lunes, 8 de agosto de 2022

Administrador fiel y prudente

 Comentario a Lc. 12, 32-48

 


«¿Quién es el administrador fiel y prudente que el Señor ha puesto al frente de su personal para distribuirle la ración de trigo en el momento oportuno?»

El Dueño del rebaño de Dios es el mismo Señor. «Nosotros somos su pueblo, y ovejas de su rebaño», como dice el salmo (Ps. 99, 3). Pero Jesucristo ha querido colocar a unas almas a cargo de otras. Estas personas que tienen responsabilidad sobre los demás, son los administradores (oivkono,moj). El Dueño de las ovejas es siempre y exclusivamente el mismo Dios.

Cuando es necesario alimentar y atender a los animales del campo, se requiere que las tareas se hagan en el momento justo, de tal forma que realizarlo en otra oportunidad, puede equivaler muchas veces a la muerte del rebaño.

De modo semejante, quienes tienen almas a su cargo (padres de familia, superiores, autoridades, pastores de almas, etc.), deben atender a quienes tienen a su cuidado en el momento que corresponde. De lo contrario, equivaldría a una falta de atención, y, por ende, a no ser considerado un buen administrador.

Alimentar a los animales equivale, sobre todo, a darles la buena doctrina de la Palabra, que es el verdadero alimento. «Enviaré hambre sobre la tierra; no hambre de pan ni sed de agua, sino de oír las Palabras de Yahvéh» (Am. 8, 11). En el caso de los ministros ordenados, equivale a alimentar a las ovejas del Señor con la Santa Comunión, que es el Pan de vida es la Carne de Cristo para la vida del mundo (cf. Jn. 6, 51). De hecho, hablando de ellos, dice San Pablo, que «es preciso que los hombres nos miren como a siervos de Cristo y administradores de los misterios de Dios (oivkono,mouj musthri,wn Qeou/)». (1 Cor. 4, 1)

El Señor le da algunas características al administrador: dice que debe ser fiel (pisto,j) y prudente (fro,nimoj). Son, en realidad, tres notas distintas.

Que el administrador sea prudente equivale a que tenga la verdadera sabiduría del orden práctico, para enseñar la verdad conduciendo con las actitudes de Jesucristo al rebaño de Dios. Ante todo, él mismo debe ser sobrio. Razón por la cual debe usar las cosas de este mundo con moderación, y no temer a los lobos del rebaño. Como dice San Juan de la Cruz: «Ni cogeré las flores, ni temeré las fieras, y pasaré los fuertes y fronteras»[1]. De este modo, la verdadera prudencia es templada y fuerte. La prudencia exige además que el pastor sea justo con todos, dándole a cada uno lo suyo. Ante todo, a Dios la gloria que se merece, por la virtud de la religión. Y a las ovejas, lo que necesitan, no solo para sobrevivir, sino también para crecer, y hacerse sanas y robustas.

La segunda palabra que le atribuye el Señor al administrador es fiel (pisto,j). Este término, en griego, tiene una doble significación: píi,stij puede traducirse por fe y por fidelidad, de tal modo que pisto,j puede hacerse por creyente y por fiel.

Ante todo, el administrador debe tener fe. Debe adherir con toda el alma y el corazón a las palabras del Dueño del rebaño. Debe vivir de la fe, de tal forma que su palabra se haga operativa por su conducta. Se requiere, además, que enseñe lo que practica. De este modo, la fe coronará la verdadera prudencia que debe poseer quien tiene almas a su cargo.

Además, esta fe debe encarnarse en el administrador a lo largo de su vida. De este modo, la fe se transforma en fidelidad. Como dice en otro lugar el Señor: «Gracias a la constancia salvaréis vuestras almas» (Lc. 21, 19). Esta es la fe que justifica y hace salvos a los hombres. «El justo vive de la fe, pero si se vuelve atrás, dejaré de amarlo» (Heb. 10, 38; cf. Hab. 2, 4; Rom. 1, 17; Gal. 3, 11).

De este modo, el administrador debe mantener en el tiempo la buena obra que Dios ha comenzado en él.

Por otra parte, el Evangelio nos sigue diciendo que el administrador debe velar por el rebaño de Dios hasta que Él vuelva. Vendrá en la vigilia de la noche. Será el momento donde muchos administradores, al modo como los poderosos de este mundo, «les hacen sentir su dominación» (Mt. 20, 25). Por eso maltratarán a las ovejas y cometerán toda clase de excesos. Otros dejarán de velar por el rebaño, siendo de este modo presa fácil de los lobos, que son, como dice Santo Tomás[2], los demonios, los herejes y los poderosos, que buscan someter a las almas.

Estos malos comportamientos de los administradores harán que el rebaño disminuya. Algunas ovejas se perderán por culpa propia, otras se perderán por malos tratos de los administradores. Pero «a ti te pediré cuenta de su sangre» (Ez. 3, 18), como dice el Señor a los malos pastores, que se apacientan a sí mismos.

Sin embargo, el Señor promete que quedará un resto fiel, «aquellos que no hayan doblado la rodilla delante de Baal» (1 Rey. 19, 18; cf. Rom. 11, 4). Pero ese rebaño será pequeño. No llenará todo el mundo, como anteriormente hizo el árbol nacido del grano de mostaza, sino que la Iglesia decrecerá, y tendrá «una realidad mucho más modesta», como escribió el Padre Julio Meinvielle[3].

Aun así, cuando suceda todo esto, debemos tener la convicción que ya estaba escrito. Que el Señor nos asistirá para que no claudiquemos. «No temas, pequeño rebaño, porque vuestro Padre ha querido daros el Reino».

No temamos, entonces, cuando veamos que muchos administradores son injustos, que nos maltratan o no nos dan lo necesario. Como ovejas del Señor, recordemos siempre que somos de Dios. Que los malos siervos no nos hagan dudar de la Palabra de Cristo. «Os he dicho esto, para que, cuando el tiempo venga, os acordéis que Yo os lo había dicho» (Jn. 16, 4).

Los administradores injustos serán juzgados por los conocimientos que tengan, o que debían tener. Y serán tratados como los infieles, siendo apartados definitivamente de la grey de Dios. Más aún, como a quien más se le dio, más se le va a pedir, «el juicio comienza por la Casa de Dios» (1 Ped. 4, 17), dado que han recibido mucho más.

No nos apartemos de la fe y de la verdad por los malos administradores: «el Padre ha querido daros el Reino». Veamos al Padre en cada acontecimiento, incluso cuando haya pruebas para la Fe y la práctica de la vida cristiana, que provienen muchas veces de aquellos que deberían velar por nosotros. Digamos al Señor, junto con el apóstol San Felipe: «Muéstranos al Padre, Señor, y eso nos basta» (Jn. 14, 8).



[1] San Juan de la Cruz. Cántico Espiritual, tercera estrofa.

[2] Santo Tomás de Aquino. In Jn, X, lec. 3, n. 1405.

[3] Meinvielle, J. (1970). De la cábala al progresismo. (p. 462). Salta: Editora Calchaquí.

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