En la
actualidad en el rito romano existen dos formas de celebración de la Santa
Misa. Son la forma tradicional y el novus
ordo. Sin entrar en discusiones litúrgicas más profundas, que dejaré, al
menos por ahora, para los más entendidos en estos temas, quiero escribir, a
petición de un amigo, por qué prefiero celebrar la Santa Misa en su forma
tradicional.
Ante todo, en esta forma la Santa Misa
siempre se celebra ad orientem. De
este modo, nos recuerda que la celebración se realiza por y para Dios. Así,
constatamos que la Misa es ante todo oración. No es creatividad o subjetividad
de cada uno, sino vaciamiento interior. Es tener la actitud de Samuel: «Habla, Señor, que tu siervo escucha».
Por esta misma forma de celebrar nos posicionamos en expectación de Jesucristo,
Oriente de lo alto, que vendrá de la misma forma que lo han visto partir los
Apóstoles. Mirarlo a Él es quedar transfigurado en la propia existencia. Por
ello quien se convierte, en lenguaje patrístico, mira al Oriente y le da la
espalda a Occidente. Así, el hombre vuelve a ser cabeza de la creación, ahora
restaurada en Cristo, y por su voz, lo visible y lo invisible le tributa al
Creador un culto en espíritu y en verdad.
En segundo lugar, esta Misa siempre se
celebra en latín. Esto nos hace tener presente que siempre en la Misa habrá
algo más que no podemos entender. «No se puede señalar una semejanza entre el
Creador y la criatura de la cual no se pueda marcar una desemejanza aún mayor.»
Por esto San Agustín decía: «Si
comprehendis, non est Deus». El latín es preciso, es riguroso. Los textos
de la Misa son milenarios; muchos de ellos han sido compuestos por santos y mártires.
Por otra parte, como se dice en italiano, «traduttore,
tradittore»: el traductor siempre es un traidor, porque es imposible
expresar en un solo concepto en lengua vernácula la polisemia de conceptos del
latín (hecho que sucede en cualquier traducción, y tanto más cuanto esté más
alejada una lengua de otra). Todo esto además sin hacer referencias a las
traducciones pésimas de las cuales tenemos que hacer uso en el novus ordo, que más que traslucir el
misterio de la presencia real del Señor en el santo sacrificio, lo opacan y lo
desdibujan.
En tercer lugar, se observa en esta
forma de celebrar la Misa la prioridad del silencio. Por esto el sacerdote reza
en voz baja: lo esencial siempre permanecerá ignorado por nuestra curiosa
soberbia. Frente a la cultura actual del ruido ensordecedor, que impide al
hombre pensar en la eternidad, es necesario este despojo primordial: si Dios es
la Palabra, al hombre le corresponde el silencio para escuchar y aceptar su
Voluntad. Recuerda además esto el misterio del arcano, por el cual se velaba de
tal modo por los sagrados misterios que se cuidaba que lo santo no cayera en
manos de los pecadores empedernidos, cumpliéndose así el mandato del Señor: «No deis lo santo a los puercos». La
misma presencia del silencio, entonces, es un reproche al igualitarismo
litúrgico que hoy quiere imponerse, y a los supuestos “derechos” a que todos
reciban del mismo modo todos los sacramentos. Las distinciones son propias de
los que se dejan inspirar por la Sabiduría Divina, porque «es propio del sabio ordenar», como dice Santo Tomás.
En cuarto lugar, y relacionado con este
punto, en la forma tradicional de la Misa se distingue claramente el oficio
propio del sacerdote del que le corresponde al fiel laico. Así, sólo el
sacerdote prepara el cáliz y el copón para la santa Misa, sólo él reza el
primer Confiteor, sólo él proclama el
Evangelio e incluso las lecturas en la Misa rezada, sólo él reza en voz alta el
Pater noster, sólo él reza solo el Domine, non sum dignus. Luego los fieles
harán su parte, pero por separado. De esta forma, las funciones distintas en la
liturgia manifiestan el oficio diferente que tiene cada uno: el sacerdote actúa
identificándose con Jesucristo como Cabeza, y los feligreses participan de modo
más remoto del mismo sacerdocio de Cristo.
