Un hecho de
excepcional gravedad
La vida
argentina ha sido conmovida por un hecho de excepcional gravedad. Después de
cien años desde la muerte de Urquiza se repite un crimen abominable, totalmente
ajeno a nuestro modo de ser nacional: otro ex – presidente ha sido asesinado.
Y cuando el
coro de repulsas a absolutas es prácticamente unánime en nuestra desintegrada
Argentina, sólo un sector silencia su voz o es representado por expresiones que
disuenan y hieren la conciencia nacional. Porque van ellas desde la condena en
sí pero suave, retaceada y matizada, hasta las explicaciones insensatas y las
defensas personales más o menos abiertas, y hasta la apología misma del crimen.
¿Qué pasa,
pues, con nuestra Iglesia argentina, otrora hidalga, noble y benefactora, y
dedicada toda de lleno a conducir sus conciudadanos por caminos elevados de luz
y de amor?
¿Cómo es que
hoy desintegra cuando siempre vivificó, ennobleció y preservó el cuerpo
nacional desde su cuna?
¿Y qué pasa
con la Iglesia de tantas partes, desde las cuales llegan también hasta nosotros
ecos desconcertantes?
Esencia y misión de la Iglesia
Hace casi dos
mil años que existe la Iglesia Católica.
Fundada por
Jesucristo, en quien Ella reconoce al Hijo mismo de Dios, ha cumplido hasta el
presente la misión que Él le encomendara de enseñar a todos los hombres que
tienen ellos en Dios –Creador, Gobernador y Juez– un Padre dispuesto a
perdonarles sus ofensas, a comunicarles su propia vida divina, a considerarlos
por ende y a tratarlos como a sus hijos, a ayudarlos durante su existencia
temporal aquí abajo, y a conducirlos con seguridad a la posesión de una vida de
comunión íntima con Él, inefable y sin fin, más allá de la muerte corporal, en
el cielo.
Su fin último
esencial, la gloria de Dios, que coincide con la felicidad del hombre, sólo se
alcanza plenamente en el más allá. Por eso la Iglesia tiene poderes directos
únicamente en lo relativo a esa gloria y en la conducción de los hombres hacia
ese fin último trascendente. Pero como esa gloria ya empieza a labrarse en este
mundo y como ese fin hay que merecerlo precisamente aquí abajo, viviendo
rectamente la vida temporal y construyendo a esta tierra según los planes de
Dios, la Iglesia ha recibido también de Jesucristo poderes indirectos sobre los
asuntos profanos: poder de dar doctrina, poder de proporcionar ayuda espiritual
–sanante de la oscuridad, debilidad y desorden de nuestras potencias– y poder
de orientación, para que a la luz del fin eterno sepamos prudencialmente
utilizar las cosas de este mundo, también en nuestro beneficio temporal. Y sólo
supletoriamente, cuando en alguna circunstancia histórica y en algún lugar
determinado, no existe quien se encargue de promover los asuntos de este mundo
con derecho propio de un modo adecuado, sólo entonces y allí la Iglesia tiene
poder y obligación de actuar directamente.
Obrando de
acuerdo con estos principios la Iglesia ha merecido durante veinte siglos bien
de la humanidad. Ha dado adecuadamente gloria a Dios, ha salvado enormes
multitudes para la eternidad, ha educado y promovido innumerables pueblos en
las sendas de la cultura y de la civilización, en colaboración con el Estado. Y
ha sido de esta manera puerto seguro para sus hijos, y punto de referencia y
aun faro luminoso y salvador para los que no lo son, en ese navegar por mares
de tormenta que es la vida terrena de cada hombre y es la marcha de pueblos y
naciones por los caminos de la Historia.
Un empeño por cambiar la imagen de la Iglesia
Pero he aquí
que desde hace unos años un grupo de sacerdotes, cada vez más numeroso, de
diversas jerarquías y ubicados en todas las latitudes, se hallan empeñados en
cambiar la imagen de la Iglesia, del Cristianismo y aun del mismo Jesucristo.
