Lecturas: Núm. 6, 22-27; Ps. 66; Gal. 4, 4-7; Lc. 2, 16-21.
«María es el Paraíso de Dios y su mundo inefable, donde el Hijo de Dios entró para hacer maravillas, para guardarle y tener en él sus complacencias.»[1]
Con esta frase, san Luis María alaba la Maternidad Divina de María Santísima, y nos recomienda entrar en su Santuario Inmaculado, a través de la esclavitud mariana.
Celebramos hoy este inmenso privilegio de Nuestra Señora, como la otra faceta del misterio de la Navidad: El 25 de diciembre hicimos hincapié en el anonadamiento del Verbo Encarnado, hoy lo hacemos mirando a Aquella pura criatura de la que Dios quiso necesitar para salvar a la humanidad.
Esta verdad de fe, creída por siempre por la Iglesia, según las palabras que Isabel le dice a la Santísima Virgen: «¿De dónde me viene, que la Madre de mi Señor venga a mí?» (Lc. 1, 43), fue proclamada solemnemente por la Iglesia en el Concilio de Éfeso, contra los errores del Patriarca Nestorio, el cual afirmaba que en Jesucristo no había una unión real entre su divinidad y su humanidad, sino que Dios habitaba en el hombre como si fuera un templo. De este modo, Jesucristo no sería una única persona, ni se podría afirmar que María es Madre de Dios, sino solamente madre del hombre Jesucristo.
Frente a esta herejía, el Concilio de Éfeso, en el año 431, declaró la maternidad divina de María Santísima: «No decimos que la naturaleza del Verbo, transformada, se hizo carne; pero tampoco que se trasmutó en el hombre entero, compuesto de alma y cuerpo; sino, más bien, que habiendo unido consigo el Verbo, según hipóstasis o persona, la carne animada de alma racional, se hizo hombre de modo inefable e incomprensible y fue llamado hijo del hombre, no por sola voluntad o complacencia, pero tampoco por la asunción de la persona sola, y que las naturalezas que se juntan en verdadera unidad son distintas, pero que de ambas resulta un solo Cristo e Hijo; no como si la diferencia de las naturalezas se destruyera por la unión, sino porque la divinidad y la humanidad constituyen más bien para nosotros un solo Señor y Cristo e Hijo por la concurrencia inefable y misteriosa en la unidad… Porque no nació primeramente un hombre vulgar, de la santa Virgen, y luego descendió sobre Él el Verbo; sino que, unido desde el seno materno, se dice que se sometió a nacimiento carnal, como quien hace suyo el nacimiento de la propia carne… De esta manera [los Santos Padres] no tuvieron inconveniente en llamar madre de Dios a la santa Virgen.»
«Padres de la Iglesia se llaman con toda razón aquellos santos que, con la fuerza de la fe, con la profundidad y riqueza de sus enseñanzas, la engendraron y formaron en el transcurso de los primeros siglos», en palabras de Juan Pablo II. A ellos la Iglesia siempre debe volver, para conservar la unidad de la fe, para profesarla siempre «con el mismo sentido y con la misma sentencia», como escribió san Vicente de Lérins. Entre las enseñanzas de estos santos podemos citar a san Ignacio de Antioquía, quien en el año 108 escribió: «Nuestro Dios, Jesucristo, ha sido llevado en el seno de María, según la economía divina, nacido “del linaje de David” (Jn. 7, 42; Rom. 1, 3; 2 Tim. 2, 8) y del Espíritu Santo. Él nació y fue bautizado para purificar el agua por su pasión.» Como dice también san Atanasio, en el año 365: «El Verbo que ha sido engendrado desde lo alto por el Padre de modo inefable, inexplicable, incomprensible y eterno, Él mismo ha sido generado en el tiempo abajo desde la Virgen María, Madre de Dios, para que, los que antes fueron engendrados abajo, nazcan en segundo lugar desde lo alto, es decir desde Dios.» Como explica santo Tomás: «La Santísima Virgen se llama Madre de Dios, no porque sea Madre de la Divinidad, sino porque, según la humanidad, es Madre de la persona que tiene la Divinidad y la humanidad.»
No cabe una unión superior a ésta entre el Hijo de Dios y criatura alguna. Porque, en la ordenación de los seres, nada hay más grande que Dios; y en el orden de la naturaleza, no hay unión más grande entre dos personas que la de la maternidad. Por ello, la relación existente en entre María Santísima y su Hijo supera el orden de la naturaleza e incluso el de la gracia. Ella está asociada al orden hipostático, es decir, aporta todos los elementos humanos a la persona de Jesucristo, superando de este modo a los seres más nobles y puros que existen en el universo por su cooperación al actual plan de salvación de Dios.
Esta excelsa criatura, «tesoro digno de ser venerado por todo el orbe, lámpara inextinguible, corona de la virginidad, trono de la recta doctrina, templo indestructible, lugar propio de aquel que no puede ser contenido en lugar alguno», en palabras de san Cirilo de Alejandría, gran defensor de este dogma, es, por pura misericordia de Dios, también Madre nuestra. Por ello debemos hacernos sus hijos más pequeños, ponernos en su regazo. Por eso su Corazón Inmaculado debe ser nuestro seguro refugio, y quien nos alcance hasta Dios. Por esto debemos renunciar a nosotros mismos, como consecuencia necesaria de nuestro Bautismo, y poner nuestro ser en manos de Jesucristo, a través de su más limpia criatura. «María no es como las demás criaturas, que si nos adherimos a ellas podrían más bien separarnos de Dios que aproximarnos a Dios: la inclinación más fuerte de María es unirnos a Jesucristo, su Hijo, y la inclinación más fuerte del Hijo es que se vaya a Él por su Santísima Madre».
Este es «el camino fácil, corto, perfecto y seguro para llegar a la unión con Dios que es la perfección cristiana». Por esto, algunos miembros de nuestra parroquia harán hoy su esclavitud mariana, como signo de querer hacer en todo la santa Voluntad de Dios, renunciando a sí mismos, y queriendo luchar contra todo lo que desagrada a Dios, al mundo, al demonio y a la propia carne.
Sabemos que el demonio no se quedará de brazos cruzados. Vendrá a atacarnos para matar en nuestra alma el deseo de perfección. El principal enemigo somos nosotros mismos, que no podemos vencer nuestros vicios dominantes; que seguimos atados al pecado mortal, o al pecado venial deliberado; que nos sigue importando el respeto humano, antes que los derechos de nuestro Dios.
Pero también conocemos que el demonio utilizará a algunos secuaces, que se harán sus títeres, consciente o inconscientemente. Esos han sido los que han profanado nuestro sagrario; los que han roto la imagen de Nuestro Señor, el Pantocrátor; los que han revolcado por el piso los objetos de la Legión de María. Estos son los que han saqueado la casa de Dios… Dios tenga misericordia de sus almas, y nos dé a nosotros espíritu para reparar semejantes infamias.
Sí, «para nosotros la lucha no es contra sangre y carne, sino… contra los poderes mundanos de estas tinieblas» (Ef. 6, 12). El enfrentamiento es desparejo, no porque los demonios vengan contra nuestras pobres fuerzas humanas, sino porque ellos nada pueden contra Dios. «A una se confabulan contra el Señor y contra su Mesías» (Ps. 2, 2). Y nada pueden contra el Vaso Digno de Honor, que es la Madre del Señor. Como dice la Escritura: «El Señor quebranta las guerras; Señor es su nombre… El Señor Todopoderoso le hirió, entregándolo en manos de una mujer, que le quitó la vida» (Jdt. 16, 3. 7). Por esto nos alistaremos en las tropas de la Santísima Virgen, para que Ella nos alcance la victoria, para que Ella en nosotros pisotee al pecado, al demonio y a la muerte, para que en nuestra alma se cumpla la sentencia de San Juan de la Cruz: «Sólo mora en este monte honra y gloria de Dios».
Por ello terminamos con las palabras de la homilía más famosa de la antigüedad, de San Cirilo, que también nosotros hacemos nuestras: «Te saludamos a Ti, que encerraste en tu seno virginal a aquel que es inmenso e inabarcable; a Ti, por quien la santa Trinidad es adorada y glorificada; por quien la cruz preciosa es celebrada y adorada en todo el orbe; por quien exulta el cielo; por quien se alegran los ángeles y arcángeles; por quien son puestos en fuga los demonios; por quien el diablo tentador cayó del cielo; por quien la criatura, caída en el pecado, es elevada al cielo; por quien toda la creación, sujeta a la insensatez de la idolatría, llega al conocimiento de la verdad; por quien los creyentes obtienen la gracia del bautismo y el aceite de la alegría; por quien han sido fundamentadas las Iglesias de todo el orbe de la tierra; por quien todos los hombres son llamados a la conversión».
[1] Esta homilía fue predicada y publicada el día 1 de enero de 2015, en la parroquia Nuestra Señora de la Medalla Milagrosa, del barrio Butaló (Santa Rosa), como puede verse aquí.
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