En quinto lugar, en la forma tradicional
se hace más hincapié en la necesaria preparación espiritual para acceder a los
Divinos Misterios. Por ello tenemos, de parte de todos los fieles, muchos actos
de contrición: desde el rezo del salmo 42 hasta el Confiteor, tanto del celebrante como de los demás fieles (que se
repite antes de la recepción de la Santa Comunión), la antífona Ostende nobis, Domine, misericordiam tuam,
y el Kyrie. Dicha actitud espiritual
está acompañada de la correspondiente posición corporal, donde los fieles
permanecen de rodillas durante todo el Canon Romano, durante el Domine, non sum dignus, para recibir la
Santa Hostia, y, facultativamente, durante la acción de gracias, y la recepción
de la bendición sacerdotal final; junto con el rezo, también optativo, de las
oraciones leoninas.
En sexto lugar, las oraciones del
ofertorio de la Misa tradicional demuestran ser un verdadero ofrecimiento,
donde el sacerdote primero ofrece la hostia en reparación por sus propios
pecados, luego por los circunstantes, y al final por todos los vivos y
difuntos. De esta manera, el sacrificio será de aroma de suavidad en presencia
de la Divina Majestad, pero sólo por la Encarnación, la Pasión, la Resurrección
y la Ascensión de Jesucristo, a la cual esperamos asociarnos con la Santísima
Virgen y los demás santos. Como se puede observar, todo ello dice mucho más que
unas simples oraciones eucológicas, de tonalidad judía, propias del novus ordo Missae, sin tradición en la
liturgia católica de la Iglesia.
En séptimo lugar, en la Misa tradicional
se hace más evidente el valor exorcístico del santo sacrificio, desde la
lectura de los dos Evangelios mirando hacia el Norte (símbolo del lugar donde
provienen las tentaciones), hasta las oraciones leoninas del final de la Santa Misa,
rezadas para que el demonio no humille a la Santa Iglesia, todo ello rogado por
la intercesión de la gloriosa e inmaculada Virgen María.
En octavo lugar, en la forma tradicional
se observa una perfecta armonía, entre las oraciones propias y las lecturas y
el Evangelio que se proclama, de tal modo que es necesario conocer bien todos
los textos antes de dirigir unas palabras de modo adecuado en la homilía. Ello
no sucede en el novus ordo, en el
cual hay tres ciclos de lecturas para los domingos y solemnidades, y dos ciclos
para las lecturas diarias, dificultándose que se ensamblen de modo perfecto las
lecturas de la Escritura con las oraciones del Misal.
En noveno lugar, en el calendario de la
Misa tradicional se hace más hincapié en la necesidad de hacer penitencia para
salvar nuestras almas. Ello se observa no sólo en la extensión del tiempo de
cuaresma en las semanas de septuagésima, sexagésima y quincuagésima, sino
también por la presencia de las témporas, ubicadas al inicio de las cuatro
estaciones del año.
En décimo lugar, se observa el poder
santificador de un único sacerdote en cada Santa Misa de la forma tradicional,
de forma tal que no se permite la concelebración en la ceremonia. Así, resalta
el poder mediador del único sacerdote, Jesucristo; por sobre una supuesta
participación litúrgica mal entendida.
Por estas diez
razones prefiero la Misa tradicional. Muchos sacerdotes o no lo ven, o tienen
miedo de hacerlo, o están amenazados para no hacerlo. Sin embargo, hay un gran
movimiento de restauración litúrgica, que Dios está colocando en los más
jóvenes, que los manipuladores de la pastoral no pueden frenar. El mismo Señor
les está regalando, ya aún hoy, en medio de las persecuciones de los falsos
hermanos, sus mejores dones: la multitud de hijos en las familias numerosas, el
don de las vocaciones sacerdotales y religiosas, y el llamamiento de Cristo Rey
a sus soldados intrépidos para reconquistar para Él las almas, las familias, la
sociedad, e incluso restaurar su misma Iglesia.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario