viernes, 14 de junio de 2024

Elogio del Maestro Cristiano

 

Discurso de acción de gracias de San Gregorio Taumaturgo dirigido a Orígenes, después de asistir a sus lecciones durante muchos años, pronunciado en Cesarea de Palestina, cuando iba a marchar para su patria[1]

 

“Me propongo, en efecto, hablar de un hombre que parece y aparece realmente como un hombre; mas para quienes son capaces de contemplar la grandeza de su espíritu, hombre dotado ya de dotes superiores que lo acercan a la divinidad.”

“Ahora tengo que recordar lo que hay de más divino en este hombre, lo que en él hay de emparentado con Dios, encerrado, desde luego, en la apariencia mortal, pero que tiende con la mayor violencia a asemejarse a Dios; ahora tengo que tocar de un modo u otro cosas superiores, y dar por ello gracias a la divinidad de que me hiciera merced de encontrarme con hombre tal, contra toda esperanza de hombres, de los otros y de mí mismo, que jamás me propuse ni soñé cosa semejante.”

“También nos hincó el aguijón de la amistad, y no un aguijón fácil de arrancar, sino agudo y eficacacísimo, el de su propia destreza y buena voluntad, que nos parecía patente en sus propias palabras cuando hablaba y conversaba con nosotros. Y es así que no trataba de envolvernos vanamente con sus discursos, sino de salvarnos con hábil, humana y bondadosísima intención, y de hacernos partícipes de los bienes de la filosofía, y señaladamente de aquellos otros de que a él solo, con ventaja sobre muchos y tal vez sobre todos los hombres que hoy viven, le hizo merced la divinidad: el maestro de la piedad, la palabra saludable, que a muchos llega y subyuga a todos los que llega… Así, pues, como una centella, caída en medio de nuestra alma, se encendió e inflamó el amor al Logos mismo sagrado y amabilísimo, que, por su inefable hermosura, lo atrae todo, y el amor a este hombre amigo e intérprete suyo.

Herido yo principalmente de este amor, me decidí a renunciar a todo lo que parecía atraerme, cosas y estudios, entre ellos los de mis hermosas leyes, así como a mi patria y parientes, a los que aquí estaban y a los que dejé en mi viaje. Sólo una cosa me era ya cara y amada, la filosofía, y este hombre divino, maestro de ella. Y se pegó el alma de Jonatás a David (1 Rey. 18, 1).”

“A estilo muy socrático nos impresionaba a veces, y otras nos derribaba al suelo con su discurso, si alguna vez nos veía de todo punto desenfrenados, como caballos salvajes que saltábamos fuera del camino y corríamos desbocados de acá para allá, hasta que, con persuasión y fuerza, como por un freno, que es la palabra de nuestra boca, con él nos sujetaba y apaciguaba. La cosa no fue fácil ni sin dolor al principio, pues dirigía sus discursos a quienes no estaban aún acostumbrados ni ejercitados en seguir la razón; pero, a la postre, nos purificaba.”

“Educaba racionalmente aquella parte de nuestra alma, a la que atañe juzgar sobre dicciones y razones; no según los juicios de los buenos retóricos u oradores, sobre si la dicción es helénica o bárbara; ésa es enseñanza mínima e innecesaria.”

“Pero nos inculcaba sobre todo lo que es culminación de todas las cosas, lo que constituye el blanco a que apunta todo el trabajo de la casta de los filósofos, que, como de plantación varia, que son las otras disciplinas todas y el largo estudio de la filosofía, recoge los buenos frutos de las divinas virtudes morales, de las que nace la disposición tranquila y constante de las mociones del alma. Así se esforzaba por hacernos insensibles al dolor e indiferentes a los males todos, disciplinados y constantes y semejantes a Dios y realmente bienaventurados.”

“Éste [el Maestro Orígenes]… no se contentaba con explicarnos con sus palabras la teoría de las virtudes, sino que nos exhortaba también a su práctica, y nos exhortaba más con su ejemplo que con sus palabras.”

“Este… fue el primero que me exhortó con sus palabras, pero a la exhortación de palabra había precedido la de los hechos… Yo quería decir que de sí mismo sacaba un ejemplar del sabio; pero nuestro discurso prometió desde el comienzo decir verdad, y no pompa o afectación; por eso no hablo aún de ejemplar de sabio, por más que lo quisiera decir y es verdad… A las obras encaminaba también los discursos, y no pequeña parte de la virtud y hasta, si lo comprendimos bien, tal vez la virtud entera poníala en la teoría o contemplación misma; pero también forzaba, si cabe decirlo así, a obrar rectamente, a obrar justamente por la acción propia del alma que nos persuadió a seguir.”

“Así nos educaba, forzándonos, si cabe así decirlo, a practicar la justicia. Y no menos a ser también prudentes, por la concentración del alma en sí misma y por la voluntad y empeño de conocernos a nosotros mismos; obra ésta óptima de la filosofía, que se atribuye, como imperativo sapientísimo, al más adivino de los démones: Conócete a ti mismo. Y que esto sea realmente la obra de la prudencia y ésta sea la prudencia divina, bellamente lo dicen los antiguos; la misma dicen ser la virtud de Dios y del hombre, dado que el alma se ejercite en mirarse a sí misma como en un espejo y reflejar la mente divina en sí misma, si se ha hecho digna de esta comunión y sigue el rastro de cierto camino, misterioso para ella, de esta divinización.”

“La piedad… dicen –y dicen bien– ser madre de las virtudes. Esta es, en efecto, principio y fin de todas ellas, y, partiendo de ésta, con la mayor facilidad adquiriríamos todas las otras. Si deseamos y tenemos empeño en poseer para nosotros mismos lo mismo que todo hombre que no sea un ateo y voluptuoso debe ser: amigo y abogado de Dios, trabajemos por adquirir las otras virtudes.”

“Todo lo que de provechoso y verdadero hallaba en cada filósofo, lo recogía y nos lo exponía; pero sabía deslindar todo lo falso; sobre todo lo que atañía a la piedad de los hombres.”

“Sobre esto nos aconsejaba no prestar atención a nadie, por más que fuera por todos los hombres celebrado como sapientísimo, sino a solo Dios y a sus profetas. El mismo nos interpretaba y esclarecía cuanto de oscuro y enigmático se nos ofrecía, como se da frecuentemente en las sagradas letras… Como quiera que sea, si se trataba de enigmas, él los aclaraba y sacaba a la luz, por ser oyente fuerte e inteligentísimo de Dios... Es así que el autor de todas las cosas, el mismo que habla a los profetas amigos de Dios y les inspira toda profecía y discurso místico y divino, honrándolo a él por modo igual, lo constituyó intérprete de aquellos oráculos.”

“Él era realmente para nosotros un paraíso, imitación del gran paraíso de Dios, en que no teníamos que cultivar esta tierra de abajo ni alimentar nuestros cuerpos para engordar, sino sólo acrecentar, con alegría y placer, las excelencias de nuestra alma, plantándonos nosotros mismos como árboles hermosos o plantados para nosotros por el que es autor de todas las cosas.”

“¡Qué hermosamente vivía oyendo, en silencio, la palabra de mi maestro! Así debiera haber aprendido a callar también ahora, y no dar el extraño espectáculo de convertir en oyente a mi maestro.”

“¿A qué me lamento de este modo [ante la partida]? Está el salvador de todos, que recoge también y cura a los que están medio muertos y a todos los que han caído en manos de bandoleros, el Verbo, custodio vigilante de todos los hombres. Tenemos también las semillas, tanto las que tú nos hiciste ver que ya teníamos como las que de ti recibimos, que son los hermosos consejos, con que nos marchamos, llorando, desde luego, como quienes parten de viaje, pero llevando con nosotros esas semillas (cf. Ps. 125, 6).”

“Tú, cara cabeza, levántate y, después de orar, despídenos ya, y, pues me has salvado, presente, con tus sagradas enseñanzas, sálvame también, partido, con tus oraciones. Y entréganos y encomiéndanos; pero más bien entréganos al Dios que nos trajo a tu lado; dale gracias por nosotros por sus beneficios pasados y ruégale, para lo por venir, que nos asista en todo momento, inspire a nuestra mente sus mandamientos y nos infunda su divino temor, que será nuestro mejor pedagogo, pues no le obedeceremos, salidos de aquí, con la misma libertad que a tu lado. Ruégale nos conceda algún consuelo por esta separación tuya, y nos mande un compañero bueno, el ángel caminante. Pídele que nos haga volver y nos conduzca de nuevo a tu lado, y éste será nuestro mayor consuelo.”



[1] Extracto tomado de: Apéndices – I, en Orígenes, Contra Celso, BAC, Madrid, 1967, 587-615 [Trad.: Daniel Ruiz Bueno].

miércoles, 5 de junio de 2024

Cultura y Educación

 


Pbro. Dr. Julio Ramón Meinvielle[1]

 

La cultura es un estado de perfección en la línea humana del saber, del obrar y del hacer; comporta madurez. Madurez de las facultades que sólo se alcanzan cuando sus virtualidades operativas se han convertido en hábitos. Los hábitos –cosa muy distinta de costumbres o rutinas que son mera mecánica–, son una fuente de valores vitales, cuyo enriquecimiento se acrecienta con su uso, siempre que sea éste también vital.

La cultura –para merecer el nombre de tal, es decir madurez del espíritu– debe dar frutos que procedan de las fuentes vitales del hombre. Pero, para que ello así acontezca, es necesario que esas fuentes hayan sido previamente enriquecidas desde fuera. Enriquecidas vitalmente, esto es, no por una mera ingestión de conocimientos sino por una comunicación tal que, después de haber sido ellos asimilados multipliquen las fuerzas originarias y las hagan capaces de energías inéditas.

La formación cultural exige una comunicación de espíritus, una coincidencia y encuentro de vidas; porque el saber profundo, vital, es aquel que, para su aparición, ha tocado aquél punto de engarce del alma con sus facultades de donde surge la concepción unitaria de la vida; en último análisis, es una comunicación de vitalidad social. Por esto es tan fuerte y tan ineludible el poder de un medio social. Impregna a los individuos, por todo cuanto les ha comunicado en la modalidad y en la substancia de los conceptos, de los afectos, de las percepciones, para recibir luego de ellos, lo que, en cierto modo, les ha dado. Si alguien, viniendo de otro predio, quisiera permanecer impermeable a las influencias del nuevo medio, tendría que aislarse totalmente; y si, en cambio, quisiera influir sobre él y modificarlo, tendría para ello que transmitirle su propia vitalidad, a través de las condiciones y características de ese mismo medio. Lo cierto es, que no se opera comunicación de almas sino a través de una comunidad vital, de una coincidencia común. Por ello, el lenguaje que es el vehículo de comunicación está tan cargado de cambiante vivencia social.

La cultura es necesariamente vitalista. Y por lo mismo ha de serlo la educación que no es sino la información de la cultura, en sujetos capaces de adquirirla. Si la cultura comporta madurez, la educación supone crecimiento y un moverse de la imperfección a la perfección de la cultura. La educación es, entonces, también necesariamente vitalista.

Si se examinara con detención, la ineficacia y el fracaso de pedagogías y de pedagogos, dotados de excelentes doctrinas, de buenos propósitos, de ingeniosos métodos, llegaríamos a la conclusión de que en la falta de conexión con lo vital radica la causa de tales fracasos.

La orfandad de historicidad, he ahí el mal de muchas pedagogías en las que se respetan los valores eternos del hombre, su metafísica y su teología.

Porque es cierto que el hombre no es pura movilidad. Que es una esencia con un destino y que, en definitiva, toda la tarea educativa debe terminar en un gran éxito de los valores permanentes, de su eternidad. Pero allí está precisamente la cuestión; que la pedagogía es la conducción de alguien que se mueve en el tiempo, y a través del tiempo y anda sumergido en el tiempo. Y nada le llega al hombre que no sea envuelto en el tiempo. Luego, lo eterno le llega a través del tiempo. Pretender que lo eterno le llegue a través de lo eterno, es pretender que no le llegue; pretender que le llegue a través de lo anacrónico, es pretender asimismo que no le llegue. Un saber, un obrar y un hacer ahistóricos son la negación de la pedagogía.

***

Estas reflexiones se le hacen a uno presentes cuando advierte el magnífico despertar a realidades más hondas que se obra en las nuevas generaciones. Hay un tomar conciencia del destino del hombre, del hombre-individuo, del hombre-familia, del hombre-nación, del hombre-humanidad. Hay sobre todo un fuerte y nuevo sentido de la responsabilidad por el niño, el adolescente y el joven de hoy, que serán el hombre de mañana. Y para educarlos se piensa restaurar los valores permanentes de la metafísica y de la teología, volver a la frecuentación de Aristóteles, Santo Tomás y los clásicos y hacer resurgir el sentido heroico de la vida.

Todo ello es exactísimo. Pero si no se dice ni se hace más que esto, se incurre en un gravísimo peligro que, por resultancia, va a poner en peligro, este magnífico intento de restauración de los valores permanentes.

Porque si presentamos esta restauración como una cosa en sí que ha de suplir todo un modo de vida irremediablemente execrable, y no abrimos, en cambio, el ancho y nuevo panorama de las conquistas reales de la vida moderna, y sobre todo su incontenible dinamismo, que, aún para continuar existiendo, exigen y claman por su integración en aquellos valores permanentes, nos exponemos a fracasar, por no haber sabido superar el reaccionismo.

He aquí lo que se debe denunciar seriamente, en estos momentos, en que se trata de imprimir una nueva orientación a la enseñanza primaria, media y superior del país. Pudiera percibirse en la adopción de algunas medidas a criterios, en la designación de catedráticos, en los tópicos y tono de algunos discursos, aun de los pronunciados recientemente en la inauguración de la Escuela Superior del Magisterio, en el Luna Park, un poner el acento en la vuelta o valores del pasado.

Grave peligro. Se olvida que si la metafísica y la teología han de prender en lo social del hombre moderno, si han de morder en su alma, ha de ser por VÍA CULTURAL; es decir, como algo reclamado por sus actuales condiciones existenciales, por su actual historicidad.

Esta es la gran tarea de pensadores y dirigentes. Presentar los valores eternos como solución no meramente abstracta sino vital de las angustias del desgarrado hombre moderno.



[1] Nuestro Tiempo, Nº 7 (11 de agosto de 1944), pag. 4-5. La foto de portada fue generosamente cedida por la Junta de Estudios Históricos del Barrio de Versailles, donde el Padre Julio fue párroco y fundó el Ateneo Popular de Versailles.