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martes, 23 de abril de 2024

El Sabio y la Civilización

 


Si el hombre culmina en la contemplación de la Verdad y en la posesión y fruición del Bien, la civilización, que no es otra cosa que el hombre que se perfecciona proyectado en su propia sociedad, debe asignar al sabio la supremacía sobre todos los valores y funciones que en sí encierra.

Las excelencias del sabio han sido expuestas por santo Tomás con su lucidez característica en un hermoso capítulo de la Suma contra gentiles. Dice así (Libro I, c. 1): “El uso general, al que debemos atenernos para denominar las cosas (Arist., Top., II, 1), estableció que se llamen sabios los que rectamente las ordenan y las gobiernan con perfección. De aquí se deduce que, entre otras cosas propias de los hombres que saben, para el Filósofo hay una que se destaca: que es propio del sabio el ordenar (Metaph., Proemio, 2). La regla de gobierno y de orden de todo lo que hay que gobernar y ordenar en vista de un fin predeterminado, hay que pedirla a este fin, pues entonces se dispone perfectamente cada cosa, cuando a su fin convenientemente se ordena. Pero el fin de cada uno es el bien; y por eso vemos que entre todas las artes hay una gubernativa y como principal y fin de las otras. Así, entre las artes de curar, después de la medicina está como principal la farmacia, y a ella se ordena cuanto a la salud se refiere, y por eso se la llama medicinal, siendo su fin todos los compuestos y preparaciones que corresponden al arte del laboratorio. Análogamente tenemos el arte del pilotaje para la marinería, y para la milicia el arreglo de la caballería y de todo el bélico aparato. Todas esas artes que ejercen el principado entre las demás, se llaman arquitectónicas, y los que a ellas se consagran como artífices, mereciendo llamarse arquitectos, reivindican para sí el nombre de sabios. Mas, porque todos esos artífices sólo son tales respecto del fin particular de algunas cosas, y no se ocupan de investigar el fin universal de todas, se llaman sabios en aquella arte en que se ejercitan, al modo que se dijo: eché el cimiento como sabio arquitecto (1 Cor., III, 10). Mas el nombre de sabio, en su pleno sentido, suele reservarse para aquellos que estudian el fin universal, que es también el principio de todo. Por eso el Filósofo (Metaph., Proemio, c. 2) afirma que es oficio del sabio considerar las causas altísimas de las cosas.”

Al sabio, pues, corresponde la más alta función en una sociedad humana ordenada. Y aquí sabio se debe entender en sentido formal y pleno: formal, es decir considerado en atención a las exigencias intrínsecas de la sabiduría; y pleno, es decir, considerando esta sabiduría en su más eminente ejercicio, que es el de la divina contemplación. Esta, aunque en su acto es puramente especulativa, supone en el sujeto contemplante el ordenamiento previo de su vida moral práctica. Porque el que no se ha rectificado en sus pasiones y en su voluntad para enderezar toda su acción en derechura del último fin, no podrá contemplar este fin, ni plena ni establemente. “La felicidad –dice santo Tomás– consiste en la operación del entendimiento especulativo más bien que en el práctico; lo cual se funda en varias razones, y una de ellas es la siguiente: que, debiendo ser la más excelente operación del hombre, su asiento ha de ser aquella potencia que tenga más excelso objetivo; es así que esta potencia es el entendimiento, cuyo objeto, el sumo Bien, es el mismo Dios, el cual no es objeto inmediato del entendimiento práctico, sino del especulativo. Luego, la bienaventuranza o felicidad consiste en dicha operación, a saber, en la contemplación de las cosas divinas.” (I-II, 3, 5).

Para que a nadie sorprenda demasiadamente la primacía que aquí se reconoce al sabio, apresurémonos a advertir que esto no puede ser de otro modo si antes reconocemos análoga primacía a la Verdad, con todos los valores espirituales que le son anejos, y con esa independencia absoluta de cualquier humana determinación, que le es propia. Y esto vale aún respecto a las verdades auténticas de las Matemáticas, del Derecho y de cualquier otra ciencia. La Verdad es independiente de toda voluntad humana, y para que haya perfección en el hombre ella debe prevalecer. El matemático podrá estar sujeto al poder público; pero no las matemáticas. El jurista también podrá estarlo; pero no la justicia ni el derecho.

