martes, 23 de abril de 2024

El Sabio y la Civilización

 


Si el hombre culmina en la contemplación de la Verdad y en la posesión y fruición del Bien, la civilización, que no es otra cosa que el hombre que se perfecciona proyectado en su propia sociedad, debe asignar al sabio la supremacía sobre todos los valores y funciones que en sí encierra.

Las excelencias del sabio han sido expuestas por santo Tomás con su lucidez característica en un hermoso capítulo de la Suma contra gentiles. Dice así (Libro I, c. 1): “El uso general, al que debemos atenernos para denominar las cosas (Arist., Top., II, 1), estableció que se llamen sabios los que rectamente las ordenan y las gobiernan con perfección. De aquí se deduce que, entre otras cosas propias de los hombres que saben, para el Filósofo hay una que se destaca: que es propio del sabio el ordenar (Metaph., Proemio, 2). La regla de gobierno y de orden de todo lo que hay que gobernar y ordenar en vista de un fin predeterminado, hay que pedirla a este fin, pues entonces se dispone perfectamente cada cosa, cuando a su fin convenientemente se ordena. Pero el fin de cada uno es el bien; y por eso vemos que entre todas las artes hay una gubernativa y como principal y fin de las otras. Así, entre las artes de curar, después de la medicina está como principal la farmacia, y a ella se ordena cuanto a la salud se refiere, y por eso se la llama medicinal, siendo su fin todos los compuestos y preparaciones que corresponden al arte del laboratorio. Análogamente tenemos el arte del pilotaje para la marinería, y para la milicia el arreglo de la caballería y de todo el bélico aparato. Todas esas artes que ejercen el principado entre las demás, se llaman arquitectónicas, y los que a ellas se consagran como artífices, mereciendo llamarse arquitectos, reivindican para sí el nombre de sabios. Mas, porque todos esos artífices sólo son tales respecto del fin particular de algunas cosas, y no se ocupan de investigar el fin universal de todas, se llaman sabios en aquella arte en que se ejercitan, al modo que se dijo: eché el cimiento como sabio arquitecto (1 Cor., III, 10). Mas el nombre de sabio, en su pleno sentido, suele reservarse para aquellos que estudian el fin universal, que es también el principio de todo. Por eso el Filósofo (Metaph., Proemio, c. 2) afirma que es oficio del sabio considerar las causas altísimas de las cosas.”

Al sabio, pues, corresponde la más alta función en una sociedad humana ordenada. Y aquí sabio se debe entender en sentido formal y pleno: formal, es decir considerado en atención a las exigencias intrínsecas de la sabiduría; y pleno, es decir, considerando esta sabiduría en su más eminente ejercicio, que es el de la divina contemplación. Esta, aunque en su acto es puramente especulativa, supone en el sujeto contemplante el ordenamiento previo de su vida moral práctica. Porque el que no se ha rectificado en sus pasiones y en su voluntad para enderezar toda su acción en derechura del último fin, no podrá contemplar este fin, ni plena ni establemente. “La felicidad –dice santo Tomás– consiste en la operación del entendimiento especulativo más bien que en el práctico; lo cual se funda en varias razones, y una de ellas es la siguiente: que, debiendo ser la más excelente operación del hombre, su asiento ha de ser aquella potencia que tenga más excelso objetivo; es así que esta potencia es el entendimiento, cuyo objeto, el sumo Bien, es el mismo Dios, el cual no es objeto inmediato del entendimiento práctico, sino del especulativo. Luego, la bienaventuranza o felicidad consiste en dicha operación, a saber, en la contemplación de las cosas divinas.” (I-II, 3, 5).

Para que a nadie sorprenda demasiadamente la primacía que aquí se reconoce al sabio, apresurémonos a advertir que esto no puede ser de otro modo si antes reconocemos análoga primacía a la Verdad, con todos los valores espirituales que le son anejos, y con esa independencia absoluta de cualquier humana determinación, que le es propia. Y esto vale aún respecto a las verdades auténticas de las Matemáticas, del Derecho y de cualquier otra ciencia. La Verdad es independiente de toda voluntad humana, y para que haya perfección en el hombre ella debe prevalecer. El matemático podrá estar sujeto al poder público; pero no las matemáticas. El jurista también podrá estarlo; pero no la justicia ni el derecho.

Por tanto, los valores de la inteligencia, en toda la vasta escala de las ciencias empíricas, matemáticas, físico-matemáticas, filosóficas, sociales, hasta en los dominios de la comunicación con Dios, y por ende la misma religión, se desenvuelven libres y soberanos por encima de todas las otras actividades humanas que no gozan de tal independencia.

De aquí que el sabio –en cuanto sabio– se mueva en el firmamento libérrimo de los espíritus. La sabiduría es la libertad. No precisamente, la libertad en el sentido de poder moverse caprichosamente en esta o en aquella dirección, hacia la verdad o hacia el error, al bien o al mal, sino el poder moverse indefectiblemente, pero sin estorbos extrínsecos, hacia su objeto propio, que es la Verdad. Lo que santo Tomás enseña respecto de la acción del Espíritu Santo en las almas que mueve la voluntad, inclinándola por amor hacia su verdadero bien, suprimiendo las dos servidumbres del hombre, tiene aplicación respecto del sabio, en cuanto sabio. Dos son, en efecto, las servidumbres que se ordenan a la verdadera libertad. La servidumbre de la pasión, que al interponerse entre la voluntad y su verdadero bien, la esclaviza a algo extraño; y la servidumbre de la ley, cuando la voluntad se somete, de mal grado, a lo que ella prescribe. Pero el sabio plenamente sólo alcanza la contemplación cuando, rectificada por entero su voluntad, se mueve sin esfuerzo a la virtud, de suerte que sin perturbaciones puede entregarse a la contemplación de la verdad. “Cuando el Espíritu Santo inclina por amor la voluntad al verdadero bien al cual está naturalmente ordenada, suprime tanto la servidumbre de la pasión y del pecado, con la que el hombre obra contra el orden de la voluntad, como la servidumbre por la cual obra contra el movimiento de su voluntad, en sujeción es cierto, a la ley, más como siervo de la ley, no como amigo. Por lo cual el Apóstol dice: Donde está el Espíritu Santo, allí, está la libertad (II Cor., III, 17); y si os gobernáis por el Espíritu, no estáis debajo de la ley (Gal., V, 18).”[1] Enseña también santo Tomás (I-II, q. 96, a. 5) “que los hombres virtuosos y justos no están sometidos a la ley, sino sólo los malos, porque obran como constreñidos y como violentándose.” Para los justos no ha sido puesta la ley (Rom. XIII, 1) porque ellos se constituyen en ley de sí mismos (Rom. II, 15). El sabio, entonces, situado en la contemplación de la Primera Verdad, contempla desde allí todas las cosas, aún las más ínfimas, como las que se refieren al bienestar corporal, y hacia allí lo ordena todo. En esta referencia al Primer Principio, el auténtico sabio encuentra el orden de todas las cosas y con él la felicidad y la libertad verdaderas. Allí descubre los principios que deben regir a los hombres, tanto individuales como agrupados en sociedades, y después de haber descubierto esos principios, los comunica, por la persuasión, a aquellos que pueden y que quieren aprenderlos. El sabio, en cuanto sabio, está fuera y por encima de la vida social. “La soledad, dice Santo Tomás (II-II, q. 188, a. 8), compete al contemplativo que arribó ya a lo perfecto. […] Por tanto, así como lo que ya es perfecto prevalece sobre lo que se ejercita para alcanzar la perfección, así la vida de los solitarios, si se lleva sabiamente, prevalece sobre la vida social.” Claro está que esa libertad soberana, alcanzada por el sabio como fruto de victoria sobre la rebelión de sus potencias, y la consiguiente soledad, en cuya fruición ha entrado, no son sino la participación de aquella Verdad y de aquel Bien que, enlazando y aprisionando nuestra inteligencia y nuestro afecto racional, disuelven todas las ataduras, rompen todos los nudos, y comunican el desapropio y la soledad necesarios para eludir la baja compañía de los bienes inferiores, de aquellos bienes que impedirían saciarnos cumplidamente de la conquistada plenitud.

