Hemos conmemorado durante el año 2014 el cuadragésimo aniversario de la muerte de Jordán Bruno Genta y de Carlos Alberto Sacheri [1]. Hemos narrado su vida, sus escritos y las circunstancias de su muerte. Para reafirmar lo dicho, y concluir ambos artículos debemos afirmar, sin lugar a dudas, que ambos patriotas del Cielo y de la tierra deben ser considerados, con toda propiedad, mártires.
Santo Tomás, en la Suma de Teología, en su tratado sobre la virtud de la fortaleza, donde explica el martirio, como primer analogado del hombre fuerte, nos enseña que «pertenece a la razón del martirio
mantenerse firme en la verdad y en la justicia contra los ataques de los
perseguidores» (II-II, 124, 1). Genta, proscripto primero por enseñar la verdad
de la fe con todas sus consecuencias, expulsado del rectorado por no ser
genuflexo al poder político, soportando la pobreza para él y su familia para no
ceder ante falsas prioridades; y amenazado luego de muerte reiteradas veces,
fue al fin asesinado por no dejar de ver clarividentemente y de enseñar, en su
caso, la necesidad de fortalecer a las Fuerzas Armadas de la Nación para
enfrentar al poder comunista. Sacheri, por otra parte, sabiendo todos que él
sería el sucesor doctrinal de Genta, a pesar de que había sido intimidado de
muerte luego de la caída del primero, no claudicó en la enseñanza de la
doctrina social de la Iglesia, ni dejó de denunciar los errores del
tercermundismo dentro de su mismo seno, con su obra “La Iglesia Clandestina”, que le valió su muerte violenta.
Como nos sigue diciendo el Angélico: «no debe uno dar a otro
ocasión para obrar injustamente, pero si el otro obrara así, él debe soportarlo
con moderación» (II-II,
124, 1 ad 3). Ahora bien, es evidente que ni Genta ni Sacheri dieron
ocasión para que los enemigos los ataquen. Ambos luchaban por el bien temporal
de la patria, abierto a la fe católica, único modo de realizarse el bien en
este mundo, de modo individual y social, advirtiendo acerca de los males que
los acechaban. Pero no debe decirse que ellos se expusieron temerariamente a la
muerte por denunciar los errores de nuestro tiempo, ni tampoco por dar nombres
concretos de aquellos que los promovían (como hizo Sacheri en “La Iglesia Clandestina”), porque, como
dice Santo Tomás: «A
ella [la ciencia de la verdad] pertenece aceptar uno de los contrarios y
rechazar el otro; como sucede con la medicina, que sana y echa fuera a la
enfermedad. Luego así como propio del sabio es contemplar, principalmente, la
verdad del primer principio y juzgar de las otras verdades, así también lo es
luchar contra el error.» (Suma Contra Gentiles, I, 1)
Tanto en Genta como en Sacheri han brillado todas las virtudes
que resplandecen en los mártires. «El martirio se relaciona con la fe como el
fin en el que uno se afirma; y con la fortaleza como su hábito de donde
procede.» (II-II, 124, 2, ad 1). «Al acto del martirio inclina la caridad como
primer y principal motivo o como virtud imperante; la fortaleza, en cambio,
como motivo propio y virtud productora.» (II-II, 124, 2, ad 2). Las virtudes
teologales fueron el motor de sus existencias, por las opciones de sus propias
vidas. Por la fe permanecieron en su propia patria, en épocas difíciles; por la
fe despreciaron los bienes y los cargos temporales; por la fe pospusieron sus
propias vidas por la proclamación de la verdad. Virtud de la fe, que no sólo
implica la adhesión intelectual a la verdad de Dios que se revela, sino también
su profesión externa, con todo lo que conlleva. Por eso agrega más adelante el
Doctor Común: «Pertenece al martirio el que el hombre dé
testimonio de su fe, demostrando con sus obras que desprecia el mundo presente
y visible a cambio de los bienes futuros e invisibles.» (II-II, 124, 4). «Padece como cristiano no sólo el que sufre por la confesión de su
fe de palabra, sino también el que sufre por hacer cualquier obra buena, o por
evitar cualquier pecado por Cristo: porque todo ello cae dentro de la confesión
de la fe». (II-II, 124, 5, ad 1). Por la virtud de la esperanza, poniendo su
confianza más en Dios que en los auxilios humanos, se arrojaron en el poder de
Dios, para que Él hiciera su obra, a pesar de faltarles recursos humanos; por
la esperanza no temieron incluso en morir, sabiendo que Dios suscitaría a otros
que en su lugar tomarían sus puestos, en la defensa de la verdad. Por la virtud
de la caridad, amaron más a Dios que a sus bienes, a sus sitios, a sus honras,
a sus familias e incluso a sus propias vidas, prefiriendo antes el permanecer
firmes, como el centinela: «En lo alto de
la torre, mi Señor, estoy de pie todo el día, y en mi puesto de guardia
permanezco alerta toda la noche.» (Is. 21, 8) «El martirio es, entre todos los actos virtuosos, el que más
demuestra la perfección de la caridad, ya que se demuestra tener tanto mayor
amor a una cosa cuando por ella se desprecia lo más amado y se elige sufrir lo
que más se odia… Según esto, parece claro que el martirio es, entre los demás
actos humanos, el más perfecto en su género, como signo de máxima caridad,
conforme a las palabras de San Juan (15, 13): “Nadie tiene mayor amor que el
dar uno la vida por sus amigos”.»