Por tanto, los valores de la inteligencia, en toda la vasta escala de las ciencias empíricas, matemáticas, físico-matemáticas, filosóficas, sociales, hasta en los dominios de la comunicación con Dios, y por ende la misma religión, se desenvuelven libres y soberanos por encima de todas las otras actividades humanas que no gozan de tal independencia.

De aquí que el sabio –en cuanto sabio– se mueva en el firmamento libérrimo de los espíritus. La sabiduría es la libertad. No precisamente, la libertad en el sentido de poder moverse caprichosamente en esta o en aquella dirección, hacia la verdad o hacia el error, al bien o al mal, sino el poder moverse indefectiblemente, pero sin estorbos extrínsecos, hacia su objeto propio, que es la Verdad. Lo que santo Tomás enseña respecto de la acción del Espíritu Santo en las almas que mueve la voluntad, inclinándola por amor hacia su verdadero bien, suprimiendo las dos servidumbres del hombre, tiene aplicación respecto del sabio, en cuanto sabio. Dos son, en efecto, las servidumbres que se ordenan a la verdadera libertad. La servidumbre de la pasión, que al interponerse entre la voluntad y su verdadero bien, la esclaviza a algo extraño; y la servidumbre de la ley, cuando la voluntad se somete, de mal grado, a lo que ella prescribe. Pero el sabio plenamente sólo alcanza la contemplación cuando, rectificada por entero su voluntad, se mueve sin esfuerzo a la virtud, de suerte que sin perturbaciones puede entregarse a la contemplación de la verdad. “Cuando el Espíritu Santo inclina por amor la voluntad al verdadero bien al cual está naturalmente ordenada, suprime tanto la servidumbre de la pasión y del pecado, con la que el hombre obra contra el orden de la voluntad, como la servidumbre por la cual obra contra el movimiento de su voluntad, en sujeción es cierto, a la ley, más como siervo de la ley, no como amigo. Por lo cual el Apóstol dice: Donde está el Espíritu Santo, allí, está la libertad (II Cor., III, 17); y si os gobernáis por el Espíritu, no estáis debajo de la ley (Gal., V, 18).”[1] Enseña también santo Tomás (I-II, q. 96, a. 5) “que los hombres virtuosos y justos no están sometidos a la ley, sino sólo los malos, porque obran como constreñidos y como violentándose.” Para los justos no ha sido puesta la ley (Rom. XIII, 1) porque ellos se constituyen en ley de sí mismos (Rom. II, 15). El sabio, entonces, situado en la contemplación de la Primera Verdad, contempla desde allí todas las cosas, aún las más ínfimas, como las que se refieren al bienestar corporal, y hacia allí lo ordena todo. En esta referencia al Primer Principio, el auténtico sabio encuentra el orden de todas las cosas y con él la felicidad y la libertad verdaderas. Allí descubre los principios que deben regir a los hombres, tanto individuales como agrupados en sociedades, y después de haber descubierto esos principios, los comunica, por la persuasión, a aquellos que pueden y que quieren aprenderlos. El sabio, en cuanto sabio, está fuera y por encima de la vida social. “La soledad, dice Santo Tomás (II-II, q. 188, a. 8), compete al contemplativo que arribó ya a lo perfecto. […] Por tanto, así como lo que ya es perfecto prevalece sobre lo que se ejercita para alcanzar la perfección, así la vida de los solitarios, si se lleva sabiamente, prevalece sobre la vida social.” Claro está que esa libertad soberana, alcanzada por el sabio como fruto de victoria sobre la rebelión de sus potencias, y la consiguiente soledad, en cuya fruición ha entrado, no son sino la participación de aquella Verdad y de aquel Bien que, enlazando y aprisionando nuestra inteligencia y nuestro afecto racional, disuelven todas las ataduras, rompen todos los nudos, y comunican el desapropio y la soledad necesarios para eludir la baja compañía de los bienes inferiores, de aquellos bienes que impedirían saciarnos cumplidamente de la conquistada plenitud.

No ha escapado a la perspicacia de los doctores escolásticos la aparente contradicción de esta tesis con sus propios principios, en una conclusión que parece imponerse: la libertad solitaria del sabio se opone al bien de la vida social. Tal conclusión sería válida, si la vida social debiera coronarse de soledad individual; si la fuga, el abandono, el desprecio de la sociedad por el individuo fuera el fin de la misma vida social. Pero no es así, por cierto; sino que esta soledad del sabio, lejos de ser la farouche indépendance del que está solo consigo mismo, es la humilde participación de otra sociedad más elevada, participación a la cual debe tender la misma ciudad terrena. “Y por esta razón, (dice el autor que completó los Comentarios de santo Tomás a la Política de Aristóteles), la vida contemplativa de toda la ciudad es simplemente mejor que la vida contemplativa de uno solo, y asimismo lo es la vida práctica civil respecto de la de un solo individuo. Y esto es lo que quiso significar Aristóteles en el Libro I de la Ética, a saber: que si el bien de un ciudadano se comparte sin disminución entre todos, mayor y más perfecto será el bien de la ciudad que el del individuo. Porque, si amable es para uno solo, mejor y más divino ha de ser para todo un pueblo y ciudad; lo cual se entiende con sólo advertir que la vida contemplativa de la ciudad, que es el bien de que venimos hablando, se compara a la vida contemplativa del individuo, como el todo a una de sus partes; y no hay duda que el bien del todo tiene razón de mayor y más perfecto que el bien de cualquiera de las partes que le integran.” (In VII, lectio 2).

El hombre plenamente sabio está capacitado para vivir (sin perder nada de su plenitud) lejos de la vida civilizada. Esta es sólo un medio; y una vez adquirido el fin hacia el cual se ordenaba, el medio resulta superfluo. Mas no todo concluye ahí. Los términos de la relación cambian de signo; y el que antes estaba en déficit, y recibía, se trueca en dispensador de su propia abundancia. De modo que el hombre perfecto, aunque se retraiga en su soledad, y en cierto modo se aísle, no lo hace para tomar una actitud enconada o desdeñosa ante la civilización; muy por el contrario, lo hace para comunicar a la misma civilización ciertos valores de tal categoría, que sólo en esa soledad es dado adquirir, y que sólo desde ese aislamiento pueden ser comunicados. La misantropía arguye imperfección.

El mal, menos enérgico que el bien, pero más abundante, impide que la vida civil alcance alguna vez el desiderátum de perfección contemplativa. Puede anticiparse, sin incurrir en pesimismo, que la irremediable sujeción de hombres a hombres dentro de los regímenes temporales hará siempre imposible la realización de ese término ideal. Pero debe afirmarse que la ciudad, tendiendo con amor a ese objetivo, está obligada a superar la vida sensual y egolátrica en que hoy se encuentra profundamente sumergida. Superación como la que hoy necesitamos se obtuvo en notable medida durante la Edad Media; y eso fue así, porque nunca la vida civil se benefició de las virtudes del contemplativo en tan alto grado como entonces.

Atentos a lo que de hecho y más frecuentemente acaece, podemos decir que la vida propia del sabio, más ceñida a la especulación que a la práctica, tiende a desligarse de las vicisitudes económicas, políticas y culturales que embargan la mente del ciudadano; y por eso mismo, forma su ambiente propicio en la soledad; mientras que la vida civil, mucho más práctica que contemplativa, recibe su ser y su incremento de la estrecha comunicación de bienes culturales, políticos y económicos. Pero el sabio, amigo excelente de los hombres, celoso guardián de un tesoro de principios inmutables, es garantía de incorrupción para la ciudad. Porque ésta, que bulle y prospera en afanoso cultivo de virtudes y en dramática guerra con los vicios, no podría ejercer eficazmente la actividad moral que le es propia, si la libertad de la sabiduría no diera su norte y su luz a la prudencia, virtud rectora de la vida civil.

 

 

Itinerarium, enero-febrero de 1946, 4, 80-87.



[1] La cita corresponde a C. G., L. IV, c. 22, n. 6. Falta en el texto original.

Las comillas en el texto aparecen cerradas en la frase: “siervo de la ley, no como amigo”, pero las dos citas a continuación del Apóstol también la realiza Santo Tomás. Por ello se arregló el texto, en base al original, del Doctor Angélico.

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