No ha escapado a la perspicacia de los doctores escolásticos la aparente contradicción de esta tesis con sus propios principios, en una conclusión que parece imponerse: la libertad solitaria del sabio se opone al bien de la vida social. Tal conclusión sería válida, si la vida social debiera coronarse de soledad individual; si la fuga, el abandono, el desprecio de la sociedad por el individuo fuera el fin de la misma vida social. Pero no es así, por cierto; sino que esta soledad del sabio, lejos de ser la farouche indépendance del que está solo consigo mismo, es la humilde participación de otra sociedad más elevada, participación a la cual debe tender la misma ciudad terrena. “Y por esta razón, (dice el autor que completó los Comentarios de santo Tomás a la Política de Aristóteles), la vida contemplativa de toda la ciudad es simplemente mejor que la vida contemplativa de uno solo, y asimismo lo es la vida práctica civil respecto de la de un solo individuo. Y esto es lo que quiso significar Aristóteles en el Libro I de la Ética, a saber: que si el bien de un ciudadano se comparte sin disminución entre todos, mayor y más perfecto será el bien de la ciudad que el del individuo. Porque, si amable es para uno solo, mejor y más divino ha de ser para todo un pueblo y ciudad; lo cual se entiende con sólo advertir que la vida contemplativa de la ciudad, que es el bien de que venimos hablando, se compara a la vida contemplativa del individuo, como el todo a una de sus partes; y no hay duda que el bien del todo tiene razón de mayor y más perfecto que el bien de cualquiera de las partes que le integran.” (In VII, lectio 2).

El hombre plenamente sabio está capacitado para vivir (sin perder nada de su plenitud) lejos de la vida civilizada. Esta es sólo un medio; y una vez adquirido el fin hacia el cual se ordenaba, el medio resulta superfluo. Mas no todo concluye ahí. Los términos de la relación cambian de signo; y el que antes estaba en déficit, y recibía, se trueca en dispensador de su propia abundancia. De modo que el hombre perfecto, aunque se retraiga en su soledad, y en cierto modo se aísle, no lo hace para tomar una actitud enconada o desdeñosa ante la civilización; muy por el contrario, lo hace para comunicar a la misma civilización ciertos valores de tal categoría, que sólo en esa soledad es dado adquirir, y que sólo desde ese aislamiento pueden ser comunicados. La misantropía arguye imperfección.

El mal, menos enérgico que el bien, pero más abundante, impide que la vida civil alcance alguna vez el desiderátum de perfección contemplativa. Puede anticiparse, sin incurrir en pesimismo, que la irremediable sujeción de hombres a hombres dentro de los regímenes temporales hará siempre imposible la realización de ese término ideal. Pero debe afirmarse que la ciudad, tendiendo con amor a ese objetivo, está obligada a superar la vida sensual y egolátrica en que hoy se encuentra profundamente sumergida. Superación como la que hoy necesitamos se obtuvo en notable medida durante la Edad Media; y eso fue así, porque nunca la vida civil se benefició de las virtudes del contemplativo en tan alto grado como entonces.

Atentos a lo que de hecho y más frecuentemente acaece, podemos decir que la vida propia del sabio, más ceñida a la especulación que a la práctica, tiende a desligarse de las vicisitudes económicas, políticas y culturales que embargan la mente del ciudadano; y por eso mismo, forma su ambiente propicio en la soledad; mientras que la vida civil, mucho más práctica que contemplativa, recibe su ser y su incremento de la estrecha comunicación de bienes culturales, políticos y económicos. Pero el sabio, amigo excelente de los hombres, celoso guardián de un tesoro de principios inmutables, es garantía de incorrupción para la ciudad. Porque ésta, que bulle y prospera en afanoso cultivo de virtudes y en dramática guerra con los vicios, no podría ejercer eficazmente la actividad moral que le es propia, si la libertad de la sabiduría no diera su norte y su luz a la prudencia, virtud rectora de la vida civil.

 

 

Itinerarium, enero-febrero de 1946, 4, 80-87.



[1] La cita corresponde a C. G., L. IV, c. 22, n. 6. Falta en el texto original.

Las comillas en el texto aparecen cerradas en la frase: “siervo de la ley, no como amigo”, pero las dos citas a continuación del Apóstol también la realiza Santo Tomás. Por ello se arregló el texto, en base al original, del Doctor Angélico.

lunes, 22 de abril de 2024

Declaración de Sacerdotes Argentinos

 


Un hecho de excepcional gravedad

La vida argentina ha sido conmovida por un hecho de excepcional gravedad. Después de cien años desde la muerte de Urquiza se repite un crimen abominable, totalmente ajeno a nuestro modo de ser nacional: otro ex – presidente ha sido asesinado.

Y cuando el coro de repulsas a absolutas es prácticamente unánime en nuestra desintegrada Argentina, sólo un sector silencia su voz o es representado por expresiones que disuenan y hieren la conciencia nacional. Porque van ellas desde la condena en sí pero suave, retaceada y matizada, hasta las explicaciones insensatas y las defensas personales más o menos abiertas, y hasta la apología misma del crimen.

¿Qué pasa, pues, con nuestra Iglesia argentina, otrora hidalga, noble y benefactora, y dedicada toda de lleno a conducir sus conciudadanos por caminos elevados de luz y de amor?

¿Cómo es que hoy desintegra cuando siempre vivificó, ennobleció y preservó el cuerpo nacional desde su cuna?

¿Y qué pasa con la Iglesia de tantas partes, desde las cuales llegan también hasta nosotros ecos desconcertantes?

 

Esencia y misión de la Iglesia

Hace casi dos mil años que existe la Iglesia Católica.

Fundada por Jesucristo, en quien Ella reconoce al Hijo mismo de Dios, ha cumplido hasta el presente la misión que Él le encomendara de enseñar a todos los hombres que tienen ellos en Dios –Creador, Gobernador y Juez– un Padre dispuesto a perdonarles sus ofensas, a comunicarles su propia vida divina, a considerarlos por ende y a tratarlos como a sus hijos, a ayudarlos durante su existencia temporal aquí abajo, y a conducirlos con seguridad a la posesión de una vida de comunión íntima con Él, inefable y sin fin, más allá de la muerte corporal, en el cielo.

Su fin último esencial, la gloria de Dios, que coincide con la felicidad del hombre, sólo se alcanza plenamente en el más allá. Por eso la Iglesia tiene poderes directos únicamente en lo relativo a esa gloria y en la conducción de los hombres hacia ese fin último trascendente. Pero como esa gloria ya empieza a labrarse en este mundo y como ese fin hay que merecerlo precisamente aquí abajo, viviendo rectamente la vida temporal y construyendo a esta tierra según los planes de Dios, la Iglesia ha recibido también de Jesucristo poderes indirectos sobre los asuntos profanos: poder de dar doctrina, poder de proporcionar ayuda espiritual –sanante de la oscuridad, debilidad y desorden de nuestras potencias– y poder de orientación, para que a la luz del fin eterno sepamos prudencialmente utilizar las cosas de este mundo, también en nuestro beneficio temporal. Y sólo supletoriamente, cuando en alguna circunstancia histórica y en algún lugar determinado, no existe quien se encargue de promover los asuntos de este mundo con derecho propio de un modo adecuado, sólo entonces y allí la Iglesia tiene poder y obligación de actuar directamente.

Obrando de acuerdo con estos principios la Iglesia ha merecido durante veinte siglos bien de la humanidad. Ha dado adecuadamente gloria a Dios, ha salvado enormes multitudes para la eternidad, ha educado y promovido innumerables pueblos en las sendas de la cultura y de la civilización, en colaboración con el Estado. Y ha sido de esta manera puerto seguro para sus hijos, y punto de referencia y aun faro luminoso y salvador para los que no lo son, en ese navegar por mares de tormenta que es la vida terrena de cada hombre y es la marcha de pueblos y naciones por los caminos de la Historia.