Con sus palabras o con sus actos quieren estos sacerdotes presentarnos una
imagen de la Iglesia –y también, lógicamente, de la misión de Jesucristo y del
sentido del Evangelio– radicalmente falsa. Porque es la de una nueva Iglesia
antropocéntrica, ya que volcada toda Ella y sólo en la promoción del hombre,
sin preocuparse para nada de la gloria de Dios; temporalista, porque la describen como una institución dirigida
principal, si no exclusivamente, a la consecución de la felicidad humana aquí
abajo, sin atender, al menos de modo suficiente, al más allá; naturalista, en
cuanto esta Iglesia insólita no parece contar sino con los esfuerzos y
posibilidades de la naturaleza humana –y considerar a ésta como si fuera exenta
de pecado original o sin resabios de él–, sin valorar ante todo el papel de la
Gracia de Dios; y la pintan materialista,
porque le hacen otorgar tal prevalecencia a la dimensión económica del hombre
que pierden casi toda importancia en ella, los valores espirituales; y también democratista, en cuanto imaginan en su
seno al pueblo como sujeto terreno originario de todo poder, de manera
semejante a lo que ocurre en la sociedad civil; y secularizante esta Iglesia de
nuevo cuño, porque pretenden para su fin, su esencia, sus instituciones, su
actividad y sus agentes responsables, características similares a las que son
propias de la sociedad temporal. Y la conciben además tan invertebrada,
abierta, mimética y mudable, que creen que ella debe estar siempre atenta a
descubrir la voluntad de Dios respecto de su modo de ser y de actuar, en las
características múltiples y cambiantes de la comunidad humana terrenal, las que
ha de adoptar dócilmente para ella misma.
Es una
peregrina Iglesia la que pretenden imponer: sin principios, ni valores, ni dogmas
permanentes; sin una moral esencialmente siempre igual a sí misma; con un
sacrificio divino transformado en asamblea puramente humana y temporal; con
sacramentos abolidos, cambiados o minimizados; con una autoridad que emana del
pueblo y sólo debe estar atenta a escucharlo, interpretarlo y acatarlo; con
instituciones divinas o humanas milenarias o seculares que han de ser derogadas
o devenir caducas, obsoletas; desprendida de los tesoros que el arte más
sublime había producido para la alabanza de Dios y la elevación de los hombres;
despojada de los bienes instrumentales destinados a servir sus sublimes fines;
convertida en incipiente, quizá en primitiva, porque olvidada voluntariamente
de la sabiduría de la experiencia; complaciente con todos los desvaríos de la
humanidad contemporánea; mal remedo de las sociedades seculares… estéril para
el cielo y la tierra.
Y como estas
notas falsas van informando a amplios sectores de la Iglesia verdadera, se va
deteriorando ésta misma, y por tanto su imagen, delante de sus propios hijos y
del mundo. Con lo que de hecho va resultando ella atacada profundamente en su
ser y en su operar, y afectada en sus notas esenciales de unidad, santidad y
catolicidad. Y va resultando carcomida por varios cánceres que destruyen:
pululan las opiniones, las sectas, las oposiciones y las luchas; numerosos
clérigos y religiosos abandonan sus puestos de avanzada; los jóvenes dejan de
ser atraídos a su servicio; muchos militantes se fatigan o pervierten; tantos hijos
la abandonan; los de afuera le vuelven las espaldas, indiferentes o
escandalizados…
Algo todavía peor: al servicio del marxismo
Todo lo que
acabamos de señalar es sumamente grave. Pero no es lo peor, sin embargo. Porque
ocurre que desde hace muy pocos años ha irrumpido en nuestra vida argentina,
como en otros lados de América y del mundo, otro tipo más avanzado todavía de
sacerdotes.
