exigencias intrínsecas
de la sabiduría; y pleno, es decir, considerando esta sabiduría en su más
eminente ejercicio, que es el de la divina contemplación. Esta, aunque en su
acto es puramente especulativa, supone en el sujeto contemplante el
ordenamiento previo de su vida moral práctica. Porque el que no se ha
rectificado en sus pasiones y en su voluntad para enderezar toda su acción en
derechura del último fin, no podrá contemplar este fin, ni plena ni
establemente. “La felicidad –dice santo Tomás– consiste en la operación del
entendimiento especulativo más bien que en el práctico; lo cual se funda en
varias razones, y una de ellas es la siguiente: que, debiendo ser la más
excelente operación del hombre, su asiento ha de ser aquella potencia que tenga
más excelso objetivo; es así que esta potencia es el entendimiento, cuyo
objeto, el sumo Bien, es el mismo Dios, el cual no es objeto inmediato del
entendimiento práctico, sino del especulativo. Luego, la bienaventuranza o
felicidad consiste en dicha operación, a saber, en la contemplación de las
cosas divinas.” (I-II, 3, 5).
Para que a
nadie sorprenda demasiadamente la primacía que aquí se reconoce al sabio,
apresurémonos a advertir que esto no puede ser de otro modo si antes
reconocemos análoga primacía a la Verdad, con todos los valores espirituales
que le son anejos, y con esa independencia absoluta de cualquier humana
determinación, que le es propia. Y esto vale aún respecto a las verdades
auténticas de las Matemáticas, del Derecho y de cualquier otra ciencia. La
Verdad es independiente de toda voluntad humana, y para que haya perfección en
el hombre ella debe prevalecer. El matemático podrá estar sujeto al poder
público; pero no las matemáticas. El jurista también podrá estarlo; pero no la
justicia ni el derecho.
Por tanto, los
valores de la inteligencia, en toda la vasta escala de las ciencias empíricas,
matemáticas, físico-matemáticas, filosóficas, sociales, hasta en los dominios
de la comunicación con Dios, y por ende la misma religión, se desenvuelven libres y soberanos por encima de todas
las otras actividades humanas que no gozan de tal independencia.
De aquí que el
sabio –en cuanto sabio– se mueva en el firmamento libérrimo de los espíritus.
La sabiduría es la libertad. No precisamente, la libertad en el sentido de
poder moverse caprichosamente en esta o en aquella dirección, hacia la verdad o
hacia el error, al bien o al mal, sino el poder moverse indefectiblemente, pero
sin estorbos extrínsecos, hacia su objeto propio, que es la Verdad. Lo que
santo Tomás enseña respecto de la acción del Espíritu Santo en las almas que
mueve la voluntad, inclinándola por amor hacia su verdadero bien, suprimiendo
las dos servidumbres del hombre, tiene aplicación respecto del sabio, en cuanto
sabio. Dos son, en efecto, las servidumbres que se ordenan a la verdadera
libertad. La servidumbre de la pasión, que al interponerse entre la voluntad y
su verdadero bien, la esclaviza a algo extraño; y la servidumbre de la ley,
cuando la voluntad se somete, de mal grado, a lo que ella prescribe. Pero el
sabio plenamente sólo alcanza la contemplación cuando, rectificada por entero su
voluntad, se mueve sin esfuerzo a la virtud, de suerte que sin perturbaciones
puede entregarse a la contemplación de la verdad. “Cuando el Espíritu Santo
inclina por amor la voluntad al verdadero bien al cual está naturalmente
ordenada, suprime tanto la servidumbre de la pasión y del pecado, con la que el
hombre obra contra el orden de la
voluntad, como la servidumbre por la cual obra contra el movimiento de su voluntad, en sujeción es cierto, a la ley, más
como siervo de la ley, no como amigo. Por lo cual el Apóstol dice: Donde está el Espíritu Santo, allí, está la
libertad (II Cor., III, 17); y si os gobernáis por el Espíritu, no estáis
debajo de la ley (Gal., V, 18).”[1]
Enseña también santo Tomás (I-II, q. 96, a. 5) “que los hombres virtuosos y
justos no están sometidos a la ley, sino sólo los malos, porque obran como
constreñidos y como violentándose.” Para
los justos no ha sido puesta la ley (Rom.
XIII, 1) porque ellos se constituyen
en ley de sí mismos (Rom. II, 15).
El sabio, entonces, situado en la contemplación de la Primera Verdad, contempla
desde allí todas las cosas, aún las más ínfimas, como las que se refieren al
bienestar corporal, y hacia allí lo ordena todo. En esta referencia al Primer
Principio, el auténtico sabio encuentra el orden de todas las cosas y con él la
felicidad y la libertad verdaderas. Allí descubre los principios que deben
regir a los hombres, tanto individuales como agrupados en sociedades, y después
de haber descubierto esos principios, los comunica, por la persuasión, a aquellos que pueden y que quieren aprenderlos.
