Comentario a Lc. 12, 32-48
«¿Quién es el administrador fiel y prudente
que el Señor ha puesto al frente de su personal para distribuirle la ración de
trigo en el momento oportuno?»
El Dueño del
rebaño de Dios es el mismo Señor. «Nosotros
somos su pueblo, y ovejas de su rebaño», como dice el salmo (Ps. 99, 3).
Pero Jesucristo ha querido colocar a unas almas a cargo de otras. Estas
personas que tienen responsabilidad sobre los demás, son los administradores (oivkono,moj). El Dueño de las
ovejas es siempre y exclusivamente el mismo Dios.
Cuando es
necesario alimentar y atender a los animales del campo, se requiere que las
tareas se hagan en el momento justo, de tal forma que realizarlo en otra
oportunidad, puede equivaler muchas veces a la muerte del rebaño.
De modo
semejante, quienes tienen almas a su cargo (padres de familia, superiores,
autoridades, pastores de almas, etc.), deben atender a quienes tienen a su
cuidado en el momento que corresponde. De lo contrario, equivaldría a una falta
de atención, y, por ende, a no ser considerado un buen administrador.
Alimentar a
los animales equivale, sobre todo, a darles la buena doctrina de la Palabra,
que es el verdadero alimento. «Enviaré hambre
sobre la tierra; no hambre de pan ni sed de agua, sino de oír las Palabras de
Yahvéh» (Am. 8, 11). En el caso de los ministros ordenados, equivale a
alimentar a las ovejas del Señor con la Santa Comunión, que es el Pan de vida
es la Carne de Cristo para la vida del mundo (cf. Jn. 6, 51). De hecho, hablando
de ellos, dice San Pablo, que «es preciso
que los hombres nos miren como a siervos de Cristo y administradores de los
misterios de Dios (oivkono,mouj musthri,wn Qeou/)».
(1 Cor. 4, 1)
El Señor le da
algunas características al administrador: dice que debe ser fiel (pisto,j) y prudente (fro,nimoj). Son, en realidad,
tres notas distintas.
Que el
administrador sea prudente equivale a que tenga la verdadera sabiduría del
orden práctico, para enseñar la verdad conduciendo con las actitudes de
Jesucristo al rebaño de Dios. Ante todo, él mismo debe ser sobrio. Razón por la
cual debe usar las cosas de este mundo con moderación, y no temer a los lobos
del rebaño. Como dice San Juan de la Cruz: «Ni cogeré las flores, ni temeré las
fieras, y pasaré los fuertes y fronteras»[1].
De este modo, la verdadera prudencia es templada y fuerte. La prudencia exige
además que el pastor sea justo con todos, dándole a cada uno lo suyo. Ante
todo, a Dios la gloria que se merece, por la virtud de la religión. Y a las
ovejas, lo que necesitan, no solo para sobrevivir, sino también para crecer, y
hacerse sanas y robustas.
La segunda palabra
que le atribuye el Señor al administrador es fiel (pisto,j). Este término, en griego, tiene una doble
significación: píi,stij puede
traducirse por fe y por fidelidad, de tal modo que pisto,j puede hacerse por creyente y por fiel.
Ante todo, el
administrador debe tener fe. Debe adherir con toda el alma y el corazón a las
palabras del Dueño del rebaño. Debe vivir de la fe, de tal forma que su palabra
se haga operativa por su conducta. Se requiere, además, que enseñe lo que
practica. De este modo, la fe coronará la verdadera prudencia que debe poseer
quien tiene almas a su cargo.
Además, esta
fe debe encarnarse en el administrador a lo largo de su vida. De este modo, la
fe se transforma en fidelidad. Como dice en otro lugar el Señor: «Gracias a la constancia salvaréis vuestras
almas»
(Lc. 21, 19). Esta es la fe que justifica y hace salvos a los hombres. «El justo vive de la fe, pero si se vuelve
atrás, dejaré de amarlo» (Heb. 10, 38; cf. Hab. 2, 4; Rom. 1, 17; Gal. 3,
11).
De este
modo, el administrador debe mantener en el tiempo la buena obra que Dios ha
comenzado en él.
Por otra
parte, el Evangelio nos sigue diciendo que el administrador debe velar por el
rebaño de Dios hasta que Él vuelva. Vendrá en la vigilia de la noche. Será el
momento donde muchos administradores, al modo como los poderosos de este mundo,
«les hacen sentir su dominación» (Mt.
20, 25). Por eso maltratarán a las ovejas y cometerán toda clase de excesos.
Otros dejarán de velar por el rebaño, siendo de este modo presa fácil de los lobos,
que son, como dice Santo Tomás[2],
los demonios, los herejes y los poderosos, que buscan someter a las almas.
Estos malos
comportamientos de los administradores harán que el rebaño disminuya. Algunas
ovejas se perderán por culpa propia, otras se perderán por malos tratos de los
administradores. Pero «a ti te pediré
cuenta de su sangre» (Ez. 3, 18), como dice el Señor a los malos pastores,
que se apacientan a sí mismos.
Sin
embargo, el Señor promete que quedará un resto fiel, «aquellos que no hayan doblado la rodilla delante de Baal» (1 Rey. 19,
18; cf. Rom. 11, 4). Pero ese rebaño será pequeño. No llenará todo el mundo,
como anteriormente hizo el árbol nacido del grano de mostaza, sino que la
Iglesia decrecerá, y tendrá «una realidad mucho más modesta», como escribió el
Padre Julio Meinvielle[3].
Aun así,
cuando suceda todo esto, debemos tener la convicción que ya estaba escrito. Que
el Señor nos asistirá para que no claudiquemos. «No temas, pequeño rebaño, porque vuestro Padre ha querido daros el
Reino».
No temamos,
entonces, cuando veamos que muchos administradores son injustos, que nos
maltratan o no nos dan lo necesario. Como ovejas del Señor, recordemos siempre
que somos de Dios. Que los malos siervos no nos hagan dudar de la Palabra de
Cristo. «Os he dicho esto, para que,
cuando el tiempo venga, os acordéis que Yo os lo había dicho» (Jn. 16, 4).
Los
administradores injustos serán juzgados por los conocimientos que tengan, o que
debían tener. Y serán tratados como los infieles, siendo apartados
definitivamente de la grey de Dios. Más aún, como a quien más se le dio, más se
le va a pedir, «el juicio comienza por la
Casa de Dios» (1 Ped. 4, 17), dado que han recibido mucho más.
No nos
apartemos de la fe y de la verdad por los malos administradores: «el Padre ha querido daros el Reino».
Veamos al Padre en cada acontecimiento, incluso cuando haya pruebas para la Fe
y la práctica de la vida cristiana, que provienen muchas veces de aquellos que
deberían velar por nosotros. Digamos al Señor, junto con el apóstol San Felipe:
«Muéstranos al Padre, Señor, y eso nos
basta» (Jn. 14, 8).
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