 

Un empeño por cambiar la imagen de la Iglesia

Pero he aquí que desde hace unos años un grupo de sacerdotes, cada vez más numeroso, de diversas jerarquías y ubicados en todas las latitudes, se hallan empeñados en cambiar la imagen de la Iglesia, del Cristianismo y aun del mismo Jesucristo. Con sus palabras o con sus actos quieren estos sacerdotes presentarnos una imagen de la Iglesia –y también, lógicamente, de la misión de Jesucristo y del sentido del Evangelio– radicalmente falsa. Porque es la de una nueva Iglesia antropocéntrica, ya que volcada toda Ella y sólo en la promoción del hombre, sin preocuparse para nada de la gloria de Dios; temporalista, porque la describen como una institución dirigida principal, si no exclusivamente, a la consecución de la felicidad humana aquí abajo, sin atender, al menos de modo suficiente, al más allá; naturalista, en cuanto esta Iglesia insólita no parece contar sino con los esfuerzos y posibilidades de la naturaleza humana –y considerar a ésta como si fuera exenta de pecado original o sin resabios de él–, sin valorar ante todo el papel de la Gracia de Dios; y la pintan materialista, porque le hacen otorgar tal prevalecencia a la dimensión económica del hombre que pierden casi toda importancia en ella, los valores espirituales; y también democratista, en cuanto imaginan en su seno al pueblo como sujeto terreno originario de todo poder, de manera semejante a lo que ocurre en la sociedad civil; y secularizante esta Iglesia de nuevo cuño, porque pretenden para su fin, su esencia, sus instituciones, su actividad y sus agentes responsables, características similares a las que son propias de la sociedad temporal. Y la conciben además tan invertebrada, abierta, mimética y mudable, que creen que ella debe estar siempre atenta a descubrir la voluntad de Dios respecto de su modo de ser y de actuar, en las características múltiples y cambiantes de la comunidad humana terrenal, las que ha de adoptar dócilmente para ella misma.

Es una peregrina Iglesia la que pretenden imponer: sin principios, ni valores, ni dogmas permanentes; sin una moral esencialmente siempre igual a sí misma; con un sacrificio divino transformado en asamblea puramente humana y temporal; con sacramentos abolidos, cambiados o minimizados; con una autoridad que emana del pueblo y sólo debe estar atenta a escucharlo, interpretarlo y acatarlo; con instituciones divinas o humanas milenarias o seculares que han de ser derogadas o devenir caducas, obsoletas; desprendida de los tesoros que el arte más sublime había producido para la alabanza de Dios y la elevación de los hombres; despojada de los bienes instrumentales destinados a servir sus sublimes fines; convertida en incipiente, quizá en primitiva, porque olvidada voluntariamente de la sabiduría de la experiencia; complaciente con todos los desvaríos de la humanidad contemporánea; mal remedo de las sociedades seculares… estéril para el cielo y la tierra.

Y como estas notas falsas van informando a amplios sectores de la Iglesia verdadera, se va deteriorando ésta misma, y por tanto su imagen, delante de sus propios hijos y del mundo. Con lo que de hecho va resultando ella atacada profundamente en su ser y en su operar, y afectada en sus notas esenciales de unidad, santidad y catolicidad. Y va resultando carcomida por varios cánceres que destruyen: pululan las opiniones, las sectas, las oposiciones y las luchas; numerosos clérigos y religiosos abandonan sus puestos de avanzada; los jóvenes dejan de ser atraídos a su servicio; muchos militantes se fatigan o pervierten; tantos hijos la abandonan; los de afuera le vuelven las espaldas, indiferentes o escandalizados…

 

Algo todavía peor: al servicio del marxismo

Todo lo que acabamos de señalar es sumamente grave. Pero no es lo peor, sin embargo. Porque ocurre que desde hace muy pocos años ha irrumpido en nuestra vida argentina, como en otros lados de América y del mundo, otro tipo más avanzado todavía de sacerdotes.

Son los que no sólo conciben su misión –y la de la Iglesia– como temporalista y secularizante, sino que además se hallan embarcados al servicio del marxismo. Porque son marxistas en la descripción del mundo actual, la interpretación de sus males, la detectación de las causas de los mismos, los remedios que proponen y los métodos que preconizan y emplean. Describen las “estructuras” de nuestras sociedades occidentales como radicalmente injustas, violentamente opresoras y sin remedio posible. Sostienen que no hay otra solución que la destrucción de las mismas y su reemplazo por una sociedad colectiva o socialista. Piensan que ese cambio debe llegar por presión de los de abajo, para lo cual deben ellos ser conducidos a la toma de conciencia, la resolución y la lucha. Aceptan como el camino conducente la lucha de clases y justifican en ella cualquier medio: también el pillaje, el robo, el asalto, el secuestro, el crimen, la lucha sangrienta, el caos… Y todo ello en nombre del cristianismo, del Evangelio, y de Jesucristo, y por imperativo de sus conciencias cristianas y sacerdotales, olvidando, al parecer, que la condenación del comunismo, por parte del Magisterio Supremo, no ha sido jamás rectificada. Naturalmente, por lo demás, odian y difaman a las potencias occidentales y ensalzan a La Habana, Pekín y Moscú, y admiran a Marx, Lenin, Mao, el “Che”, Fidel Castro, Camilo Torres…

 

Preocupaciones

Esta tremenda enfermedad surgida en el seno de nuestra Iglesia no nos preocupa por la Iglesia misma. Ella es divina, como que es Dios su Fundador, y Cabeza invisible, Jesucristo, y “los poderes del infierno jamás prevalecerán sobre ella”. Pero nos preocupa enormemente por los hombres, nuestros hermanos. Nos preocupa por los católicos, sobre todo los jóvenes, que puedan creer que esa imagen es la de la Iglesia verdadera, e ingenuamente la acepten y aun la sigan, o por el contrario, abominando de esa imagen abandonen equivocadamente a su Madre. Y nos preocupa por los no católicos, por todos aquellos que consideraban a la Iglesia con respecto y aun simpatía, por todos los que desde lejos la miraban como a un faro luminoso, por los que sin ser sus hijos se sentían sostenidos por su serena e inmutable fortaleza…

Y nos preocupa además grandemente por nuestro país. Porque nos alarma y duele con intensidad que la sal de la tierra, en vez de preservar de toda corrupción, pueda constituirse en algún caso –aunque fuera uno solo– en agente de desintegración para nuestro cuerpo social argentino, tan espléndidamente dotado por Dios y que la Iglesia verdadera engendrara otrora para Jesucristo y aun preparara para los destinos más altos…

 

Quiénes somos y por qué hablamos

Constituimos un grupo de sacerdotes argentinos que, no obstante las propias deficiencias, de las cuales somos conscientes, quieren amar a Jesucristo, a la Iglesia de siempre y a su Patria.

Hace bastante tiempo que sufrimos los males que hemos recordado y hemos tratado de preservar a nuestros fieles de tanto error.

Hubiéramos deseado, con todo, que una voz más autorizada que la nuestra se elevara en este momento, particularmente grave, para pronunciar una palabra esclarecedora. Y que hiciera saber a los fieles y a los demás conciudadanos quién es Jesucristo y quién no es, cómo es la verdadera Iglesia y cómo no es ella, quizá… cuáles son los verdaderos pastores y cuáles no…

Respetamos las razones que puedan existir para que esa palabra todavía no haya sido dicha. Pero nos hemos sentido obligados en conciencia a aclarar la mente de los fieles que nos han sido confiados y de los argentinos que quieran escucharnos, aceptando el respaldo modesto pero real, que dan a nuestra palabra nuestras vidas y nuestras obras sacerdotales. Por otra parte, nos acucian igualmente estas recientes palabras del Papa: “El coraje de la verdad se impone más que nunca a los cristianos, si quieren ser fieles a su vocación de dar un alma a este mundo nuevo que se está buscando. Que nuestra fe en Cristo sea sin resquebrajaduras en esta época nuestra que lleva la contraseña, como la época de Agustín, de una verdadera «miseria y penuria de verdad» (Serm., 11, 11). «Que cada uno esté dispuesto a dar la vida por la verdad» (Jovenal, Sat., IV, 91). El coraje de la verdad es también la primera e indispensable caridad que los pastores deben ejercitar. No admitamos jamás, ni siquiera con el pretexto de la caridad para con el prójimo, que un ministro del Evangelio anuncia una palabra puramente humana. Va en ello la salvación de los hombres. Por eso en este recuerdo todavía fresco de la fiesta de Pentecostés, queremos hacer un llamamiento a todos los pastores responsables para que eleven su voz, cuando sea necesario, con la fuerza del Espíritu Santo (Hechos, 1, 8), con el fin de aclarar lo que está turbio, enderezar lo torcido, calentar lo que está tibio, fortalecer lo que está débil, iluminar lo tenebroso.” (S. S. Paulo VI, alocución ante el Sacro Colegio Cardenalicio, del 18 de mayo de 1970; cfr.  “L’Osservatore Romano”, edición semanal en lengua española, nº 22 (74), página 7).