Son los que no
sólo conciben su misión –y la de la Iglesia– como temporalista y secularizante,
sino que además se hallan embarcados al servicio del marxismo. Porque son
marxistas en la descripción del mundo actual, la interpretación de sus males,
la detectación de las causas de los mismos, los remedios que proponen y los
métodos que preconizan y emplean. Describen las “estructuras” de nuestras
sociedades occidentales como radicalmente injustas, violentamente opresoras y
sin remedio posible. Sostienen que no hay otra solución que la destrucción de
las mismas y su reemplazo por una sociedad colectiva o socialista. Piensan que
ese cambio debe llegar por presión de los de abajo, para lo cual deben ellos
ser conducidos a la toma de conciencia, la resolución y la lucha. Aceptan como
el camino conducente la lucha de clases y justifican en ella cualquier medio:
también el pillaje, el robo, el asalto, el secuestro, el crimen, la lucha
sangrienta, el caos… Y todo ello en nombre del cristianismo, del Evangelio, y
de Jesucristo, y por imperativo de sus conciencias cristianas y sacerdotales,
olvidando, al parecer, que la condenación del comunismo, por parte del
Magisterio Supremo, no ha sido jamás rectificada. Naturalmente, por lo demás,
odian y difaman a las potencias occidentales y ensalzan a La Habana, Pekín y
Moscú, y admiran a Marx, Lenin, Mao, el “Che”, Fidel Castro, Camilo Torres…
Preocupaciones
Esta tremenda
enfermedad surgida en el seno de nuestra Iglesia no nos preocupa por la Iglesia
misma. Ella es divina, como que es Dios su Fundador, y Cabeza invisible,
Jesucristo, y “los poderes del infierno jamás prevalecerán sobre ella”. Pero
nos preocupa enormemente por los hombres, nuestros hermanos. Nos preocupa por
los católicos, sobre todo los jóvenes, que puedan creer que esa imagen es la de
la Iglesia verdadera, e ingenuamente la acepten y aun la sigan, o por el contrario,
abominando de esa imagen abandonen equivocadamente a su Madre. Y nos preocupa
por los no católicos, por todos aquellos que consideraban a la Iglesia con
respecto y aun simpatía, por todos los que desde lejos la miraban como a un
faro luminoso, por los que sin ser sus hijos se sentían sostenidos por su
serena e inmutable fortaleza…
Y nos preocupa
además grandemente por nuestro país. Porque nos alarma y duele con intensidad
que la sal de la tierra, en vez de preservar de toda corrupción, pueda constituirse
en algún caso –aunque fuera uno solo– en agente de desintegración para nuestro
cuerpo social argentino, tan espléndidamente dotado por Dios y que la Iglesia
verdadera engendrara otrora para Jesucristo y aun preparara para los destinos
más altos…
Quiénes somos y por qué hablamos
Constituimos
un grupo de sacerdotes argentinos que, no obstante las propias deficiencias, de
las cuales somos conscientes, quieren amar a Jesucristo, a la Iglesia de
siempre y a su Patria.
Hace bastante
tiempo que sufrimos los males que hemos recordado y hemos tratado de preservar
a nuestros fieles de tanto error.
Hubiéramos
deseado, con todo, que una voz más autorizada que la nuestra se elevara en este
momento, particularmente grave, para pronunciar una palabra esclarecedora. Y
que hiciera saber a los fieles y a los demás conciudadanos quién es Jesucristo
y quién no es, cómo es la verdadera Iglesia y cómo no es ella, quizá… cuáles
son los verdaderos pastores y cuáles no…
Respetamos las
razones que puedan existir para que esa palabra todavía no haya sido dicha.
Pero nos hemos sentido obligados en conciencia a aclarar la mente de los fieles
que nos han sido confiados y de los argentinos que quieran escucharnos,
aceptando el respaldo modesto pero real, que dan a nuestra palabra nuestras
vidas y nuestras obras sacerdotales. Por otra parte, nos acucian igualmente
estas recientes palabras del Papa: “El coraje de la verdad se impone más que
nunca a los cristianos, si quieren ser fieles a su vocación de dar un alma a
este mundo nuevo que se está buscando. Que nuestra fe en Cristo sea sin
resquebrajaduras en esta época nuestra que lleva la contraseña, como la época
de Agustín, de una verdadera «miseria y penuria de verdad» (Serm., 11, 11). «Que cada uno esté
dispuesto a dar la vida por la verdad» (Jovenal, Sat., IV, 91). El coraje de la verdad es también la primera e
indispensable caridad que los pastores deben ejercitar. No admitamos jamás, ni
siquiera con el pretexto de la caridad para con el prójimo, que un ministro del
Evangelio anuncia una palabra puramente humana. Va en ello la salvación de los
hombres. Por eso en este recuerdo todavía fresco de la fiesta de Pentecostés,
queremos hacer un llamamiento a todos los pastores responsables para que eleven
su voz, cuando sea necesario, con la fuerza del Espíritu Santo (Hechos, 1, 8), con el fin de aclarar lo
que está turbio, enderezar lo torcido, calentar lo que está tibio, fortalecer
lo que está débil, iluminar lo tenebroso.” (S. S. Paulo VI, alocución ante el
Sacro Colegio Cardenalicio, del 18 de mayo de 1970; cfr. “L’Osservatore Romano”, edición semanal en
lengua española, nº 22 (74), página 7).
Pertenecemos a
aquella gran parte de la Iglesia que adhiere al Concilio Ecuménico Vaticano II,
pero también a todos los precedentes; acepta sus textos auténticos, pero no
siempre la interpretación de los “peritos”; acata la autoridad del Concilio
Ecuménico, pero también la del Romano Pontífice.
Pertenecemos a
aquella gran parte de la Iglesia que quiere con empeño la elevación material y
espiritual de los hombres, clases y pueblos pobres, pero por caminos diversos
en absoluto de los de Marx, Lenin, el “Che” o Mao… y que con elemental nobleza,
estricta justicia histórica y ausencia de lastimosos complejos, reconoce
agradecida todo lo que la misma Iglesia ha hecho a este respecto en 20 siglos,
en gesta estrictamente incomparable.
Estamos
ciertos, por lo demás, de que expresamos el pensamiento de la mayor parte de
los sacerdotes argentinos y el sentir de la mayoría de los fieles de nuestras
parroquias.
Ojalá entonces
que estas modestas palabras sirvan para recordar, a católicos y no católicos,
que la verdadera Iglesia sigue siempre viva entre nosotros, predicando el genuino
Evangelio del Señor y haciéndolo presente al verdadero Jesucristo, con su
doctrina de salvación eterna y de paz y progreso temporal, con su sacrificio
glorificador de Dios y redentor de los hombres, con sus sacramentos portadores
de vida divina, de Fe, Esperanza y Caridad, con sus instituciones y su
gobierno, que conducen al cielo a los hombres mediante la edificación de la
tierra a la claridad de su luz y el calor de su amor. Está siempre viva y
operante esa Iglesia verdadera, por más que no haga ruido, ni viva solicitando
la atención de la prensa con conferencias y comunicados, o con hechos espectaculares,
no siempre de acuerdo con la ley divina positiva y ni siquiera con la natural.
Y ojalá
también que estas palabras contribuyan a que las cosas queden claras. Y que
pronto se discierna la verdadera Iglesia de la que no lo es. Bastará quizá para
ello que nuestros conciudadanos recuerden la frase esclarecedora de Jesucristo:
“Por sus frutos los conoceréis”.
Claro está que
no juzgamos intenciones de nadie, cosa que corresponde sólo a Dios.
Dejamos, por
lo demás, constancia de que hubiéramos deseado no tener que hablar mal de
nadie, ni siquiera indirectamente. Pero la necesidad tiene cara de hereje: aquí
está en juego la vida eterna de muchos hombres a nosotros confiados y la
subsistencia moral de nuestra Patria.
Firman: Mons. Enrique H.
Lavagnino, Guillermo Furlong, Luis M. Etcheverry Boneo, Alberto García Vieyra,
Antonio González, Alfredo Sáenz S. J., Ignacio Garmendía, Fernando Carballo,
Luis De Fornari, Pedro Somolinos, José María Lombardero, Juan Guidolini, Jaime
Garmendía, Severino Silva, Ezequiel Cárdenas, Marcelo Sánchez Sorondo, Alfredo
Caxaraville Garzón, Roberto Martinetti, Armando Monzón, Eleuterio Pianarosa,
Luis Cimino, Osvaldo Ganchegui, Adolfo Abeijón, José Torquiaro, Luis Cimino,
Jorge Sabione, Gabriel Foncillas, Ramón Re, Miguel Bózzoli, Amelio Calori,
Pablo Di Benedetto, Vicente Desimone, Julio Meinvielle, Enrique Imperiale,
Pedro Darío, Alejandro Vigano, Silvio Grasset, Juan Carlos Franco, Silvio
Vellere, Pedro Raúl Luchia Puig, José Varela, José Bonet, Mons. Luis Actis,
Isidro Blanco Vega, Miguel André, Tomás Dean, Pbro. Casella, Pbro. Passelli,
Juan Kaaglioti, Secundino Lombardi, Antonio Martínez, Héctor Marioni, y Mons.
Miguel Lloveras, Angel B. Armelin.
Buenos Aires, julio de 1970.
Esta “Declaración
de Sacerdotes Argentinos” ha sido firmada inicialmente por cincuenta sacerdotes
de Buenos Aires y del Gran Buenos Aires.
Sus promotores
invitan a suscribirla también a todos los sacerdotes del país que adhieran a
sus términos, lo que pueden hacer en el domicilio de Monseñor Enrique
Lavagnino, Jujuy 1241 (teléfono 97-2760), Bueno Aires.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario