martes, 30 de abril de 2024

Conceptos Fundamentales de la Economía

 


Prólogo, por el Dr. Marcelo Ramón Lascano

 

Aun cuando es innecesario prologar un libro consagrado y resulta muy difícil poder agregar algún comentario de trascendencia sobre su contenido debo reconocer que es el empeño del editor el que inspira en definitiva la realización de este prólogo.

Nada de lo que sugiere Meinvielle en Concentos Fundamentales de la Economía puede ser esclarecido o mejorado. Antes bien, una obra admirablemente equilibrada, conceptualmente independiente y lo más destacado, tan cargada de saberes tradicionales, corre el riesgo inmerecido de ver perturbada su armonía a partir de los comentarios convencionales de terceros.

Sin embargo, guardando la fidelidad indispensable que recomienda esa preocupación, acometo la honrosa tarea de formular algunas consideraciones sobre el pensamiento de nuestro ilustre autor, esclarecido patriota y religioso consagrado. Me parece interesante puntualizar aquellos aspectos de la economía que Meinvielle concibió con más originalidad y que se separan del tratamiento convencional de los mismos temas. El criterio escogido para ello no es arbitrario, sino que descansa, básicamente, en el orden de los conceptos según enseña el saber tradicional.

Es común conocer la economía como una disciplina que se ocupa de los bienes sin mayores referencias respecto del hombre como sujeto central de los procesos de cambio. En general, da la impresión de que la economía está constituida por realidades que están fuera del hombre. En efecto, la relación causal se sitúa sobremanera en el campo de los bienes, de las cosas, con independencia de los protagonistas, lo cual es absurdo porque la disciplina es por su naturaleza una ciencia práctica y de realizaciones concretas inspiradas con criterio de eficiencia. La más célebre definición de la economía en cuanto la identifica con la asignación de recursos escasos y de uso alternativo, lo confirma.

A partir de este criterio del Profesor Robbins, la asignación de recursos es el núcleo de la economía. Da la impresión de que los recursos se asignaran por sí mismos, esto es, sin responder a otro criterio rector, y esto constituye una irregularidad lógica, porque el destino de los factores productivos, necesariamente derivado, debe responder a los resultados que se espera de ellos a partir de la definición concreta de recursos disponibles, necesidades a satisfacer y de escaseces. En un orden conceptual más razonable por decir lógico, no debería definirse una ciencia por sus instrumentos o medios sino por su objeto, que en el caso de las disciplinas prácticas, se identifica formalmente con sus propósitos o fines últimos.

A partir de esta pretensión irrumpe la necesidad de humanización de la economía en reemplazo de su "cosificación" como fenómeno reciente. Digo reciente, porque el proceso de cosificación de la economía aparece como inevitable consecuencia de las nuevas concepciones que aparecen durante el siglo XVIII, aunque como siempre ocurre en el mundo de las ideas, con un buen catálogo de antecedentes previos a su formulación ordenada. Hasta los pródromos de la revolución francesa, la economía no constituía una disciplina en el sentido formal del término. El hombre –la persona– ocupaba el núcleo de la acción política y era el soberano quién resolvía, generalmente con criterio político, las necesidades individuales y sociales a satisfacer y la consiguiente asignación de los recursos económicos, a partir de la premisa de que los medios deben ordenarse a los fines. En rigor de verdad, la política comercial, la técnica fiscal, y la administración monetaria constituyen antecedentes para la elaboración de la economía como ciencia, precisamente, por su carácter instrumental.

Como ha señalado Eduard Heiman, las tres revoluciones que conmocionan al mundo intelectual en los últimos siglos facilitan la comprensión de por qué la economía irrumpe tardíamente en el mundo de la cultura y con una fuerza casi sin precedentes. Es la abolición del antiguo orden a través de la revuelta protestante encabezada por Martín Lutero; de la reforma política que supone la revolución francesa y del movimiento romántico del siglo XVIII, lo que deja expedito el camino para que sea el mercado en lo sucesivo y en el príncipe quien resuelva qué hacer, cómo, cuándo y dónde. El gobierno de la ciudad y la preservación del orden natural económico a través del poder político es reemplazado por el gobierno impersonal del mercado, del mismo modo que se pretende imponer el orden social a través del gobierno impersonal de las leyes identificado con la voluntad general de Rousseau. El resultado ha sido un progreso técnico de incalculables proyecciones, acompañado de irritantes desigualdades sociales, de la masificación de los seres humanos y de la mecanización de la actividad económica a extremos incompatibles con la dignidad y armonía que debe presidir las relaciones sociales. En el nuevo sistema, la riqueza de medio pasa a constituir un fin. Es el desenlace que fractura al hombre por dentro y al orden social en muchas de sus manifestaciones cotidianas.

Meinvielle llamó la atención sobre este desenlace resultante de la nueva disciplina, a partir de dos observaciones que no pueden dejar de mencionarse como un mérito indiscutible de nuestro autor. Se trata de la ubicación de la economía en el cuadro general del saber científico y de su vinculación con la moral. En esta inteligencia puntualiza que la economía es actividad humana y que sin acción racional no habría economía. Por cierto, actividad sobre cosas exteriores que son escasas. Ahora bien, a partir de ello, la economía constituye un saber práctico, no teórico, en tanto las operaciones económicas son el resultado de la acción del hombre libre y no realizaciones que se encuentran en la naturaleza y que por definición son independientes de la acción del hombre. Ello no supone negar que se trate de una ciencia sujeta a sus propias reglas, pero es muy importante la distinción, precisamente cuando la influencia de las ciencias naturales y de la matemática han invadido el territorio propio de la economía, quizá desnaturalizándola a propósito de la técnica de modelos y matrices que procuran reducir todo a sistemas, exagerando las posibilidades de sus alcances como herramientas auxiliares que son en nuestra disciplina. La economía, reitera el autor, pertenece al orden de la razón, en tanto ésta se manifiesta como actividad racional dirigida a procurar resultados eficientes. Las ciencias naturales, en cambio, se ocupan de un orden que es en sí, independiente de la razón humana. Esta simplemente lo considera más no lo produce.

De esta apreciación resulta la necesidad de vincular economía con la moral y si se quiere con la política. Vínculo que sin embargo permite distinguir aunque sin separar. Si el ser humano, protagonista de los procesos económicos, constituye una unidad psíquica sujeta a principios rectores, entonces de ninguna manera puede independizar sus actos económicos de sus obligaciones morales, desde que en términos de esa unidad, los comportamientos, en cuanto acciones concretas relacionadas con los semejantes, no admiten desdoblamientos, porque en este caso las reglas de la moralidad resultarían ajenas al deber ser. La relación entre economía y política se ha planteado como subalternación de la primera con respecto a la segunda. Meinvielle sostiene “que la economía es una ciencia práctica que se diferencia de la política, aunque debe por su índole colocarse a su servicio”. Con esta afirmación fractura interpretaciones extremas que pierden rigor lógico e introducen factores de perturbación, como cuando la relación se formula a partir de una hipótesis de dependencia. Para Lenin la política era expresión concentrada de la economía. Para cierto sector de la doctrina, el más abstractista, son esferas independientes. Para algún sector quizá menos gravitante, la economía es inseparable de la política.

La opinión de Meinvielle es la que ubica la cuestión en su justa dimensión. El orden social del cual participa el orden económico es inescindible. Ahora bien, la economía tiene su propio ámbito dirigido a satisfacer necesidades en los planos individual, familiar y colectivo o social, pero de ello no se sigue subordinación. Quizá sea oportuno hablar de integración en el sentido de complementar los fines de una sociedad que se nuclean en la política como síntesis de acciones dirigidas a conseguir el bien común del consorcio político. La economía opera bajo las reglas de la eficiencia y en este sentido tiene carácter normativo, precisamente para conseguir mejores resultados de los recursos escasos. Ello no impide que en algunas ocasiones la eficiencia económica ceda a la conveniencia política por razones de superlativo interés público actual o futuro. Fabricar armas nucleares puede no ser eficiente en un momento dado, pero puede ser conveniente como acto de previsión, propio del adecuado ejercicio de la política. En este caso no hay subordinación. Prevalece la prudencia como virtud rectora.

La metafísica es en cierto modo ciencia de ciencias en tanto incluye en su objeto, por su universalidad, el de las demás disciplinas. Pero de ello no puede válidamente deducirse que aquélla defina el contenido u objeto del resto de los otros saberes. Su cometido, en verdad, se limita a establecer con alguna precisión los límites o alcances de las demás categorías del saber. Por ello vano resulta deducir la economía de la filosofía o confundir política y economía. La política participa del ancho mundo de la moral, pero tiene su objeto circunscripto al bien común a través de la observancia de reglas prácticas. No existe confusión o subordinación. Cada orden tiene su propio campo de acción, eso sí dentro de la unidad que supone la conducta humana como respuesta a su condición de creatura superior, sujeta a ese orden total que en definitiva es de naturaleza moral.

La economía, diferente de la moral y de la política, no puede ser neutral frente a los fines superiores del hombre en sociedad, y en este orden, debe, con sentido de finalidad, ponerse al servicio de aquéllos. En esta inteligencia, nuestro autor plantea como “enteramente inaceptable la pretensión de los economistas que quieren hacer de la economía una ciencia neutra frente a lo que ellos denominan las doctrinas”. La respuesta es sencilla, aunque cobija dificultades en la vida de relación entre intereses. En efecto, pues en definitiva, aunque el economista o el operador económico crea en la neutralidad, en última instancia actúa condicionado por los valores incorporados que ha registrado su modo [de][1] pensar, seguramente influenciado por alguna doctrina de vigencia más o menos formal. El drama, desde la óptica de la cultura, es que quien así actúa, desconoce la lógica y los orígenes de su modo de actuar, que es el resultado de su modo de pensar. Tenía razón Keynes cuando afirmaba que los hombres de negocios que se creen exentos de influencias intelectuales tal vez sean víctimas de las ideas de algún economista difunto.

Con esa misma claridad con que Meinvielle ha encarado el tema de la economía en el cuadro general del saber científico, acometió profundizar el tema de la oferta y la demanda, tan caro al pensamiento liberal y a la suerte del sistema económico que encuentra precisamente en el mercado una de sus manifestaciones o fundamentos definitorios. Para nuestro autor, la ley de la oferta y de la demanda tiene carácter inexorable, porque está íntimamente ligada “con la realidad más primaria de la economía”. Pero a renglón seguido puntualiza que, sin embargo, la tentación de hacer operar sus mecanismos en provecho propio, impide que los sujetos económicos puedan quedar automáticamente a expensas de su funcionamiento. No se trata de suprimir o regular el cambio que constituye “ex definitione” el núcleo del proceso económico sino de moderar sus consecuencias para evitar rupturas en el equilibrio natural que debe presidir las prestaciones económicas, como parte de una madeja mucho más compleja de relaciones sociales.

Es la ley de la reciprocidad en los cambios la que debe regir, inseparablemente, las transacciones, para evitar que una vez celebradas éstas, alguna de las partes quede más rica que antes a expensas de un tercero. Algún autor liberal ha sugerido la inoperancia o inconsistencia de este principio, porque nadie participa del intercambio sino es para ganar. Esta afirmación supone una equivocación básica. El principio no impide acrecentar el enriquecimiento, pero lo condiciona para que no se realice en proporción al empobrecimiento de otros. Cuando la renta nacional no registra modificaciones, la mejoría de unos inevitablemente se explica por el perjuicio de otros. Aquí la irrupción de plusvalías es un resultado que no puede conducir sino a la fractura de la concordia política, a la acumulación desproporcionada de riquezas y a la lucha de clases. El ciclo económico tiene parte de sus orígenes, precisamente, en desproporciones como las que resultan de la inobservancia ética de la ley de reciprocidad en los cambios, una de cuyas manifestaciones más ostensibles es la vigencia de relaciones internas y externas de dominio o sujeción entre personas o naciones.

La relación de dominio entre personas se pone de manifiesto cuando a partir de una posición ventajosa se aprovecha de ésta y no se entrega lo que es debido en cantidad y calidad como contraprestación. El hecho de que no siempre se pueda precisar el alcance exacto de lo debido, no le niega virtualidad al principio, como tampoco lo niega la dificultad de medir con exactitud la utilidad del consumidor frente a diferentes dosis de un mismo bien. Aquí la idea de razonabilidad de las pretensiones yace en el centro de la cuestión, como sucede con los alcances de la razón jurídica, no siempre sujeto a la medida de la expresión numérica. La vigencia del monopolio operando alejado del punto de Cournot, maximiza beneficios sin quizá difundir bienestar en la sociedad, o "bien ser" como expresión más ambiciosa y acertada de Fanfani. Es Meinvielle uno de los de la razón jurídica, no siempre sujeta a la medida periferia, hoy tan difundida, sobre todo por Prebisch, para poner de manifiesto relaciones de dominación entre los países. En efecto, en la primera edición de esta obra, denuncia el fenómeno como una concreta manifestación de ruptura de la ley de reciprocidad en los cambios, en tanto suscita acumulación de riquezas en unos países correlativas con el empobrecimiento de otros. Luego, la discordia entre las naciones tiene sus puntos de referencia también, o entre otras cosas, en la ruptura del principio que comentamos, en tanto las inversiones directas antes, financieras hoy, y aún el intercambio de bienes y servicios, no guardan un adecuado "do ut des" que los legitime.

Sería abusar de la paciencia del lector extender los alcances de este prólogo. Sin embargo, a propósito de su actualidad, parece oportuno detenerse brevemente en el tema de la intervención del estado en la vida económica. Meinvielle, siguiendo como en toda su vida intelectual el pensamiento tradicional de Aristóteles y de los Padres de la Iglesia, culmina sus razonamientos sobre el particular, significando que el estado no puede dejar de intervenir en la vida económica de la comunidad, aunque no lo quiera la intransigencia liberal, porque en ese caso serán inevitablemente los grupos de intereses prevalecientes quienes orientarán en su provecho los destinos de la organización productiva. Con esta línea de razonamiento se aparta del tratamiento ideológico del tema para incorporarlo en el plano del realismo político y de la filosofía práctica.

No se trata de un tema para debate, sino de la recta interpretación del mismo con la finalidad de tratarlo según los postulados del bien común como fin último del buen gobierno. De esta apreciación resulta que la cuestión tampoco debe ser examinada según criterios cuantitativos. En rigor de verdad, la intervención debe merituarse en función de lo que el estado hace para afirmar la felicidad del pueblo como sostenía Platón pensando en el gobierno de las leyes. Sería temerario suponer que la estabilidad o el desarrollo económico pudieran concretarse sin el concurso de la acción estatal, que no tiene por qué inscribirse en la acción económica directa, sino más bien en crear las condiciones propicias para lograrlo, siempre con arreglo a las circunstancias espacio-temporales predominantes, donde en ocasiones, el solo hecho de remover los escombros que dificultan el desenvolvimiento de los negocios, puede, por sí mismo, contribuir a mejorar el nivel de vida de los pueblos, que constituye también una manera de promover en definitiva la práctica voluntaria de la virtud, por lo menos como fenómeno colectivo, ya que la indigencia según "communis consensus" sino la obstaculiza, al menos la debilita.

La irrupción del neoclasicismo con Marshall, Menger, Walras, Jevons, alrededor de 1870, precisamente como propósito de adecuación de la teoría económica a la realidad de su tiempo, está inspirada en los desajustes resultantes del modelo clásico donde el estado virtualmente no tenía cabida. Ni la economía cosmopolita de Adam Smith, ni la ley de mercados de Say-Ricardo, habían conseguido el equilibrio general del sistema o dominar las denominadas fluctuaciones cíclicas. Como subproducto, en el mejor de los casos, de la espontaneidad del sistema económico. El socialismo utópico a principios del siglo XIX y la refutación del socialismo científico de Marx y Engels a mediados de la misma centuria, son precisamente respuestas al caos recurrente que experimentaban las economías nacionales sin otra consigna que esperar hasta que la recuperación sobrevenga, también espontáneamente. El triunfo del keynesianismo durante la virtual agonía del capitalismo, allá por los años treinta, significó en ese particular contexto, reflotar al sistema a partir de la acción estatal, a la sazón única alternativa viable para conseguirlo sin peligrosas demoras. Las desviaciones que la política intervencionista suponga en términos de otras valoraciones, de ninguna manera legitima proclamar una neutralidad que no es sincera y que consciente o inconscientemente se traduce en la supremacía, cuando no en la omnipotencia, de quienes proclaman una libertad irrestricta que no concluye sino subalternizando todo el orden político, económico y social. Veritas filia temporis. ·

 

 

Prólogo (I-X), a Meinvielle, J. (1982). Conceptos Fundamentales de la Economía. 3º ed. Buenos Aires: Cruz y Fierro Editores.

Originalidad de la Doctrina Económica de Julio Meinvielle (223-231), en AAVV. (2023). Julio Meinvielle: Una inteligencia Católica. San Rafael (Mendoza): EDIVE.



[1] Falta en el texto original. Juzgamos que por error de tipeo. [N. del E.]

sábado, 27 de abril de 2024

Chapultepec

 


 

Balcón[1]

La firma de las actas de Méjico marcó una etapa regresiva en esa combinación alterada de sístoles y de diástoles que fue nuestra política exterior durante los últimos años. Resultó poco airosa nuestra tardía adhesión, por referirse a un pacto que no habíamos contribuido a elaborar, y por la obligación simultánea que comportaba de ingresar nominalmente a una guerra en estado de postrimería.

Tal poderosa fue la afirmación de personalidad realizada por el país a despecho de sus “conductores responsables”, que no habría por qué mentar el episodio de Chapultepec si el Congreso no se hubiera visto abocado a la ratificación de los sesenta tratados que incluye. Cuando el Presidente[2] se refirió al tema en sus mensajes del 4 y del 26 de Junio, expresó claramente sus dudas sobre la coherencia de los pactos con el interés nacional. Un mes y medio más tarde –en una conversión que ya no puede desgraciadamente asombrarnos– se dirigió nuevamente al Congreso, esta vez solicitando, en nombre de la “continuidad de nuestra política exterior”, la ratificación de los tratados firmados por su predecesor.[3]

Los compromisos de Méjico contienen restricciones muy graves a la soberanía. Considerados en sí, son ya bastante lesivos como para que el país los rechazara de plano, del mismo modo que el parlamento norteamericano repudió el tratado de Versalles un año después de su sanción. Pero más aún que sus disposiciones concretas, es su dinámica, la tendencia que traducen, lo que más violentamente atenta contra la entraña misma de nuestro ser nacional.

Es que tras el articulado de las actas de Chapultepec debemos señalar el más vigoroso intento hasta hoy realizado de imponer una nueva religión a los pueblos americanos. El mito del panamericanismo es, en efecto, un mito esencialmente religioso. Vaciado de todo sentido católico, se nutre del mesianismo protestante de los “Pilgrims Fathers” y del iluminismo masónico del siglo XVIII. ¿Cómo es posible que un país temporalmente refractario a sus postulados básicos haya aceptado tan rápidamente sus formalismos externos y se decida inclusive a emplear su chocante vocabulario? Sólo cabe atribuirlo a la trágica depauperación cultural que nos aflige y que fielmente se encargan de traducir nuestros elencos dirigentes.

El gran peligro de Chapultepec radica en que más que una meta es apenas una etapa. Todo el equívoco padecido por la mayoría de los gobiernos argentinos al considerar el conflicto con los Estados Unidos yace en creer que las dificultades existentes podrían solucionarse mediante el otorgamiento de determinadas concesiones precisas. Por eso fuimos, no sin cierta ingenuidad, a la ruptura y a la guerra. Error profundo, puesto que de lo que en realidad se trataba era de adherir a un espíritu más que de realizar tales o cuales prestaciones corporales. De ahí que, aun antes de formalizada nuestra conformidad definitiva con los tratados de Méjico, se nos aparezca ya en el horizonte el fantasma de nuevas obligaciones, reclamadas con el tono perentorio que demasiado conocemos: el pacto de asistencia mutua, la alianza militar, la participación en una guerra cuyo sentido último no nos ha sido revelado.

El único procedimiento para liquidar definitivamente el conflicto con Estados Unidos es abordarlo francamente en sus instancias más altas. Hay que decirle a la Unión en lenguaje inteligible e inequívoco que esa alma que ellos pretenden, nunca la van a obtener, que la fórmula del “respeto recíproco” supone para nosotros algo más que la salvaguardia de las formas externas de la soberanía, e incluye la aceptación explícita de la pluralidad de culturas en el continente americano, que no queremos un panamericanismo que disfrace construcciones superestaduales, que sobre esas bases es posible y deseable una cooperación eficaz de Estado a Estado en los aspectos no despreciables en que coinciden nuestras aspiraciones y nuestros intereses, que no estamos desesperados por liquidar el conflicto y que cualquier bloqueo diplomático o económico –la experiencia lo ha demostrado– sólo redundará en nuestro beneficio. Nunca han sido mejores nuestras relaciones con Estados Unidos que las veces que hemos empleado el lenguaje claro de los hombres dignos.

Mas, para plantear las cosas en esos términos, hay que pensar, sentir y obrar en consecuencia. Sólo con sensibilidad para los valores del espíritu y con una conducta perseverante se puede hoy dirigir rectamente la política internacional de la Nación Argentina.

 

 

Balcón, 12 (23 de agosto de 1946), 1.



[1] Como el artículo aparece firmado por la misma revista, sin duda se debe a la pluma de su Director, es decir al Pbro. Julio Meinvielle. Apoyamos nuestra conjetura en el hecho que todos los artículos escritos por la editorial que aparecen firmados con el nombre de “Presencia”, en la siguiente revista que fundó el citado sacerdote, luego fueron todos juntos editados con el nombre de “Política Argentina 1949-1956”. [N. del E.]

[2] Desde el 4 de junio de 1946 al mismo día, del año 1952, tuvo lugar la primer Presidencia del Gral. Juan Domingo Perón. [N. del E.]

[3] El predecesor del Presidente Perón fue el Presidente de facto Edelmiro Julián Farrell, que gobernó La Argentina desde el 9 de marzo de 1944 al 4 de junio de 1946. [N. del E.]

viernes, 26 de abril de 2024

Antropología Filosófica

 


Pbro. Dr. Julio R. Meinvielle

 

 

El tema del hombre concentra en torno de sí toda la especulación filosófica. Porque siendo el hombre compendio del universo e imagen de Dios, la posición que frente a él adopte la mente humana, implicará asimismo la que adopte frente al mundo y frente a Dios. De aquí que la “Antropología Filosófica” que Ernst Cassirer nos ha dejado, como fruto maduro de intensa labor intelectual, encierre lo más expresivo de su pensamiento, tan laboriosamente consignado en su gran obra “Filosofía de las Formas Simbólicas”.

Las múltiples y diversas manifestaciones de la vida humana que se expresan y contienen en una cultura determinada – p. ej.: La Ilustración, para referirnos a una expresión cultural tan prolijamente estudiada por Cassirer – comportan, sin lugar a dudas, una unidad. Pero el problema se torna interesante, cuando se trata de determinar la naturaleza de esta unidad, vale decir, qué implicaciones importa en la realidad misma del hombre. Veamos, cómo se explica Cassirer.  La filosofía de las formas simbólicas, dice en su Antropología, pág. 133, parte “del supuesto de que, si existe alguna definición de la naturaleza o esencia del hombre, ésta debe ser entendida tan solo como una definición funcional y no substancial. No podemos definir el hombre mediante ningún principio inherente que constituya su esencia metafísica, ni tampoco por ninguna facultad o instinto congénitos que se le pudiera atribuir por la observación empírica. La característica sobresaliente y distintiva del hombre no es una naturaleza metafísica o física sino su obra. Es esa obra, el sistema de las actividades humanas, lo que define y determina el círculo de humanidad. El lenguaje, el mito, la religión, el arte, la ciencia y la historia son otros tantos “constituyentes”, los diversos sectores de este círculo. Una filosofía del hombre sería por lo tanto, una filosofía que nos proporcionara la visión de la estructura fundamental de cada una de estas actividades humanas y que, al mismo tiempo, nos permitiría entenderlas como un todo orgánico. El lenguaje, el arte, el mito, y la religión no son creaciones aisladas o fortuitas. Se hallan entrelazadas por un vínculo común. Pero no se trata de un vínculo substancial, como el concebido y descrito por el pensamiento escolástico, sino, más bien de un vínculo funcional.”

Esta definición cultural del hombre, intentada por Cassirer en un esfuerzo por superar la vieja definición aristotélico-tomista, mide lo que de valioso y débil encierra su concepción y método filosófico. De valioso digo, porque el conocimiento de la obra del hombre, totalizada en la unidad funcional de una cultura, y mejor aún, en el desenvolvimiento de las culturas que han dejado su huella en la historia, nos ayudan a comprender, en toda su abarcadora amplitud, las posibilidades concretas de la especie humana. Cassirer, al estimar como patrimonio exclusivo del hombre lo que él llama su pensamiento simbólico con toda la riqueza de cultura que este vocablo encierra, ha señalado el abismo insalvable que media entre él y las otras especies animales.

De débil, digo sin embargo, porque Cassirer juzga que esa obra cultural del hombre, y sólo ella, le define y constituye. Cassirer pareciera oponer lo “funcional” a lo “substancial”, la cultura a la realidad metafísica o física del hombre. Pero ninguna unidad o vínculo funcional tiene sentido si no se admiten realidades que funcionen; si no se admiten unidades reales, que sean centro y principio de unificación de la obra que se realiza. La cultura que nos revela la naturaleza del hombre, como el efecto manifiesta la causa, supone su realidad substancial, tanto en el plano físico como compuesto de cuerpo y alma, cuanto en el plano metafísico, definido como animal racional. La cultura no constituye sino que supone una antropología y la antropología supone y está suspendida, en el orden ontológico, de una metafísica.

Los primeros principios de los seres y del conocimiento, es cierto, no nos descubren el hombre y, mucho menos, nos revelan su inexhaustiva realidad. Pero toda la observación de la obra cultural del hombre, por exhaustiva que se la suponga, es, a su vez, radicalmente incapaz para descubrirnos la más ínfima realidad del hombre si aquellos primeros principios del ser y del conocer no la mueven y dirigen. Tan cierto es ello que la misma obra de Cassirer en lo que puede significar de positivo aporte cultural ha de ser interpretada con referencia al ser. Porque lo que no es ser, es nada y la nada, nada es.

Los supuestos kantianos vician toda la obra de Cassirer. ¿Qué son, en efecto, estas funciones que ni son substancia, ni se apoyan en realidad substancial? ¿Cómo se mueven sino se asigna el principio eficiente y el final de su movimiento? Toda antropología es radicalmente imposible, aún en la comprensión de sus meros aspectos culturales, en caso de que pudieran ser estos desgajados de la realidad substancial del hombre, si no se tiene presente que la perfección cultural se funda en perfección substancial del hombre. Santo Tomás lo ha dejado consignado en forma decisiva e irrebatible, cuando escribe: “Debe decirse que hay dos clases de perfección de una cosa: primera y segunda. Por la primera es perfecta la cosa en sus substancia; perfección que es la forma del todo, que resulta de la integridad de las partes; la segunda, es el fin, que consiste o bien en una operación, como del citarista, el tañer; o en algo a que se llega por la operación como la casa construída es el fin del constructor. Mas, la perfección primera es causa de la segunda, puesto que la forma es el principio de la operación. Así, pues la perfección última, que es el fin del universo entero, consiste en la bienaventuranza de los santos y se realizará en la consumación del tiempo; más la perfección primera cifrada en la integridad del universo quedó consumada en la primera institución de los seres.” (Sum. Teol. I, 73, 1).

Cassirer que no ha sabido liberarse de las redes del idealismo kantiano ignora esta doble perfección del hombre. Aquella perfección primera que es natural y sobrenatural porque tal salió el hombre de las manos del Creador; la natural que conoció la filosofía griega y que tan maravillosamente nos transmitió Aristóteles con su teoría del alma intelectiva, forma del cuerpo orgánico y aun aquella perfección sobrenatural, conque, por encima de las exigencias naturales, quiso Dios agraciar al hombre, y de la que se ocupa la teología. Ignora asimismo la perfección segunda que consiste en el acrecentamiento intelectual, moral y artístico del hombre y que se mide por relación a los dos fines supremos, natural y sobrenatural, a que ha sido destinado.

Este fin constituye precisamente la regla de valoración de los materiales que nos ofrece la actividad cultural del hombre. Si se ignora el fin que ha de poner en marcha el funcionamiento antropológico, cualquier funcionamiento es igualmente legítimo y valioso. Es lo que ocurre precisamente en la obra de Cassirer que comentamos. Todas las manifestaciones de la vida humana, mito, religión, lenguaje, ciencia y arte de las más diversas civilizaciones parecieran situarse en un mismo y único plano de valoración. Y si hubiere de admitirse una jerarquía de diferenciación, lejos de favorecer a la religión verdadera, y aun a la ciencia, al arte y al lenguaje verdadero, vale decir, a aquellas que verdaderamente perfeccionan al hombre porque le conforman con el fin – fuera y por encima de él – para que fue creado, favorecería a las falsas y funestas. Porque para Cassirer “la cultura humana, tomada en su conjunto, puede ser descrita como el proceso de la progresiva autoliberación del hombre. El lenguaje, el arte, la religión, la ciencia constituyen las varias fases de este proceso. En todas ellas el hombre descubre y prueba un nuevo poder, el de edificar un mundo suyo propio, un mundo ideal.” (Antropología filosófica, 412).

Si el hombre fuera Dios, esto es, si tuviera dentro de sí el principio y el fin de su existencia, podría darse el lujo de hacer consistir la razón de su ser en “edificar un mundo suyo propio, un mundo ideal”; pero si por naturaleza es un ser “religado”, en frase de Zuviri, su actividad sólo le dignifica, sólo puede estimarse cultural, cuando se endereza hacia Aquel que es principio y fin de su existencia.

 

 

Revista Balcón, 11 (16 de agosto de 1946), 5 - 6.

martes, 23 de abril de 2024

El Sabio y la Civilización

 


Si el hombre culmina en la contemplación de la Verdad y en la posesión y fruición del Bien, la civilización, que no es otra cosa que el hombre que se perfecciona proyectado en su propia sociedad, debe asignar al sabio la supremacía sobre todos los valores y funciones que en sí encierra.

Las excelencias del sabio han sido expuestas por santo Tomás con su lucidez característica en un hermoso capítulo de la Suma contra gentiles. Dice así (Libro I, c. 1): “El uso general, al que debemos atenernos para denominar las cosas (Arist., Top., II, 1), estableció que se llamen sabios los que rectamente las ordenan y las gobiernan con perfección. De aquí se deduce que, entre otras cosas propias de los hombres que saben, para el Filósofo hay una que se destaca: que es propio del sabio el ordenar (Metaph., Proemio, 2). La regla de gobierno y de orden de todo lo que hay que gobernar y ordenar en vista de un fin predeterminado, hay que pedirla a este fin, pues entonces se dispone perfectamente cada cosa, cuando a su fin convenientemente se ordena. Pero el fin de cada uno es el bien; y por eso vemos que entre todas las artes hay una gubernativa y como principal y fin de las otras. Así, entre las artes de curar, después de la medicina está como principal la farmacia, y a ella se ordena cuanto a la salud se refiere, y por eso se la llama medicinal, siendo su fin todos los compuestos y preparaciones que corresponden al arte del laboratorio. Análogamente tenemos el arte del pilotaje para la marinería, y para la milicia el arreglo de la caballería y de todo el bélico aparato. Todas esas artes que ejercen el principado entre las demás, se llaman arquitectónicas, y los que a ellas se consagran como artífices, mereciendo llamarse arquitectos, reivindican para sí el nombre de sabios. Mas, porque todos esos artífices sólo son tales respecto del fin particular de algunas cosas, y no se ocupan de investigar el fin universal de todas, se llaman sabios en aquella arte en que se ejercitan, al modo que se dijo: eché el cimiento como sabio arquitecto (1 Cor., III, 10). Mas el nombre de sabio, en su pleno sentido, suele reservarse para aquellos que estudian el fin universal, que es también el principio de todo. Por eso el Filósofo (Metaph., Proemio, c. 2) afirma que es oficio del sabio considerar las causas altísimas de las cosas.”

Al sabio, pues, corresponde la más alta función en una sociedad humana ordenada. Y aquí sabio se debe entender en sentido formal y pleno: formal, es decir considerado en atención a las exigencias intrínsecas de la sabiduría; y pleno, es decir, considerando esta sabiduría en su más eminente ejercicio, que es el de la divina contemplación. Esta, aunque en su acto es puramente especulativa, supone en el sujeto contemplante el ordenamiento previo de su vida moral práctica. Porque el que no se ha rectificado en sus pasiones y en su voluntad para enderezar toda su acción en derechura del último fin, no podrá contemplar este fin, ni plena ni establemente. “La felicidad –dice santo Tomás– consiste en la operación del entendimiento especulativo más bien que en el práctico; lo cual se funda en varias razones, y una de ellas es la siguiente: que, debiendo ser la más excelente operación del hombre, su asiento ha de ser aquella potencia que tenga más excelso objetivo; es así que esta potencia es el entendimiento, cuyo objeto, el sumo Bien, es el mismo Dios, el cual no es objeto inmediato del entendimiento práctico, sino del especulativo. Luego, la bienaventuranza o felicidad consiste en dicha operación, a saber, en la contemplación de las cosas divinas.” (I-II, 3, 5).

Para que a nadie sorprenda demasiadamente la primacía que aquí se reconoce al sabio, apresurémonos a advertir que esto no puede ser de otro modo si antes reconocemos análoga primacía a la Verdad, con todos los valores espirituales que le son anejos, y con esa independencia absoluta de cualquier humana determinación, que le es propia. Y esto vale aún respecto a las verdades auténticas de las Matemáticas, del Derecho y de cualquier otra ciencia. La Verdad es independiente de toda voluntad humana, y para que haya perfección en el hombre ella debe prevalecer. El matemático podrá estar sujeto al poder público; pero no las matemáticas. El jurista también podrá estarlo; pero no la justicia ni el derecho.

Por tanto, los valores de la inteligencia, en toda la vasta escala de las ciencias empíricas, matemáticas, físico-matemáticas, filosóficas, sociales, hasta en los dominios de la comunicación con Dios, y por ende la misma religión, se desenvuelven libres y soberanos por encima de todas las otras actividades humanas que no gozan de tal independencia.

De aquí que el sabio –en cuanto sabio– se mueva en el firmamento libérrimo de los espíritus. La sabiduría es la libertad. No precisamente, la libertad en el sentido de poder moverse caprichosamente en esta o en aquella dirección, hacia la verdad o hacia el error, al bien o al mal, sino el poder moverse indefectiblemente, pero sin estorbos extrínsecos, hacia su objeto propio, que es la Verdad. Lo que santo Tomás enseña respecto de la acción del Espíritu Santo en las almas que mueve la voluntad, inclinándola por amor hacia su verdadero bien, suprimiendo las dos servidumbres del hombre, tiene aplicación respecto del sabio, en cuanto sabio. Dos son, en efecto, las servidumbres que se ordenan a la verdadera libertad. La servidumbre de la pasión, que al interponerse entre la voluntad y su verdadero bien, la esclaviza a algo extraño; y la servidumbre de la ley, cuando la voluntad se somete, de mal grado, a lo que ella prescribe. Pero el sabio plenamente sólo alcanza la contemplación cuando, rectificada por entero su voluntad, se mueve sin esfuerzo a la virtud, de suerte que sin perturbaciones puede entregarse a la contemplación de la verdad. “Cuando el Espíritu Santo inclina por amor la voluntad al verdadero bien al cual está naturalmente ordenada, suprime tanto la servidumbre de la pasión y del pecado, con la que el hombre obra contra el orden de la voluntad, como la servidumbre por la cual obra contra el movimiento de su voluntad, en sujeción es cierto, a la ley, más como siervo de la ley, no como amigo. Por lo cual el Apóstol dice: Donde está el Espíritu Santo, allí, está la libertad (II Cor., III, 17); y si os gobernáis por el Espíritu, no estáis debajo de la ley (Gal., V, 18).”[1] Enseña también santo Tomás (I-II, q. 96, a. 5) “que los hombres virtuosos y justos no están sometidos a la ley, sino sólo los malos, porque obran como constreñidos y como violentándose.” Para los justos no ha sido puesta la ley (Rom. XIII, 1) porque ellos se constituyen en ley de sí mismos (Rom. II, 15). El sabio, entonces, situado en la contemplación de la Primera Verdad, contempla desde allí todas las cosas, aún las más ínfimas, como las que se refieren al bienestar corporal, y hacia allí lo ordena todo. En esta referencia al Primer Principio, el auténtico sabio encuentra el orden de todas las cosas y con él la felicidad y la libertad verdaderas. Allí descubre los principios que deben regir a los hombres, tanto individuales como agrupados en sociedades, y después de haber descubierto esos principios, los comunica, por la persuasión, a aquellos que pueden y que quieren aprenderlos. El sabio, en cuanto sabio, está fuera y por encima de la vida social. “La soledad, dice Santo Tomás (II-II, q. 188, a. 8), compete al contemplativo que arribó ya a lo perfecto. […] Por tanto, así como lo que ya es perfecto prevalece sobre lo que se ejercita para alcanzar la perfección, así la vida de los solitarios, si se lleva sabiamente, prevalece sobre la vida social.” Claro está que esa libertad soberana, alcanzada por el sabio como fruto de victoria sobre la rebelión de sus potencias, y la consiguiente soledad, en cuya fruición ha entrado, no son sino la participación de aquella Verdad y de aquel Bien que, enlazando y aprisionando nuestra inteligencia y nuestro afecto racional, disuelven todas las ataduras, rompen todos los nudos, y comunican el desapropio y la soledad necesarios para eludir la baja compañía de los bienes inferiores, de aquellos bienes que impedirían saciarnos cumplidamente de la conquistada plenitud.

No ha escapado a la perspicacia de los doctores escolásticos la aparente contradicción de esta tesis con sus propios principios, en una conclusión que parece imponerse: la libertad solitaria del sabio se opone al bien de la vida social. Tal conclusión sería válida, si la vida social debiera coronarse de soledad individual; si la fuga, el abandono, el desprecio de la sociedad por el individuo fuera el fin de la misma vida social. Pero no es así, por cierto; sino que esta soledad del sabio, lejos de ser la farouche indépendance del que está solo consigo mismo, es la humilde participación de otra sociedad más elevada, participación a la cual debe tender la misma ciudad terrena. “Y por esta razón, (dice el autor que completó los Comentarios de santo Tomás a la Política de Aristóteles), la vida contemplativa de toda la ciudad es simplemente mejor que la vida contemplativa de uno solo, y asimismo lo es la vida práctica civil respecto de la de un solo individuo. Y esto es lo que quiso significar Aristóteles en el Libro I de la Ética, a saber: que si el bien de un ciudadano se comparte sin disminución entre todos, mayor y más perfecto será el bien de la ciudad que el del individuo. Porque, si amable es para uno solo, mejor y más divino ha de ser para todo un pueblo y ciudad; lo cual se entiende con sólo advertir que la vida contemplativa de la ciudad, que es el bien de que venimos hablando, se compara a la vida contemplativa del individuo, como el todo a una de sus partes; y no hay duda que el bien del todo tiene razón de mayor y más perfecto que el bien de cualquiera de las partes que le integran.” (In VII, lectio 2).

El hombre plenamente sabio está capacitado para vivir (sin perder nada de su plenitud) lejos de la vida civilizada. Esta es sólo un medio; y una vez adquirido el fin hacia el cual se ordenaba, el medio resulta superfluo. Mas no todo concluye ahí. Los términos de la relación cambian de signo; y el que antes estaba en déficit, y recibía, se trueca en dispensador de su propia abundancia. De modo que el hombre perfecto, aunque se retraiga en su soledad, y en cierto modo se aísle, no lo hace para tomar una actitud enconada o desdeñosa ante la civilización; muy por el contrario, lo hace para comunicar a la misma civilización ciertos valores de tal categoría, que sólo en esa soledad es dado adquirir, y que sólo desde ese aislamiento pueden ser comunicados. La misantropía arguye imperfección.

El mal, menos enérgico que el bien, pero más abundante, impide que la vida civil alcance alguna vez el desiderátum de perfección contemplativa. Puede anticiparse, sin incurrir en pesimismo, que la irremediable sujeción de hombres a hombres dentro de los regímenes temporales hará siempre imposible la realización de ese término ideal. Pero debe afirmarse que la ciudad, tendiendo con amor a ese objetivo, está obligada a superar la vida sensual y egolátrica en que hoy se encuentra profundamente sumergida. Superación como la que hoy necesitamos se obtuvo en notable medida durante la Edad Media; y eso fue así, porque nunca la vida civil se benefició de las virtudes del contemplativo en tan alto grado como entonces.

Atentos a lo que de hecho y más frecuentemente acaece, podemos decir que la vida propia del sabio, más ceñida a la especulación que a la práctica, tiende a desligarse de las vicisitudes económicas, políticas y culturales que embargan la mente del ciudadano; y por eso mismo, forma su ambiente propicio en la soledad; mientras que la vida civil, mucho más práctica que contemplativa, recibe su ser y su incremento de la estrecha comunicación de bienes culturales, políticos y económicos. Pero el sabio, amigo excelente de los hombres, celoso guardián de un tesoro de principios inmutables, es garantía de incorrupción para la ciudad. Porque ésta, que bulle y prospera en afanoso cultivo de virtudes y en dramática guerra con los vicios, no podría ejercer eficazmente la actividad moral que le es propia, si la libertad de la sabiduría no diera su norte y su luz a la prudencia, virtud rectora de la vida civil.

 

 

Itinerarium, enero-febrero de 1946, 4, 80-87.



[1] La cita corresponde a C. G., L. IV, c. 22, n. 6. Falta en el texto original.

Las comillas en el texto aparecen cerradas en la frase: “siervo de la ley, no como amigo”, pero las dos citas a continuación del Apóstol también la realiza Santo Tomás. Por ello se arregló el texto, en base al original, del Doctor Angélico.

lunes, 22 de abril de 2024

Declaración de Sacerdotes Argentinos

 


Un hecho de excepcional gravedad

La vida argentina ha sido conmovida por un hecho de excepcional gravedad. Después de cien años desde la muerte de Urquiza se repite un crimen abominable, totalmente ajeno a nuestro modo de ser nacional: otro ex – presidente ha sido asesinado.

Y cuando el coro de repulsas a absolutas es prácticamente unánime en nuestra desintegrada Argentina, sólo un sector silencia su voz o es representado por expresiones que disuenan y hieren la conciencia nacional. Porque van ellas desde la condena en sí pero suave, retaceada y matizada, hasta las explicaciones insensatas y las defensas personales más o menos abiertas, y hasta la apología misma del crimen.

¿Qué pasa, pues, con nuestra Iglesia argentina, otrora hidalga, noble y benefactora, y dedicada toda de lleno a conducir sus conciudadanos por caminos elevados de luz y de amor?

¿Cómo es que hoy desintegra cuando siempre vivificó, ennobleció y preservó el cuerpo nacional desde su cuna?

¿Y qué pasa con la Iglesia de tantas partes, desde las cuales llegan también hasta nosotros ecos desconcertantes?

 

Esencia y misión de la Iglesia

Hace casi dos mil años que existe la Iglesia Católica.

Fundada por Jesucristo, en quien Ella reconoce al Hijo mismo de Dios, ha cumplido hasta el presente la misión que Él le encomendara de enseñar a todos los hombres que tienen ellos en Dios –Creador, Gobernador y Juez– un Padre dispuesto a perdonarles sus ofensas, a comunicarles su propia vida divina, a considerarlos por ende y a tratarlos como a sus hijos, a ayudarlos durante su existencia temporal aquí abajo, y a conducirlos con seguridad a la posesión de una vida de comunión íntima con Él, inefable y sin fin, más allá de la muerte corporal, en el cielo.

Su fin último esencial, la gloria de Dios, que coincide con la felicidad del hombre, sólo se alcanza plenamente en el más allá. Por eso la Iglesia tiene poderes directos únicamente en lo relativo a esa gloria y en la conducción de los hombres hacia ese fin último trascendente. Pero como esa gloria ya empieza a labrarse en este mundo y como ese fin hay que merecerlo precisamente aquí abajo, viviendo rectamente la vida temporal y construyendo a esta tierra según los planes de Dios, la Iglesia ha recibido también de Jesucristo poderes indirectos sobre los asuntos profanos: poder de dar doctrina, poder de proporcionar ayuda espiritual –sanante de la oscuridad, debilidad y desorden de nuestras potencias– y poder de orientación, para que a la luz del fin eterno sepamos prudencialmente utilizar las cosas de este mundo, también en nuestro beneficio temporal. Y sólo supletoriamente, cuando en alguna circunstancia histórica y en algún lugar determinado, no existe quien se encargue de promover los asuntos de este mundo con derecho propio de un modo adecuado, sólo entonces y allí la Iglesia tiene poder y obligación de actuar directamente.

Obrando de acuerdo con estos principios la Iglesia ha merecido durante veinte siglos bien de la humanidad. Ha dado adecuadamente gloria a Dios, ha salvado enormes multitudes para la eternidad, ha educado y promovido innumerables pueblos en las sendas de la cultura y de la civilización, en colaboración con el Estado. Y ha sido de esta manera puerto seguro para sus hijos, y punto de referencia y aun faro luminoso y salvador para los que no lo son, en ese navegar por mares de tormenta que es la vida terrena de cada hombre y es la marcha de pueblos y naciones por los caminos de la Historia.

 

Un empeño por cambiar la imagen de la Iglesia

Pero he aquí que desde hace unos años un grupo de sacerdotes, cada vez más numeroso, de diversas jerarquías y ubicados en todas las latitudes, se hallan empeñados en cambiar la imagen de la Iglesia, del Cristianismo y aun del mismo Jesucristo. Con sus palabras o con sus actos quieren estos sacerdotes presentarnos una imagen de la Iglesia –y también, lógicamente, de la misión de Jesucristo y del sentido del Evangelio– radicalmente falsa. Porque es la de una nueva Iglesia antropocéntrica, ya que volcada toda Ella y sólo en la promoción del hombre, sin preocuparse para nada de la gloria de Dios; temporalista, porque la describen como una institución dirigida principal, si no exclusivamente, a la consecución de la felicidad humana aquí abajo, sin atender, al menos de modo suficiente, al más allá; naturalista, en cuanto esta Iglesia insólita no parece contar sino con los esfuerzos y posibilidades de la naturaleza humana –y considerar a ésta como si fuera exenta de pecado original o sin resabios de él–, sin valorar ante todo el papel de la Gracia de Dios; y la pintan materialista, porque le hacen otorgar tal prevalecencia a la dimensión económica del hombre que pierden casi toda importancia en ella, los valores espirituales; y también democratista, en cuanto imaginan en su seno al pueblo como sujeto terreno originario de todo poder, de manera semejante a lo que ocurre en la sociedad civil; y secularizante esta Iglesia de nuevo cuño, porque pretenden para su fin, su esencia, sus instituciones, su actividad y sus agentes responsables, características similares a las que son propias de la sociedad temporal. Y la conciben además tan invertebrada, abierta, mimética y mudable, que creen que ella debe estar siempre atenta a descubrir la voluntad de Dios respecto de su modo de ser y de actuar, en las características múltiples y cambiantes de la comunidad humana terrenal, las que ha de adoptar dócilmente para ella misma.

Es una peregrina Iglesia la que pretenden imponer: sin principios, ni valores, ni dogmas permanentes; sin una moral esencialmente siempre igual a sí misma; con un sacrificio divino transformado en asamblea puramente humana y temporal; con sacramentos abolidos, cambiados o minimizados; con una autoridad que emana del pueblo y sólo debe estar atenta a escucharlo, interpretarlo y acatarlo; con instituciones divinas o humanas milenarias o seculares que han de ser derogadas o devenir caducas, obsoletas; desprendida de los tesoros que el arte más sublime había producido para la alabanza de Dios y la elevación de los hombres; despojada de los bienes instrumentales destinados a servir sus sublimes fines; convertida en incipiente, quizá en primitiva, porque olvidada voluntariamente de la sabiduría de la experiencia; complaciente con todos los desvaríos de la humanidad contemporánea; mal remedo de las sociedades seculares… estéril para el cielo y la tierra.

Y como estas notas falsas van informando a amplios sectores de la Iglesia verdadera, se va deteriorando ésta misma, y por tanto su imagen, delante de sus propios hijos y del mundo. Con lo que de hecho va resultando ella atacada profundamente en su ser y en su operar, y afectada en sus notas esenciales de unidad, santidad y catolicidad. Y va resultando carcomida por varios cánceres que destruyen: pululan las opiniones, las sectas, las oposiciones y las luchas; numerosos clérigos y religiosos abandonan sus puestos de avanzada; los jóvenes dejan de ser atraídos a su servicio; muchos militantes se fatigan o pervierten; tantos hijos la abandonan; los de afuera le vuelven las espaldas, indiferentes o escandalizados…

 

Algo todavía peor: al servicio del marxismo

Todo lo que acabamos de señalar es sumamente grave. Pero no es lo peor, sin embargo. Porque ocurre que desde hace muy pocos años ha irrumpido en nuestra vida argentina, como en otros lados de América y del mundo, otro tipo más avanzado todavía de sacerdotes.

Son los que no sólo conciben su misión –y la de la Iglesia– como temporalista y secularizante, sino que además se hallan embarcados al servicio del marxismo. Porque son marxistas en la descripción del mundo actual, la interpretación de sus males, la detectación de las causas de los mismos, los remedios que proponen y los métodos que preconizan y emplean. Describen las “estructuras” de nuestras sociedades occidentales como radicalmente injustas, violentamente opresoras y sin remedio posible. Sostienen que no hay otra solución que la destrucción de las mismas y su reemplazo por una sociedad colectiva o socialista. Piensan que ese cambio debe llegar por presión de los de abajo, para lo cual deben ellos ser conducidos a la toma de conciencia, la resolución y la lucha. Aceptan como el camino conducente la lucha de clases y justifican en ella cualquier medio: también el pillaje, el robo, el asalto, el secuestro, el crimen, la lucha sangrienta, el caos… Y todo ello en nombre del cristianismo, del Evangelio, y de Jesucristo, y por imperativo de sus conciencias cristianas y sacerdotales, olvidando, al parecer, que la condenación del comunismo, por parte del Magisterio Supremo, no ha sido jamás rectificada. Naturalmente, por lo demás, odian y difaman a las potencias occidentales y ensalzan a La Habana, Pekín y Moscú, y admiran a Marx, Lenin, Mao, el “Che”, Fidel Castro, Camilo Torres…

 

Preocupaciones

Esta tremenda enfermedad surgida en el seno de nuestra Iglesia no nos preocupa por la Iglesia misma. Ella es divina, como que es Dios su Fundador, y Cabeza invisible, Jesucristo, y “los poderes del infierno jamás prevalecerán sobre ella”. Pero nos preocupa enormemente por los hombres, nuestros hermanos. Nos preocupa por los católicos, sobre todo los jóvenes, que puedan creer que esa imagen es la de la Iglesia verdadera, e ingenuamente la acepten y aun la sigan, o por el contrario, abominando de esa imagen abandonen equivocadamente a su Madre. Y nos preocupa por los no católicos, por todos aquellos que consideraban a la Iglesia con respecto y aun simpatía, por todos los que desde lejos la miraban como a un faro luminoso, por los que sin ser sus hijos se sentían sostenidos por su serena e inmutable fortaleza…

Y nos preocupa además grandemente por nuestro país. Porque nos alarma y duele con intensidad que la sal de la tierra, en vez de preservar de toda corrupción, pueda constituirse en algún caso –aunque fuera uno solo– en agente de desintegración para nuestro cuerpo social argentino, tan espléndidamente dotado por Dios y que la Iglesia verdadera engendrara otrora para Jesucristo y aun preparara para los destinos más altos…

 

Quiénes somos y por qué hablamos

Constituimos un grupo de sacerdotes argentinos que, no obstante las propias deficiencias, de las cuales somos conscientes, quieren amar a Jesucristo, a la Iglesia de siempre y a su Patria.

Hace bastante tiempo que sufrimos los males que hemos recordado y hemos tratado de preservar a nuestros fieles de tanto error.

Hubiéramos deseado, con todo, que una voz más autorizada que la nuestra se elevara en este momento, particularmente grave, para pronunciar una palabra esclarecedora. Y que hiciera saber a los fieles y a los demás conciudadanos quién es Jesucristo y quién no es, cómo es la verdadera Iglesia y cómo no es ella, quizá… cuáles son los verdaderos pastores y cuáles no…

Respetamos las razones que puedan existir para que esa palabra todavía no haya sido dicha. Pero nos hemos sentido obligados en conciencia a aclarar la mente de los fieles que nos han sido confiados y de los argentinos que quieran escucharnos, aceptando el respaldo modesto pero real, que dan a nuestra palabra nuestras vidas y nuestras obras sacerdotales. Por otra parte, nos acucian igualmente estas recientes palabras del Papa: “El coraje de la verdad se impone más que nunca a los cristianos, si quieren ser fieles a su vocación de dar un alma a este mundo nuevo que se está buscando. Que nuestra fe en Cristo sea sin resquebrajaduras en esta época nuestra que lleva la contraseña, como la época de Agustín, de una verdadera «miseria y penuria de verdad» (Serm., 11, 11). «Que cada uno esté dispuesto a dar la vida por la verdad» (Jovenal, Sat., IV, 91). El coraje de la verdad es también la primera e indispensable caridad que los pastores deben ejercitar. No admitamos jamás, ni siquiera con el pretexto de la caridad para con el prójimo, que un ministro del Evangelio anuncia una palabra puramente humana. Va en ello la salvación de los hombres. Por eso en este recuerdo todavía fresco de la fiesta de Pentecostés, queremos hacer un llamamiento a todos los pastores responsables para que eleven su voz, cuando sea necesario, con la fuerza del Espíritu Santo (Hechos, 1, 8), con el fin de aclarar lo que está turbio, enderezar lo torcido, calentar lo que está tibio, fortalecer lo que está débil, iluminar lo tenebroso.” (S. S. Paulo VI, alocución ante el Sacro Colegio Cardenalicio, del 18 de mayo de 1970; cfr.  “L’Osservatore Romano”, edición semanal en lengua española, nº 22 (74), página 7).

Pertenecemos a aquella gran parte de la Iglesia que adhiere al Concilio Ecuménico Vaticano II, pero también a todos los precedentes; acepta sus textos auténticos, pero no siempre la interpretación de los “peritos”; acata la autoridad del Concilio Ecuménico, pero también la del Romano Pontífice.

Pertenecemos a aquella gran parte de la Iglesia que quiere con empeño la elevación material y espiritual de los hombres, clases y pueblos pobres, pero por caminos diversos en absoluto de los de Marx, Lenin, el “Che” o Mao… y que con elemental nobleza, estricta justicia histórica y ausencia de lastimosos complejos, reconoce agradecida todo lo que la misma Iglesia ha hecho a este respecto en 20 siglos, en gesta estrictamente incomparable.

Estamos ciertos, por lo demás, de que expresamos el pensamiento de la mayor parte de los sacerdotes argentinos y el sentir de la mayoría de los fieles de nuestras parroquias.

Ojalá entonces que estas modestas palabras sirvan para recordar, a católicos y no católicos, que la verdadera Iglesia sigue siempre viva entre nosotros, predicando el genuino Evangelio del Señor y haciéndolo presente al verdadero Jesucristo, con su doctrina de salvación eterna y de paz y progreso temporal, con su sacrificio glorificador de Dios y redentor de los hombres, con sus sacramentos portadores de vida divina, de Fe, Esperanza y Caridad, con sus instituciones y su gobierno, que conducen al cielo a los hombres mediante la edificación de la tierra a la claridad de su luz y el calor de su amor. Está siempre viva y operante esa Iglesia verdadera, por más que no haga ruido, ni viva solicitando la atención de la prensa con conferencias y comunicados, o con hechos espectaculares, no siempre de acuerdo con la ley divina positiva y ni siquiera con la natural.

Y ojalá también que estas palabras contribuyan a que las cosas queden claras. Y que pronto se discierna la verdadera Iglesia de la que no lo es. Bastará quizá para ello que nuestros conciudadanos recuerden la frase esclarecedora de Jesucristo: “Por sus frutos los conoceréis”.

Claro está que no juzgamos intenciones de nadie, cosa que corresponde sólo a Dios.

Dejamos, por lo demás, constancia de que hubiéramos deseado no tener que hablar mal de nadie, ni siquiera indirectamente. Pero la necesidad tiene cara de hereje: aquí está en juego la vida eterna de muchos hombres a nosotros confiados y la subsistencia moral de nuestra Patria.

 

Firman: Mons. Enrique H. Lavagnino, Guillermo Furlong, Luis M. Etcheverry Boneo, Alberto García Vieyra, Antonio González, Alfredo Sáenz S. J., Ignacio Garmendía, Fernando Carballo, Luis De Fornari, Pedro Somolinos, José María Lombardero, Juan Guidolini, Jaime Garmendía, Severino Silva, Ezequiel Cárdenas, Marcelo Sánchez Sorondo, Alfredo Caxaraville Garzón, Roberto Martinetti, Armando Monzón, Eleuterio Pianarosa, Luis Cimino, Osvaldo Ganchegui, Adolfo Abeijón, José Torquiaro, Luis Cimino, Jorge Sabione, Gabriel Foncillas, Ramón Re, Miguel Bózzoli, Amelio Calori, Pablo Di Benedetto, Vicente Desimone, Julio Meinvielle, Enrique Imperiale, Pedro Darío, Alejandro Vigano, Silvio Grasset, Juan Carlos Franco, Silvio Vellere, Pedro Raúl Luchia Puig, José Varela, José Bonet, Mons. Luis Actis, Isidro Blanco Vega, Miguel André, Tomás Dean, Pbro. Casella, Pbro. Passelli, Juan Kaaglioti, Secundino Lombardi, Antonio Martínez, Héctor Marioni, y Mons. Miguel Lloveras, Angel B. Armelin.

Buenos Aires, julio de 1970.

 

Esta “Declaración de Sacerdotes Argentinos” ha sido firmada inicialmente por cincuenta sacerdotes de Buenos Aires y del Gran Buenos Aires.

Sus promotores invitan a suscribirla también a todos los sacerdotes del país que adhieran a sus términos, lo que pueden hacer en el domicilio de Monseñor Enrique Lavagnino, Jujuy 1241 (teléfono 97-2760), Bueno Aires.