El sabio, en cuanto sabio, está fuera y por encima de la vida social. “La
soledad, dice Santo Tomás (II-II, q. 188, a. 8), compete al contemplativo que
arribó ya a lo perfecto. […] Por tanto, así como lo que ya es perfecto
prevalece sobre lo que se ejercita para alcanzar la perfección, así la vida de
los solitarios, si se lleva sabiamente, prevalece sobre la vida social.” Claro
está que esa libertad soberana, alcanzada por el sabio como fruto de victoria
sobre la rebelión de sus potencias, y la consiguiente soledad, en cuya fruición
ha entrado, no son sino la participación de aquella Verdad y de aquel Bien que,
enlazando y aprisionando nuestra inteligencia y nuestro afecto racional,
disuelven todas las ataduras, rompen todos los nudos, y comunican el desapropio
y la soledad necesarios para eludir la baja compañía de los bienes inferiores,
de aquellos bienes que impedirían saciarnos cumplidamente de la conquistada
plenitud.
No ha escapado
a la perspicacia de los doctores escolásticos la aparente contradicción de esta
tesis con sus propios principios, en una conclusión que parece imponerse: la
libertad solitaria del sabio se opone al bien de la vida social. Tal conclusión
sería válida, si la vida social debiera coronarse de soledad individual; si la fuga, el abandono, el desprecio de la
sociedad por el individuo fuera el fin de la misma vida social. Pero no es así,
por cierto; sino que esta soledad del sabio, lejos de ser la farouche indépendance del que está solo
consigo mismo, es la humilde participación de otra sociedad más elevada,
participación a la cual debe tender la misma ciudad terrena. “Y por esta razón,
(dice el autor que completó los Comentarios de santo Tomás a la Política de Aristóteles), la vida
contemplativa de toda la ciudad es simplemente mejor que la vida contemplativa
de uno solo, y asimismo lo es la vida práctica civil respecto de la de un solo
individuo. Y esto es lo que quiso significar Aristóteles en el Libro I de la Ética, a saber: que si el bien de un ciudadano
se comparte sin disminución entre todos, mayor y más perfecto será el bien de
la ciudad que el del individuo. Porque, si amable es para uno solo, mejor y más
divino ha de ser para todo un pueblo y ciudad; lo cual se entiende con sólo
advertir que la vida contemplativa de la ciudad, que es el bien de que venimos
hablando, se compara a la vida contemplativa del individuo, como el todo a una
de sus partes; y no hay duda que el bien del todo tiene razón de mayor y más perfecto que el bien de
cualquiera de las partes que le integran.” (In VII, lectio 2).
El hombre
plenamente sabio está capacitado para vivir (sin perder nada de su plenitud)
lejos de la vida civilizada. Esta es sólo un medio; y una vez adquirido el fin
hacia el cual se ordenaba, el medio resulta superfluo. Mas no todo concluye
ahí. Los términos de la relación cambian de signo; y el que antes estaba en
déficit, y recibía, se trueca en dispensador de su propia abundancia. De modo
que el hombre perfecto, aunque se retraiga en su soledad, y en cierto modo se
aísle, no lo hace para tomar una actitud enconada o desdeñosa ante la
civilización; muy por el contrario, lo hace para comunicar a la misma
civilización ciertos valores de tal categoría, que sólo en esa soledad es dado
adquirir, y que sólo desde ese aislamiento pueden ser comunicados. La
misantropía arguye imperfección.
El mal, menos
enérgico que el bien, pero más abundante, impide que la vida civil alcance
alguna vez el desiderátum de perfección contemplativa. Puede anticiparse, sin
incurrir en pesimismo, que la irremediable sujeción de hombres a hombres dentro
de los regímenes temporales hará siempre imposible la realización de ese
término ideal. Pero debe afirmarse que la ciudad, tendiendo con amor a ese
objetivo, está obligada a superar la vida sensual y egolátrica en que hoy se
encuentra profundamente sumergida. Superación como la que hoy necesitamos se
obtuvo en notable medida durante la Edad Media; y eso fue así, porque nunca la
vida civil se benefició de las virtudes del contemplativo en tan alto grado
como entonces.
Atentos a lo
que de hecho y más frecuentemente acaece, podemos decir que la vida propia del
sabio, más ceñida a la especulación que a la práctica, tiende a desligarse de
las vicisitudes económicas, políticas y culturales que embargan la mente del
ciudadano; y por eso mismo, forma su ambiente propicio en la soledad; mientras
que la vida civil, mucho más práctica que contemplativa, recibe su ser y su
incremento de la estrecha comunicación de bienes culturales, políticos y
económicos. Pero el sabio, amigo excelente de los hombres, celoso guardián de
un tesoro de principios inmutables, es garantía de incorrupción para la ciudad.
Porque ésta, que bulle y prospera en afanoso cultivo de virtudes y en dramática
guerra con los vicios, no podría ejercer eficazmente la actividad moral que le
es propia, si la libertad de la sabiduría no diera su norte y su luz a la
prudencia, virtud rectora de la vida civil.
Itinerarium, enero-febrero de 1946, 4,
80-87.
[1] La cita
corresponde a C. G., L. IV, c. 22, n. 6. Falta en el texto original.
Las comillas en el texto aparecen cerradas en la
frase: “siervo de la ley, no como amigo”, pero las dos citas a continuación del
Apóstol también la realiza Santo Tomás. Por ello se arregló el texto, en base
al original, del Doctor Angélico.
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