Discurso de acción de gracias de San Gregorio Taumaturgo dirigido a Orígenes, después de asistir a sus lecciones durante muchos años, pronunciado en Cesarea de Palestina, cuando iba a marchar para su patria[1]
“Me propongo,
en efecto, hablar de un hombre que parece y aparece realmente como un hombre;
mas para quienes son capaces de contemplar la grandeza de su espíritu, hombre
dotado ya de dotes superiores que lo acercan a la divinidad.”
“Ahora tengo
que recordar lo que hay de más divino en este hombre, lo que en él hay de
emparentado con Dios, encerrado, desde luego, en la apariencia mortal, pero que
tiende con la mayor violencia a asemejarse a Dios; ahora tengo que tocar de un
modo u otro cosas superiores, y dar por ello gracias a la divinidad de que me
hiciera merced de encontrarme con hombre tal, contra toda esperanza de hombres,
de los otros y de mí mismo, que jamás me propuse ni soñé cosa semejante.”
“También nos
hincó el aguijón de la amistad, y no un aguijón fácil de arrancar, sino agudo y
eficacacísimo, el de su propia destreza y buena voluntad, que nos parecía
patente en sus propias palabras cuando hablaba y conversaba con nosotros. Y es
así que no trataba de envolvernos vanamente con sus discursos, sino de
salvarnos con hábil, humana y bondadosísima intención, y de hacernos partícipes
de los bienes de la filosofía, y señaladamente de aquellos otros de que a él
solo, con ventaja sobre muchos y tal vez sobre todos los hombres que hoy viven,
le hizo merced la divinidad: el maestro de la piedad, la palabra saludable, que
a muchos llega y subyuga a todos los que llega… Así, pues, como una centella,
caída en medio de nuestra alma, se encendió e inflamó el amor al Logos mismo
sagrado y amabilísimo, que, por su inefable hermosura, lo atrae todo, y el amor
a este hombre amigo e intérprete suyo.
Herido yo
principalmente de este amor, me decidí a renunciar a todo lo que parecía
atraerme, cosas y estudios, entre ellos los de mis hermosas leyes, así como a
mi patria y parientes, a los que aquí estaban y a los que dejé en mi viaje.
Sólo una cosa me era ya cara y amada, la filosofía, y este hombre divino,
maestro de ella. Y se pegó el alma de
Jonatás a David (1 Rey. 18, 1).”
“A estilo muy
socrático nos impresionaba a veces, y otras nos derribaba al suelo con su
discurso, si alguna vez nos veía de todo punto desenfrenados, como caballos
salvajes que saltábamos fuera del camino y corríamos desbocados de acá para
allá, hasta que, con persuasión y fuerza, como por un freno, que es la palabra
de nuestra boca, con él nos sujetaba y apaciguaba. La cosa no fue fácil ni sin
dolor al principio, pues dirigía sus discursos a quienes no estaban aún
acostumbrados ni ejercitados en seguir la razón; pero, a la postre, nos
purificaba.”
“Educaba
racionalmente aquella parte de nuestra alma, a la que atañe juzgar sobre
dicciones y razones; no según los juicios de los buenos retóricos u oradores,
sobre si la dicción es helénica o bárbara; ésa es enseñanza mínima e
innecesaria.”
“Pero nos
inculcaba sobre todo lo que es culminación de todas las cosas, lo que
constituye el blanco a que apunta todo el trabajo de la casta de los filósofos,
que, como de plantación varia, que son las otras disciplinas todas y el largo
estudio de la filosofía, recoge los buenos frutos de las divinas virtudes
morales, de las que nace la disposición tranquila y constante de las mociones
del alma. Así se esforzaba por hacernos insensibles al dolor e indiferentes a
los males todos, disciplinados y constantes y semejantes a Dios y realmente
bienaventurados.”
“Éste [el
Maestro Orígenes]… no se contentaba con explicarnos con sus palabras la teoría
de las virtudes, sino que nos exhortaba también a su práctica, y nos exhortaba
más con su ejemplo que con sus palabras.”
“Este… fue el
primero que me exhortó con sus palabras, pero a la exhortación de palabra había
precedido la de los hechos… Yo quería decir que de sí mismo sacaba un ejemplar
del sabio; pero nuestro discurso prometió desde el comienzo decir verdad, y no
pompa o afectación; por eso no hablo aún de ejemplar de sabio, por más que lo
quisiera decir y es verdad… A las obras encaminaba también los discursos, y no
pequeña parte de la virtud y hasta, si lo comprendimos bien, tal vez la virtud
entera poníala en la teoría o contemplación misma; pero también forzaba, si
cabe decirlo así, a obrar rectamente, a obrar justamente por la acción propia
del alma que nos persuadió a seguir.”
“Así nos
educaba, forzándonos, si cabe así decirlo, a practicar la justicia. Y no menos
a ser también prudentes, por la concentración del alma en sí misma y por la
voluntad y empeño de conocernos a nosotros mismos; obra ésta óptima de la
filosofía, que se atribuye, como imperativo sapientísimo, al más adivino de los
démones: Conócete a ti mismo. Y que
esto sea realmente la obra de la prudencia y ésta sea la prudencia divina,
bellamente lo dicen los antiguos; la misma dicen ser la virtud de Dios y del
hombre, dado que el alma se ejercite en mirarse a sí misma como en un espejo y
reflejar la mente divina en sí misma, si se ha hecho digna de esta comunión y
sigue el rastro de cierto camino, misterioso para ella, de esta divinización.”
“La piedad…
dicen –y dicen bien– ser madre de las virtudes. Esta es, en efecto, principio y
fin de todas ellas, y, partiendo de ésta, con la mayor facilidad adquiriríamos
todas las otras. Si deseamos y tenemos empeño en poseer para nosotros mismos lo
mismo que todo hombre que no sea un ateo y voluptuoso debe ser: amigo y abogado
de Dios, trabajemos por adquirir las otras virtudes.”
“Todo lo que
de provechoso y verdadero hallaba en cada filósofo, lo recogía y nos lo
exponía; pero sabía deslindar todo lo falso; sobre todo lo que atañía a la
piedad de los hombres.”
“Sobre esto
nos aconsejaba no prestar atención a nadie, por más que fuera por todos los
hombres celebrado como sapientísimo, sino a solo Dios y a sus profetas. El
mismo nos interpretaba y esclarecía cuanto de oscuro y enigmático se nos
ofrecía, como se da frecuentemente en las sagradas letras… Como quiera que sea,
si se trataba de enigmas, él los aclaraba y sacaba a la luz, por ser oyente
fuerte e inteligentísimo de Dios... Es así que el autor de todas las cosas, el
mismo que habla a los profetas amigos de Dios y les inspira toda profecía y
discurso místico y divino, honrándolo a él por modo igual, lo constituyó
intérprete de aquellos oráculos.”
“Él era
realmente para nosotros un paraíso, imitación del gran paraíso de Dios, en que
no teníamos que cultivar esta tierra de abajo ni alimentar nuestros cuerpos
para engordar, sino sólo acrecentar, con alegría y placer, las excelencias de
nuestra alma, plantándonos nosotros mismos como árboles hermosos o plantados
para nosotros por el que es autor de todas las cosas.”
“¡Qué
hermosamente vivía oyendo, en silencio, la palabra de mi maestro! Así debiera
haber aprendido a callar también ahora, y no dar el extraño espectáculo de
convertir en oyente a mi maestro.”
“¿A qué me
lamento de este modo [ante la partida]? Está el salvador de todos, que recoge
también y cura a los que están medio muertos y a todos los que han caído en
manos de bandoleros, el Verbo, custodio vigilante de todos los hombres. Tenemos
también las semillas, tanto las que tú nos hiciste ver que ya teníamos como las
que de ti recibimos, que son los hermosos consejos, con que nos marchamos,
llorando, desde luego, como quienes parten de viaje, pero llevando con nosotros
esas semillas (cf. Ps. 125, 6).”
“Tú, cara
cabeza, levántate y, después de orar, despídenos ya, y, pues me has salvado,
presente, con tus sagradas enseñanzas, sálvame también, partido, con tus
oraciones. Y entréganos y encomiéndanos; pero más bien entréganos al Dios que
nos trajo a tu lado; dale gracias por nosotros por sus beneficios pasados y
ruégale, para lo por venir, que nos asista en todo momento, inspire a nuestra
mente sus mandamientos y nos infunda su divino temor, que será nuestro mejor
pedagogo, pues no le obedeceremos, salidos de aquí, con la misma libertad que a
tu lado. Ruégale nos conceda algún consuelo por esta separación tuya, y nos
mande un compañero bueno, el ángel caminante. Pídele que nos haga volver y nos
conduzca de nuevo a tu lado, y éste será nuestro mayor consuelo.”
[1] Extracto tomado de: Apéndices – I, en Orígenes, Contra Celso,
BAC, Madrid, 1967, 587-615 [Trad.: Daniel Ruiz Bueno].