Pertenecemos a aquella gran parte de la Iglesia que adhiere al Concilio Ecuménico Vaticano II, pero también a todos los precedentes; acepta sus textos auténticos, pero no siempre la interpretación de los “peritos”; acata la autoridad del Concilio Ecuménico, pero también la del Romano Pontífice.

Pertenecemos a aquella gran parte de la Iglesia que quiere con empeño la elevación material y espiritual de los hombres, clases y pueblos pobres, pero por caminos diversos en absoluto de los de Marx, Lenin, el “Che” o Mao… y que con elemental nobleza, estricta justicia histórica y ausencia de lastimosos complejos, reconoce agradecida todo lo que la misma Iglesia ha hecho a este respecto en 20 siglos, en gesta estrictamente incomparable.

Estamos ciertos, por lo demás, de que expresamos el pensamiento de la mayor parte de los sacerdotes argentinos y el sentir de la mayoría de los fieles de nuestras parroquias.

Ojalá entonces que estas modestas palabras sirvan para recordar, a católicos y no católicos, que la verdadera Iglesia sigue siempre viva entre nosotros, predicando el genuino Evangelio del Señor y haciéndolo presente al verdadero Jesucristo, con su doctrina de salvación eterna y de paz y progreso temporal, con su sacrificio glorificador de Dios y redentor de los hombres, con sus sacramentos portadores de vida divina, de Fe, Esperanza y Caridad, con sus instituciones y su gobierno, que conducen al cielo a los hombres mediante la edificación de la tierra a la claridad de su luz y el calor de su amor. Está siempre viva y operante esa Iglesia verdadera, por más que no haga ruido, ni viva solicitando la atención de la prensa con conferencias y comunicados, o con hechos espectaculares, no siempre de acuerdo con la ley divina positiva y ni siquiera con la natural.

Y ojalá también que estas palabras contribuyan a que las cosas queden claras. Y que pronto se discierna la verdadera Iglesia de la que no lo es. Bastará quizá para ello que nuestros conciudadanos recuerden la frase esclarecedora de Jesucristo: “Por sus frutos los conoceréis”.

Claro está que no juzgamos intenciones de nadie, cosa que corresponde sólo a Dios.

Dejamos, por lo demás, constancia de que hubiéramos deseado no tener que hablar mal de nadie, ni siquiera indirectamente. Pero la necesidad tiene cara de hereje: aquí está en juego la vida eterna de muchos hombres a nosotros confiados y la subsistencia moral de nuestra Patria.

 

Firman: Mons. Enrique H. Lavagnino, Guillermo Furlong, Luis M. Etcheverry Boneo, Alberto García Vieyra, Antonio González, Alfredo Sáenz S. J., Ignacio Garmendía, Fernando Carballo, Luis De Fornari, Pedro Somolinos, José María Lombardero, Juan Guidolini, Jaime Garmendía, Severino Silva, Ezequiel Cárdenas, Marcelo Sánchez Sorondo, Alfredo Caxaraville Garzón, Roberto Martinetti, Armando Monzón, Eleuterio Pianarosa, Luis Cimino, Osvaldo Ganchegui, Adolfo Abeijón, José Torquiaro, Luis Cimino, Jorge Sabione, Gabriel Foncillas, Ramón Re, Miguel Bózzoli, Amelio Calori, Pablo Di Benedetto, Vicente Desimone, Julio Meinvielle, Enrique Imperiale, Pedro Darío, Alejandro Vigano, Silvio Grasset, Juan Carlos Franco, Silvio Vellere, Pedro Raúl Luchia Puig, José Varela, José Bonet, Mons. Luis Actis, Isidro Blanco Vega, Miguel André, Tomás Dean, Pbro. Casella, Pbro. Passelli, Juan Kaaglioti, Secundino Lombardi, Antonio Martínez, Héctor Marioni, y Mons. Miguel Lloveras, Angel B. Armelin.

Buenos Aires, julio de 1970.

 

Esta “Declaración de Sacerdotes Argentinos” ha sido firmada inicialmente por cincuenta sacerdotes de Buenos Aires y del Gran Buenos Aires.

Sus promotores invitan a suscribirla también a todos los sacerdotes del país que adhieran a sus términos, lo que pueden hacer en el domicilio de Monseñor Enrique Lavagnino, Jujuy 1241 (teléfono 97-2760), Bueno Aires.

sábado, 13 de abril de 2024

La Gran Seducción

 


Pbro. Dr. Julio Ramón Meinvielle

 

La magnitud de los acontecimientos que se desarrollan a nuestra vista hoy, tanto en el minúsculo panorama nacional cuanto en el grandioso del orbe universo, nos obliga a levantar nuestra mirada a las causas universalísimas que rigen el destino de la humanidad. San Agustín describió la filosofía de la historia humana en las dos ciudades. Y a quince siglos de distancia del gran pensador de Hipona, testigos de milenio y medio de esta lucha universal entre los hijos de Satán y los hijos de Dios, que él no pudo contemplar, actores de un momento culminante de la misma, hemos de poner nuestros ojos en el ardor bélico que tanto la Iglesia como la Contra-Iglesia desarrollan en la conquista de la vida temporal humana. Porque allí y no en otra parte estriba la lucha decisiva de la humanidad, hoy más que nunca. Tiempo hubo, en que la lucha entre los hombres pareciera desarrollarse por el triunfo de ideas desencarnadas –disensiones teológicas y filosóficas– o por la conquista de simples ventajas económicas o políticas. Hoy, detrás de todas las batallas parciales que tienen lugar en lo económico, político y cultural hay una batalla –la gran batalla– que tiene lugar al mismo tiempo en todo el universo y en cada parte de él en la cual los contendientes –y ¡qué contendientes!– pugnan acérrimamente por imponer a la vida humana temporal una forma de ser determinada. Es una lucha por encarnar en la vida universal ideas totales. Y como cada uno –con razón o sin ella, no es caso de averiguarlo aquí– llama civilización al ideal por cuya victoria lucha, podemos decir, simplificando, que la lucha se desarrolla por la civilización. Así vemos, cómo desde el Renacimiento, los enemigos de la Iglesia la combaten en nombre de la civilización y cómo ella, por su parte, aunque con destino eterno, lucha frente a sus enemigos para guardar incólume los valores de la auténtica civilización.

Lo que es importante advertir aquí, es que tanto para la Iglesia como para la Contra-Iglesia la lucha se desenvuelve por la dominación totalitaria de la vida humana temporal. No existe ninguna zona de la actividad humana –técnica, artes, ciencia, economía, política, cultura– donde la Iglesia no quiera dejar sentir su influencia para salvarla y santificarla; y no existe tampoco ninguna zona donde la Contra-Iglesia no pretenda un dominio exclusivo para perderla y satanizarla. La Contra-Iglesia llama civilización y progreso a la forma de ser que quiere imponer a la vida humana temporal; y la Iglesia llama, a su vez, civilización a aquella que quiere Ella imponer. En un próximo artículo veremos que sólo la Iglesia tiene razón. Pero la necesidad de usar un lenguaje que nos haga comprensibles nos obliga a hablar de civilización cristiana que es la vida temporal humana, informada por la plenitud de la doctrina católica y de civilización moderna que es esta misma vida humana, sometida a los principios de libertad y democracia, nutridos en el filosofismo del siglo XVIII, proclamados en la nefasta Revolución Francesa, vividos en el liberalismo del siglo XIX y revivificados ahora en el materialismo comunista.