(II-II, 124, 3) Esta máxima caridad es la que se ve en estos dos intrépidos
defensores de la fe católica.
Esta fe y esta caridad que
demostraron durante toda su vida, y sobre todo en el momento de su muerte,
fueron las que hicieron meritorio su acto de martirio, como causa y como raíz
fontal de toda acción. «Los mártires de Cristo son como testigos de su verdad. Pero se trata de la verdad de
la fe, que es, por tanto, la causa de todo martirio. Pero a la verdad de la fe
pertenece no sólo la creencia del corazón, sino también la confesión externa,
la cual se manifiesta no sólo con palabras por las que se confiesa la fe, sino
también con obras por las que se demuestra la posesión de esa fe… Por tanto,
las obras de todas las virtudes, en cuanto referidas a Dios, son
manifestaciones de la fe, por medio de la cual nos es manifiesto que Dios nos
exige esas obras y nos recompensa por ellas. Y bajo este aspecto pueden ser
causa del martirio.» (II-II, 124, 5) «El que [el
testimonio de la sangre] sea meritorio le viene de la caridad, como a todo acto
virtuoso. Por tanto, sin la caridad no tiene valor alguno.» (II-II, 124, 2, ad
2)
Fueron en ellos las virtudes teologales que dieron origen en sus
almas a las virtudes morales. «El acto principal de la fortaleza es el
soportar, y a él pertenece el martirio, no a su acto secundario, que es el
atacar. Y como la paciencia ayuda a la fortaleza en su acto principal, que es
el soportar, se sigue que también en los mártires se alabe la paciencia por
concomitancia.» (II-II, 124, 2, ad 3) «El martirio abarca lo que puede haber de
sumo en la obediencia, es decir, el ser obediente hasta la muerte, como se nos
dice de Cristo en Flp. 2, 8: que “se hizo obediente hasta la muerte”.»
(II-II, 124, 3, ad 2). Vemos claramente su paciencia, en soportar grandes
adversidades, sin rehusarlas, por amor a la fe católica, demostrada hasta el
martirio, sin claudicar ni un momento. Reluce su obediencia a la vocación
intelectual que Dios les había dado, vocación que no dejaron de seguirla a
pesar de las grandes dificultades que se le presentaban en su época. Sin duda,
para que pudieran ser fieles a su magisterio se requería una virtud singular,
heroica, que se requería en su caso para su santificación. «No hay ningún acto
de perfección que cae bajo consejo que en algún caso no caiga bajo precepto
como necesario para salvarse, por ejemplo, según San Agustín en el libro De
Adulterinis Coniugiis, si uno se ve en la necesidad de guardar la
continencia por ausencia o enfermedad de su mujer. Y por eso no va contra la
perfección del martirio el que en algún caso sea necesario para salvarse.» (II-
II, 124, 5, ad 1)
No sólo Genta y Sacheri aceptaron la muerte violenta que
sufrieron, sino que además la vieron venir en sus propias vidas, y no la
evadieron por amor al reinado de Cristo en nuestra patria. Esta acción suya,
sin duda, fue meritoria. « El mérito del martirio no se da después de la
muerte, sino en soportarla voluntariamente, es decir, cuando uno sufre
libremente la inflicción de la muerte.» (II- II, 124, 4, ad 4).
Nada mejor para demostrar su martirio que el propio testimonio
de sus verdugos, que ya hemos recordado al narrar la vida de Carlos Sacheri.
Ese comunicado confirma que los mataron por odio a la fe.
Por lo tanto, tanto por su vida, su obra y su muerte, como por
la carta de sus homicidas, podemos concluir con certeza que el deceso de ambos
se debe al odio a la fe católica, y que, por ende, deben ser considerados
mártires de Cristo Rey.
Podemos concluir con santo Tomás: «En el martirio el hombre es
confirmado sólidamente en el bien de la virtud, al no abandonar la fe y la
justicia por los peligros inminentes de muerte, los cuales también amenazan en
una especie de combate particular, por parte de los perseguidores… Por tanto,
está claro que el martirio es acto de la fortaleza. Y por eso dice la Iglesia,
hablando de los mártires, que se hicieron fuertes en la guerra.» (II-II, 124, 2). Es claro que esto se ve en Jordán Bruno y en Carlos Alberto
de modo especial. Ellos no temieron las provocaciones de los enemigos,
perseveraron en el «buen combate de la fe»
(2 Tim. 4, 7), «se hicieron fuertes en la guerra», y por ello su sangre
derramada se ha unido a la única Sangre derramada para la salvación de la
humanidad.
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