Suponer que la vida humana temporal, o parte de ella, deba substraerse a la influencia de la Iglesia, sería como observa la Unam Sanctam de Bonifacio VIII, renovar el error de los maniqueos que admitían dos principios últimos e irreductibles de las cosas creadas y si acaso los liberales disienten en algo de los maniqueos es porque afirman algo peor. “Porque al autor de las cosas temporales a quien el maniqueo consideraba como dios malo, fácilmente lo tomará como dios de la luz y del progreso, y al que los maniqueos llamaban Dios bueno, autor de las cosas espirituales, le llamará Dios de las tinieblas y del oscurantismo.”[2] (Billot)

 

Origen de esta lucha

La lucha entre la Iglesia y la Contra-Iglesia es tan antigua como la humanidad, desde que existe “aquel gran dragón, la antigua serpiente, que se llama diablo y Satanás, que seduce a todo el orbe” (Apoc. XII, 9), verdadero autor de todas las herejías y de todas las sectas porque es “homicida desde el comienzo y no se funda en la verdad porque no hay verdad en él y cuando dice mentira, de lo propio habla, porque es mentiroso y padre de la Mentira” (Palabras de Jesucristo en S. Juan VIII, 44).

Es este espíritu de error que “obra en los hijos de la incredulidad y de la desobediencia” (Efesios II, 2) que opera en ellos, y por ellos el misterio de iniquidad, “hasta que sea manifestado el hombre de pecado, el hijo de la perdición, que se levanta contra todos y se ensalza por encima de todos hasta decirse Dios y recibir adoración y sentarse en el templo de Dios y a quien el Señor Jesús exterminará por el soplo de su boca y por la gloria de su advenimiento.” (II Tes. II, 3-10).

Con estas palabras Jesucristo y sus Apóstoles nos señalan la gran seducción que ha comenzado en el paraíso terrenal y que no cesará hasta el gran día en que todo lo del cielo, y lo de la tierra y lo del infierno doble la rodilla al nombre de Jesús y confiese que el Señor Jesús está en la gloria del Padre.

Antes de la venida del Señor en la encarnación, la gran seducción dominó todo el haz de la tierra, salvo el pequeño y milagroso pueblo de Israel y algunas almas individuales de la gentilidad, y, después del Señor, vencida la seducción, la Iglesia, su divina Esposa, logró conquistar en el universo naciones enteras que, plasmadas por Ella, aún en su vida temporal, formaron la Europa cristiana, de cuyos estados podía decirse lo que el historiador Gibbon dijo de Francia: “este reino fue formado por los obispos como las abejas construyen su colmena.”

 

La Revolución Francesa

Las herejías no dejaron de asechar contra la ciudad cristiana y con grandes éxitos parciales; pero sólo lograron una gran victoria universal en la Revolución Francesa, cuando, reunidos los impíos en terrible conjuración contra Dios y contra Cristo, dijeron: “Rompamos sus ataduras y arrojemos de nosotros su yugo” y resolvieron destruir la antigua ciudad cristiana y reemplazarla por otra hecha a medida del hombre.

La impiedad, entonces, transformada en ángel de luz con el pomposo nombre de filosofía, hizo “blanco de sus odios a todos los gobiernos y a todas las instituciones de Europa porque eran cristianos y en la medida que eran cristianos; un malestar de opinión y un desconcierto universal se apoderó de todas las cabezas. En Francia sobre todo toda la rabia filosófica no conoció límites y pronto una sola voz formidable formada por tantas voces reunidas gritó a Dios en medio de la culpable Europa: ¡Dejanos! ¿Será preciso entonces temblar eternamente delante de los sacerdotes y recibir de ellos la instrucción que quieran darnos? La verdad está oculta en toda Europa por el humo del incensario, es tiempo que ella salga de esta nube fatal. No hablaremos más de ti a nuestros hijos. A ellos les tocará cuando hombres, saber si tú existes, quién eres tú y qué quieres de ellos. Todo lo que existe nos disgusta porque tu nombre está escrito sobre todo lo que existe. Queremos destruirlo todo y rehacerlo sin ti. Sal de nuestros consejos, de nuestras academias, de nuestras casas. La razón no basta. ¡Déjanos! (De Maistre, Ensayo sobre el Principio generador de las constituciones).

El pretexto para instaurar el nuevo orden social fue la libertad; el código, el contrato social; el medio la demagogia; la razón última la constitución del Estado ateo y coloso, supremo árbitro de todos los derechos, de todo lo lícito y lo ilícito, dictador omnipotente de lo permitido o prohibido bajo el cual el nombre y culto de Dios será abolido perpetuamente. A este fin todo se endereza y todos los medios se ordenan; a éste la destrucción de la familia, a éste la destrucción de las corporaciones, a éste la destrucción de las libertades tanto municipales como provinciales para que sólo quede la potestad del Estado impío sin cuyo imperio no puede mover nadie ni pie ni manos en todo el ámbito del universo. Este es el fin del intento y no la libertad civil. La libertad es un pretexto, la libertad es un ídolo para seducir al pueblo, ídolo que tiene manos y no palpa, tiene pies y no camina, númen inánime bajo el cual Satanás se prepara a reducir a las gentes a una servidumbre mucho peor que aquella en que se las tuvo en la antigüedad con los ídolos materiales del paganismo. Por lo demás de lo que se trata es de la religión. “Queremos organizar una humanidad sin Dios.” (Jules Ferry). Y así “desde los días de la Revolución estamos en rebelión contra la autoridad divina y humana (que dependa de Dios) con quien hemos arreglado de golpe una terrible cuenta el 21 de enero de 1791.” (Clemenceau). “La civilización moderna y el cristianismo están en contradicción: es necesario que uno ceda lugar. El progreso moderno no reconoce sino un Dios inmanente al mundo, opuesto al Dios trascendental de la revelación cristiana, ni otra moralidad sino aquella cuya fuente es la voluntad humana, determinándose por sí y constituyendo para sí la ley.” (Hartman, Religión del porvenir. Billot, De Ecclesia Christi, T. II). Y poco hace respecto a este resultado final de la secularización absoluta de la vida las diferencias de medios que puedan implicar los totalitarismos llamados antidemocráticos o democráticos porque la impiedad anida igualmente en las entrañas de unos y de otros y no son sino dos caras –Gog y Magog– de un solo y único personaje, el gran Seductor.

La Revolución Francesa fue la primera gran batalla, de proyección universal, perdida por la Iglesia. Con ella, por vez primera, se implanta en el corazón de la Cristiandad y en el mundo una civilización anticristiana. La dirección civilizadora del mundo queda, desde entonces, en manos de la Contra-Iglesia; y, desde entonces, se erige como norma de vida civilizadora, un ideal anticristiano.

Antes de 1789 había muchos desvaríos de la inteligencia y gran corrupción de las costumbres pero los valores sociales erigidos como normas de vida eran católicos y también lo eran las instituciones. Por el contrario, desde entonces se erigen públicamente como ideal, normas anticristianas y si la verdad y el bien continúan perseverando por la influencia de la Iglesia, no pueden realizar sino una proyección restringida que apenas traspasa la esfera individual.

 

La civilización moderna y los católicos

Este radical cambio operado en la escala social de los valores civilizadores va a plantear un problema práctico a los católicos, terrible y decisivo. Porque, una de dos, o se mantienen en la verdad católica íntegra, valedera aún como norma de conducta privada y pública y entonces se exponen a ser tachados de reaccionarios, retrógrados, antiprogresistas o antimodernos; o, en cambio, reservando la verdad católica integral a un plano puramente teórico, aceptan como norma práctica de vida, una conciliación de los principios católicos con los modernos, una mixtura, una transacción, una regla de conducta, derivada de una teología alterada o disminuida.

Esto segundo hicieron los clérigos constitucionalistas los días mismos de la Revolución; esto hicieron, con gran despliegue de pensamiento los redactores de l’Avenir, y, sobre todo Lamennais; esto hicieron, en todos los países católicos, los llamados “católicos liberales”; esto cumplieron en Norteamérica los americanistas y, en todas partes, los católicos democratistas, cuya expresión más típica fue el movimiento del Sillón de Marc Sangnier.

Podría creerse que después de las condenaciones de la Mirari Vos de Gregorio XIV, del Syllabus de Pío IX, de las magistrales encíclicas de León XIII, de la reprobación del americanismo en Testem benevolentiae del mismo León XIII, de la condenación del Sillón por Pío X, el liberalismo y el democratismo de los católicos habrían terminado para siempre.

Pero no es así. Muy por el contrario. Ahora con una situación similar a la planteada por la Revolución Francesa, frente al hecho, al parecer inminente del triunfo democratista y comunista, surgen con virulencia todos los católicos que se creen en la perentoria necesidad de acomodarse en la nueva situación y que, por ello, se preguntan: ¿qué haremos los católicos en un mundo nuevo que se levanta, y que erige una nueva e irresistible forma de vida? ¿Nos mantendremos en la verdad católica íntegra, adoptada aun como normas de conducta exponiéndonos a que nos llamen cavernícolas o, en cambio, nos acomodaremos, buscaremos una norma de transacción y, sin renunciar a la profesión teórica de la verdad católica, buscaremos una nueva aplicación que contemple las realidades de la vida, que tenga en cuenta el progreso del tiempo, que se adapte a la nueva mentalidad?

Este es el problema. Y a esta cuestión, caben dos respuestas. La una, al modo de los católicos liberales, que es la que dan Maritain, Ducatillon y sus, cada vez, más numerosos seguidores. De aquí todo el esfuerzo por inventar una nueva norma integral de vida, una nueva cristiandad, una nueva civilización, una cristiandad que siga siendo tal y que sea esencialmente diversa de la medioeval; todo el esfuerzo por construir ésta con los valores modernos surgidos de la Revolución Francesa, tales como libertad, persona humana, derechos del hombre, democracia, progreso.

La filosofía social política que ha sido inventada por Maritain para satisfacer esta conciliación de la verdad católica con los principios modernos no ha sido posible sin someter la teología católica a una alteración o disminución, lo que es particularmente sensible en la doctrina de la supremacía espiritual de la Iglesia. Pero de ello nos ocuparemos en otros artículos.

Se ha buscado el “éxito”, el “triunfo” y ello no podrá ser sino a costa de la “verdad”.

Frente a esta posición, es necesario advertir que hoy, como ayer en los días en que el mundo estaba sumido en la universal idolatría del paganismo, y como mañana, cuando impere la apostasía final del anticristo, a los católicos no se nos pedirá el éxito sino el testimonio de la verdad. Cada cristiano debe tener como norma suprema e inquebrantable de su vida las palabras de Jesucristo al gobernador Pilatos: “Yo para eso nací, y para eso vine al mundo, para dar testimonio de la verdad.” (Jn. XVIII, 37).

Y esta predicación de la verdad constituye la herencia dejada por los apóstoles para ser predicada sobre todo, cuando vengan los tiempos en que los hombres “no soportarán la sana doctrina, sino que sintiendo comezón en los oídos, se darán a sí mismos maestros a montones según los propios apetitos, y de la verdad apartarán el oído, mientras se convertirán a las fábulas.” (San Pablo a Timoteo. 2, IV, 1-6).

Los católicos no podemos olvidar que en la vida presente vivimos continuamente bajo las amenazas de la gran seducción, del tentador que se transfigura en ángel de luz, y de sus redes sólo nos puede librar una adhesión total a la verdad católica, que no es sólo para ser considerada especulativamente sino para ser cumplida y realizada en la vida individual, social y política. Si las circunstancias no permiten una aplicación total y plena de la verdad católica, ya no es tarea que a nosotros incumba mientras no esté en nuestras manos modificar esas circunstancias. A nosotros toca llevar la verdad católica hasta donde las circunstancias permitan prudentemente su aplicación: pero jamás es lícito disminuir o alterar dicha verdad para asegurar una mejor eficacia de su aplicación.

Porque además de significar ello un detrimento para su integridad que sólo debemos custodiar es privarla de su eficacia. ¿Hubiera llegado la verdad católica a vencer las resistencias de un mundo hostil hasta cumplirse en la plenitud medioeval, si los Padres, San Agustín y los teólogos la hubieran disminuido y acomodado a las circunstancias del mundo pagano en que vivían? La verdad tiene todos los derechos. No es ella la que debe acomodarse sino que a ella deben acomodarse los hombres para actuarla en ellos lo más cumplidamente que puedan.

Estos eternos acomodadores que son los católicos liberales, mañana en los días del anticristo, andarán alucinados detrás de él, porque será la más brillante encarnación de la ciencia, de la libertad, de la democracia, del progreso y de la civilización moderna. Porque en la descripción que San Pablo no ha dejado del anticristo (II Tes. II, 1-12) éste aparecerá con todo poder y con artificios y portentos engañosos; y éstos serán eficaces para perder precisamente a aquellos que no abrazaron el amor de la verdad para ser salvos (ib.). ¿Y cuál verdad? Aquella verdad que recibisteis por las tradiciones en que fuisteis enseñados (ib.), o sea la verdad católica íntegra que fue recibida de Jesucristo, transmitida por los Apóstoles, perpetuada en las enseñanzas constantes de los Pontífices Romanos: verdad católica íntegra y actuante que tiene valor, no sólo en el plano ideal de la teoría, sino también en la realidad práctica vivida, y que se resume en la definición de la Bula Unam Sanctam de Bonifacio VII: “Por lo cual declaramos, decimos, definimos y pronunciamos como doctrina enteramente necesaria para la salvación: que toda criatura humana está sometida al Romano Pontífice.”

Esta profesión de la integridad de la verdad católica será la única garantía contra las ilusiones del Anticristo.

Aquellos, en cambio, que habrán sido ablandados en la profesión de la verdad, serán devorados por la gran Seducción.



Nuestro Tiempo (23 de marzo de 1945), año II, nº 27, pág. 9-11.



[1] Nuestro Tiempo (23 de marzo de 1945), año II, nº 27, pág. 9-11.

[2] De neta filiación maniquea es el siguiente párrafo del libro “Los Derechos del Hombre y la ley natural”, de Maritain (pág. 45): “No hay más que un bien común temporal, el de la Sociedad política, como no hay más que un bien común sobrenatural, el del Reino de Dios, que es suprapolítico. Introducir en la sociedad política un bien común particular, el cual sería el bien común temporal de los fieles de una religión, aunque fuese la verdadera religión, y que reclamarían para sí una situación privilegiada en el Estado, sería introducir un principio de división en la sociedad política y faltar, por lo tanto, al bien común temporal.”

lunes, 11 de marzo de 2024

Despedida al P. Meinvielle, por el Dr. Carmelo Palumbo



 PALABRAS PRONUNCIADAS 

POR EL DR. CARMELO E. PALUMBO

 

A continuación transcribimos las palabras pronunciadas al despedir a nuestro querido “Padre Julio” del Ateneo:

 

En nombre de la Comisión Directiva del ATENEO POPULAR DE VERSAILLES despido a su fundador y presidente hasta el día de su deceso: al inolvidable Padre JULIO.

La separación fue inesperada y sorpresiva, pero su vida fue muy fecunda y nos ha dejado lecciones ejemplares. Una de ellas fue el fiel cumplimiento de su vocación sacerdotal. Desde esa perspectiva encaró todas sus obras. Él era hombre de Cristo y su misión en la tierra era llevar todas las cosas a Cristo. Quedarían sin explicación lógica muchos actos de su vida, si no lo ubicamos compenetrado de esa misión. ¿Cómo explicar lo variado de su actividad? ¿Cómo conciliar sus profundas meditaciones filosóficas y teológicas con las preocupaciones que asumía al dirigir y presidir una entidad deportivo-cultural como el ATENEO? Es que todo en él era filosofía y teología. Toda su actividad tenía sentido por la unidad superior que le confería su misión apostólica. Con ese espíritu concibió y dio a luz el Ateneo Popular de Versailles y lo dejó plasmado en el art. 4º de los estatutos sociales: “El Ateneo Popular de Versailles, que surgió por iniciativa de la Parroquia de Nuestra Señora de la Salud, llenará su finalidad dentro de los altos ideales de la Iglesia Católica…” En esta institución tiene cabida todos los jóvenes, niños y mayores, sin distinción de rangos o creencia, pero “se exigirá como dice el art. 4º citado, dentro del local social y de sus actividades, que las mismas respeten esos ideales.”

Con su corazón de apóstol recogió el lamento de las familias pobres y humildes de la zona y brindó a sus hijos un lugar sano de esparcimiento y de educación cristiana. El Padre amó a los pobres, pero no a pobres “imaginarios” que conducen a soluciones imaginarias y utópicas, sino a los pobres “reales” y les dio una solución real: EL ATENEO POPULAR DE VERSAILLES.

En los últimos tiempos nos dio una orientación profunda y segura para mantener sólidamente la institución. Hoy sacude al mundo y la Iglesia, como él lo había denunciado repetidas veces, una fuerza diabólica que busca vaciar al hombre de todos los valores superiores del espíritu; vaciar las instituciones de autoridad; a los pueblos de sus más legítimas tradiciones; vaciar el contenido doctrinario de la enseñanza; minimizar la autoridad paterna en la familia; despojar a la Iglesia de sus ritos; ocultar la doctrina de los misterios sobrenaturales de la fe… Frente a esta tendencia demoledora de la civilización propició la reforma de los estatutos sociales, aprobándose en la última Asamblea Extraordinaria el art. 9º que reza así: “Los socios y socias activas (electores y elegibles a cargos directivos) deben ser mayores de edad, profesar la Religión Católica, Apostólica y Romana… la profesión pública de doctrina, culto o actos contrarios a la Doctrina Católica, Apostólica y Romana, hará pasible al socio o socia activa de la pena máxima de expulsión.”

Así Señores, sin paliativos ni timidez. Este Club es y deberá ser dirigido por personas católicas; está abierto a todos los hombres de buena voluntad, de cualquier credo o raza, pero su conducción queda reservada a los fieles de la Iglesia Católica que conforman su obrar a la doctrina de la misma.

Colegas directivos del ATENEO POPULAR DE VERSAILLES:

Ante los despojos mortales del Padre Julio reafirmemos el espíritu cristiano que él infundió en la Institución, que es el factor decisivo para salvar al Club de todas las crisis que puedan sobrevenirle, como ha sucedido a lo largo de sus 35 años de existencia. No permitamos el vaciamiento de ese espíritu.

Os exhorto a hacer, ante este féretro, una firme promesa de no ceder un ápice en la concepción católica del Club. Es el mejor testimonio de gratitud que podemos ofrendar al Padre Julio y es la única manera para mantener incólume esta Institución tan benéfica para nuestros hijos y nuestras familias.

Padre Julio: ¡Que Dios te corone con los laureles del victorioso luchador! ¡Que el Verbo Eterno, Sabiduría Infinita que polarizó tu vida terrena, sea tu gozo y descanso eterno!

¡Ruega a Dios por tu obra y para que nuestro espíritu no desfallezca! ¡Descansa en paz!

 

 

 

Ateneista: En homenaje a nuestro Fundador Pbro. Dr. Julio Meinvielle, 1973, 3-4.

sábado, 9 de marzo de 2024

In Memoriam - P. Julio Meinvielle, por el P. Raúl Sánchez Abelenda

 


PALABRAS PRONUNCIADAS EN LA INHUMACIÓN DE LOS RESTOS DEL PBRO. DR. JULIO R. MEINVIELLE EN LA CHACARITA EL SÁBADO 4 DE AGOSTO DE 1973

 

Por el Pbro. Raúl Sánchez Abelenda

 

Querido Padre Meinvielle:

Despedimos al Padre Julio: Hacemos algo en lo que todavía no nos damos cuenta. Aún seguimos bajo la fuerte impresión de aquel accidente fatídico del martes 26 de junio y la incomparable entereza del Padre durante su enfermedad nos impedía ver la posibilidad de que terminara así su tránsito terreno.

Ante la evidencia que no podemos soslayar nuestro cariño nos mueve a rogarle a nuestro Señor, por intermedio de su Madre Santísima, a que lo premie con creces a este sacerdote y varón ejemplar, saturándolo de su misericordia, a exhortarnos mutualmente a una fidelidad vital a su ejemplaridad, recogiendo y fructificando la herencia de su vida, ofrecida en aras de la mejor de las causas; y a pedirle la continuidad de sus bendiciones.

La oblación de su vida: una vida total, sin descanso y sin desmayo, signada por la expresión del salmista: “exiit homo ad opus suum usque ad vesperum” – salió el hombre a realizar su obra hasta la tarde. Una vida total coronada con la reciedumbre y dulzura de su inmolación final, porque estaba centrada en la Cruz de Cristo, sin evacuarla, hasta imitarlo literalmente en su lecho de dolor. Una vida total gastada a conciencia, como San Pablo: “Impendar et superimpendar” – me consumiré y me consumiré más todavía.

Y por la mejor de las causas: la Iglesia y la Patria. Su vocación, en este sentido, no tuvo jamás ningún renuncio, y consolidó las nuestras. Con una fidelidad a esa Iglesia que amaba por sobre todas las cosas, cuya grandeza de otros tiempos lo emocionaba vehementemente, deseando con ansias verla restaurada: un sueño de renovada cristiandad que la Providencia no le concedió verlo realizado en vida, para contemplarla ya desde el cielo en el plan cierto, armónico y hermoso de Dios.

Un sacerdocio vivido realmente, con una teología estudiada a fondo y reflexionada constantemente, sin soslayar por temor o indiferencia ninguno de sus problemas y fundada en su raíz: la fe, que era la cosa y la vivencia más palpable en el Padre Julio. Un sacerdocio vivido y dado para la gente y en la gente: ahí están sus obras, tan conocidas sobre todo por sus exfeligreses del barrio de Versailles. Un sacerdocio con una caridad de delicadeza indescriptibles como a San Pablo, “la caridad de Cristo lo urgía”. Todo ese sacerdocio perfumado por una acendrada y candorosa devoción a la Virgen, cuyo Rosario desgranaba en su casa y fuera de ella –por las calles, en los ómnibus y los subtes y en las colas ante cualquier oficina– en forma ininterrumpida.

Un sacerdocio identificado con la Patria, que la quería grande porque la quería católica, sin poder concebirla de otra forma. Patria por la que gastó y brindó en vida, valiéndole con justicia la expresión del poeta Horacio: “Dulce et decorum est pro patria mori” – es agradable y decoroso morir por la patria.

Tanto para con la Iglesia como para con la Patria, sobre ambas alas de una vida de realizaciones prácticas y una vida especulativa fuera de serie y en perfecta armonía ambas, hay algo que resalto en el Padre Julio: la verdad por sobre todo, y la verdad en la caridad: “veritatem facientes in charitate” – haciendo la verdad en la caridad. Por eso la extraordinaria libertad de espíritu del Padre Meinvielle: la verdad lo hizo libre y porque acendraba en su corazón el santo temor de Dios, principio de la sabiduría, no temió a los hombres y los urgía, respetándolos, para que fueran fieles a su cargo y responsabilidades, como él. Verdad en la caridad. Si algún epitafio puede cifrar la personalidad y la vida del Padre Julio Meinvielle es sólo éste: Un apasionado por la verdad. Luchar para él, era una gracia. Su polemismo práctico y especulativo, estuvo siempre en función de la verdad.

Su ascética personal se caracterizaba por ser claramente antipelagiana: una sobrenaturalidad genuina que le alimentaba la Virgen y que él recibía, no de otra forma, con humidad. Así lo confesó hasta el final.

Pero también lo caracterizaba la caballerosidad y el respeto con relación a la vida personal de cada uno. Nos sentíamos pequeños ante su grandeza de profundo respeto, pero al mismo tiempo cobijados y atraídos por su llaneza y simplicidad de auténtica gran clase: por eso nuestro cariño entrañable.

Agradecido con tanto regalo, nos ciñó un compromiso con sus enseñanzas. Él nos urge a esta fidelidad, para seguir llevando una vida de conversación con él. Y confesamos que sin él nuestras vidas serían otras.

Que Dios lo llene con su misericordia; que no dilapidamos su herencia, que la hagamos nuestra; que nos bendiga día a día desde el cielo; que nuestro dolor, así, se convierta en gozo con este nuevo protector desde el cielo, ahora en que, a pesar de esta desolada orfandad, lo hemos ganado y tenemos de veras al Padre Julio porque lo ha ganado Dios.

 

 

Ateneista: En homenaje a nuestro Fundador Pbro. Dr. Julio Meinvielle, 1973, 7-8.

In Memoriam. Verbo (Buenos Aires), 1973, 133, 8-10.

 

viernes, 8 de marzo de 2024

Homenaje al P. Julio Meinvielle

 Al cumplirse los 25 años de su muerte[1]




 

Por Sergio F. Tacchella[2]

 

El Padre Julio Ramón Meinvielle nació en Buenos Aires el jueves 31 de agosto de 1905, fiesta de San Ramón Nonato y de allí su segundo nombre. Se doctoró en Filosofía y Teología en el, por entonces, Seminario Pontificio de Villa Devoto, ordenándose sacerdote el sábado 20 de diciembre de 1930.

Tras un breve paso por San Vicente de Paul, en Mataderos, como Vicario Cooperador, fue nombrado Párroco de Nuestra Señora de la Salud – precaria capilla de Versailles – tomando posesión el domingo 18 de marzo de 1933, fiesta de San José, una de las imágenes que decoraban el altar del pequeño y austero oratorio.

Preocupado por la niñez y la juventud de ese humilde poblado de calles de barro y trencito de una sola vía – cerca del arroyo Maldonado que pronto sería entubado – fundó en 1934 las ramas de la Acción Católica y las demás instituciones parroquiales, con especial dedicación a los Vicentinos, y en 1935 la organización Nacional de los Scouts Católicos Argentinos, que fue reconocida en forma inmediata por el Episcopado, y en la cual volcó tantísimos de sus afanes sacerdotales.

Con una herencia recibida de su familia, levantó un Salón de Actos, que serviría también para que el barrio tuviera su primer cine, y un lugar para las diversas actividades culturales. Que fue además, el paso previo para concretar otra iniciativa brillante, la fundación, junto a destacados vecinos, en 1938, del Ateneo Popular de Versailles, apodado por la revista El Gráfico como el “Club del Cura”, y por el que ha pasado buena parte de la niñez de la villa y sus alrededores.

Generoso, misionero de alma, se preocupaba a la par de su ministerio, de las necesidades de las familias más humildes, formándolas en la Universidad Popular del Ateneo, para la cual obtuvo de la familia Navarro Viola la donación de 3.500 volúmenes, o consiguiéndoles empleos a los más necesitados gracias a sus gestiones con amistades personales, y donando hasta sus propias pertenencias, si con ellas podía aliviar a los que sufrían el desamparo y la pobreza.

Detrás de toda esta inmensa actividad parroquial (1933-1950), y desde 1950 hasta su muerte en 1973 como Capellán de la Santa Casa de Ejercicios, estaba el intelectual de rígida formación teológica y filosófica, que lo convertiría en una de las figuras relevantes de la Iglesia Católica, no excluyendo su participación directa en fuertes polémicas, a las que nunca se rehusó, sin olvidar jamás su estricta misión sacerdotal.

Educador, publicista, escritor. Profesor en los Cursos de Cultura Católica, solamente entre 1933 y 1940, ya había publicado siete libros: “Qué saldrá de la España que sangra”, “Concepción Católica de la Economía”, “Concepción Católica de la Política”, “Los tres pueblos Bíblicos”, “El pueblo judío en el misterio de la historia”, “La Iglesia y el Tercer Reich”, y “Hacia la cristiandad”, a más de sus colaboraciones para las revistas “Criterio” y “Sol y Luna”.

Fundó dos semanarios, “Nuestro Tiempo” (1 de junio de 1940) y “Balcón” (1945), y un quincenario, “Presencia”, cuyo primer número apareció en la fiesta de Navidad de 1948. Todos bajo su Dirección.

Reflejó su pensamiento filosófico-teológico en libros como “De Lamennais a Maritain” y “Teilhard de Chardin o la Religión de la Evolución”. Y sus disputas con el gran teólogo francés Garrigou-Lagrange, fueron publicadas en 1947 en el libro “Correspondance avec le R. P. Garrigou-Lagrange à propos de Lamennais et Maritain”, editado por su imprentero y amigo Taladriz.

A ellos se sumaron otros libros: “Conceptos fundamentales de la Economía” (1953), “El poder destructivo de la dialéctica comunista” (1962) y “El comunismo en la Revolución Anticristiana” (1964), entre los principales.

Pero eso era principalmente, de Versailles hacia el mundo.

Para nosotros, los parroquianos del Santuario de Nuestra Señora de la Salud, era “también” eso, pero mucho, muchísimo más.

Para nosotros era el promotor de los Scouts Católicos Argentinos, de las ramas de la Acción Católica, de los Vicentinos, de la Juventud Obrera Católica. Era el Pastor de la generosidad absoluta, de la sonrisa fácil, del coscorrón de alerta; era el que gozaba de los campamentos en Córdoba, Mar del Plata o Pontevedra; el que dejaba a ratos el rezo del Breviario para compartir nuestros juegos. Era el Fundador y Presidente vitalicio del Ateneo Popular de Versailles; era el orador que en el barrio se volvía sencillo para los sencillos; era el catequista sabio, entretenido y paciente, el hombre de oración, piadoso, buen consejero y entregado a su Ministerio plenamente. Sin dobleces, frontal, inteligente, sano.

De la estirpe de Melquisedec, Sacerdote del Altísimo.

Nunca nada mejor y más sencilla definición, la esculpida en la lápida de mármol blanco que cubre su tumba: “Amó la Verdad”.

 

 

Tacchella, Sergio F., Apuntes con clima 2, Ediciones Clima, Buenos Aires, 2006, 278-281.



[1] En julio de 1998, al cumplirse los veinticinco años de su muerte, el Párroco de Nuestra Señora de la Salud, Pbro. José María Casadevall, organizó una Comisión de Homenaje, y me pidió que escribiera una reseña de la vida del Padre Julio, que transcribo a continuación.

[2] El texto entero pertenece a Tacchella, incluso la nota citada anteriormente. [N. del E.]

lunes, 22 de enero de 2024

Los Padres, los primeros catequistas de sus hijos

 


PADRES Y MADRES ENVIAD VUESTROS HIJOS QUE HAYAN CUMPLIDO LOS SIETE AÑOS [AL CATECISMO DE PREPARACIÓN PARA LA PRIMERA COMUNIÓN][1]

 

1º – Recordad que vuestros hijos cuando llegan al uso de la razón tienen obligación grave de recibir los sacramentos de la confesión y de la comunión. Si no los reciben, sobre vosotros recae esta culpa grave.

2º – Recordad además que no es razón suficiente para diferir la Comunión el que vuestros hijos no tengan ropa nueva. Para comulgar no hace falta ninguna ropa especial o nueva. Bastan que se acerquen limpios de cuerpo y alma. Jesucristo que nació en un establo de animales, que durante su vida no tuvo una almohada donde reclinar su cabeza, que murió desnudo en la cruz no se avergüenza de los niños pobres, sino que los ama con especial predilección.

3º – Recordad que los padres cristianos acompañan a la mesa eucarística a sus hijos, participando también ellos del pan de Cristo. De otra suerte vuestros hijos parecerán huérfanos de padres.

4º – Recordad por fin que vuestros hijos deben ser cristianos aún después de la primera comunión. Debéis aún entonces de enviarlos a la misa de niños, que se dice los domingos a las 9 horas y a la doctrina y debéis de educarlos con el ejemplo de vuestras vidas cristianas.

 

 [Sin firma[2]]

 

 

Boletín de Versailles, Año I, Nº 15, 5 de noviembre de 1933, 15.[3]

 



[1] Dado que la nota carece de título, le hemos puesto lo que está en negritas como tal, aclarando que se refiere a la Primera Comunión de los niños.

La imagen de esta entrada, donde se ve al mártir Carlos Sacheri rezando con sus hijos, está tomada de Hernández, Héctor H, Sacheri y el mandato argentino: Crítica de la "Nueva Cristiandad". Para una Historia del INFIP, Ediciones Escipión/Instituto de Filosofía Práctica de la Argentina, Mendoza, 2017, 129.

[2] Probablemente, del responsable de la Revista. Es decir, del P. Julio Meinvielle.

[3] Agradecemos a la Junta de Estudios Históricos de Versailles que ha conservado este ejemplar, y que nos ha dejado escanearlo en su totalidad.