PRIMERA APARICIÓN DEL ÁNGEL DE PORTUGAL
“¡Dios mío, yo creo, adoro, espero y os amo;
os pido perdón por los que no creen, no adoran, no esperan y no os aman!”
En la primera
aparición del Ángel de la Paz, el Ángel de Portugal, a los pastorcitos de
Fátima, les enseñó esta oración. Vemos aquí con claridad la importancia de la
vida teologal para todo cristiano, dado que nos religa y nos hace elegir de
nuevo al mismo Dios, como principio, ejemplo y fin de nuestra vida.
Hoy asistimos
a una vida teologal falsificada: tiene “fe” en el hombre, en el progreso o en
la técnica; se tiene “esperanza” en que se acabarán las enfermedades, o que el
hombre por sus propias capacidades podrá llegar a un falso paraíso en la
tierra, cayendo en utopismos irrealizables; se cree que se tiene “caridad” por
practicar un puro asistencialismo chato y horizontal.
Frente a estos
engaños, el Ángel nos recuerda lo esencial: la fe es creer en Dios, y en todo lo
que Él nos ha revelado, porque es la Verdad misma, que no puede ni engañarse ni
engañarnos; la esperanza es confiar en que poseeremos la Bienaventuranza con
los auxilios divinos de la Divina gracia; la caridad es el amor a Dios sobre
todas las cosas y al prójimo por amor a Dios. De este modo, si Dios no nos
inspira, no sostiene y no lleva a término nuestras obras no puede haber fin
último sobrenatural, y ni siquiera algo inocente en el hombre, como reza el Veni Sancte Spiritus.
Junto con la
vida teologal, es necesaria la virtud de la religión. Ella no tiene por causa
eficiente, ejemplar y final al mismo Dios, pero es la virtud más elevada entre
las morales, pues, perteneciendo a la virtud de la justicia, que es dar a cada
uno lo suyo, defecciona de su carácter de igualdad al darle a Alguien superior,
al Ser máximo, lo que se le debe: es decir, todo. Por esto busca darle a Dios
lo que se le debe en cuanto Primer y Último Principio del propio Ser.
El Ángel nos
enseña que no es posible la vida teologal sin la virtud de la religión. De nada
nos serviría decir que creemos, esperamos o amamos a Dios, si no le damos culto
en espíritu y en verdad. La fe, la esperanza y la caridad auténticas sólo se
dan en la verdadera religión, que es la fe católica.
Al insistir el
Ángel con esta oración, nos enseña a luchar por vivir siempre en gracia de
Dios. La verdadera desgracia es el pecado mortal. Sin la gracia es imposible
agradar a Dios y, por tanto, alcanzar la Bienaventuranza. Es más, el Ángel nos
dice que no son virtudes estáticas, que es necesario que sigan creciendo,
haciendo actos más intensos, cooperando uno interiormente con la gracia actual.
De este modo se crece en la unión con el mismo Dios. Se nos recuerda así que es
necesario muchas veces en la vida repetir actos de fe, esperanza y caridad,
como por ejemplo al tener uso de razón, al ser tentados en contra de estas
virtudes, cuando el Santo Padre proclama un nuevo dogma de fe, y probablemente
en el momento de la muerte.
Pero la
oración no termina allí. No sólo dice: “Dios
mío, yo creo, adoro, espero y os amo”, sino que agrega: “os pido perdón por los que no creen, no
adoran, no esperan y no os aman”.
Esta segunda
parte de la oración nos revela la extensión del pecado, sobre todo de la
indiferencia e incluso el mismo odio contra Dios. Son los pecados contra las
virtudes teologales y la virtud de la religión. Contra las virtudes teologales
son la incredulidad, la desesperación, la presunción, el odio a Dios y la
envidia contra el prójimo. Santo Tomás resume todos estos pecados en el pecado
contra el Espíritu Santo, agregando la impenitencia y la dureza del corazón.
Además de ello, vemos los pecados contra la virtud de la religión, tales como
la irreligión.
Estos pecados,
presentes en todos los tiempos, también en vida de los pastorcitos, abundan
particularmente en nuestra época. Por esto ha dicho con tanta razón el Papa
Benedicto XVI que se equivoca el que cree que los acontecimientos de Fátima
pertenecen al pasado. Hoy se observa más que nunca estos pecados contra el
Espíritu Santo y estos desprecios al culto divino.
En los
estadios más elevados de la vida espiritual, el amor a Dios se funde en el
dolor. Es lo que expresa San Juan de la Cruz al iniciar su poema Llama de amor viva:
“¡Oh llama de amor viva,
que tiernamente hieres
de mi alma en el más profundo centro!
Pues ya no eres esquiva,
acaba ya, si quieres;
¡rompe
la tela de este dulce encuentro!”
Por esta razón,
el padre Pío decía que en la Santa Misa, en la consagración, experimentaba el
más profundo amor y el más lacerante dolor[1]:
“¿Muere
Vd. en la Santa Misa?
Místicamente,
en la Sagrada Comunión.
¿Es por
exceso de amor o de dolor?
Por ambas cosas, pero más por amor.”
La llama de
amor viva, esto es el Divino Espíritu, hiere al amante, de tal modo que la
caridad hace aumentar el dolor de los pecados, tanto propios como ajenos, y lo
mueve a querer reparar semejante ingratitud. Por esto los santos abrazaron con
gran caridad grandes penitencias para consolar al Señor. “El Amor no es amado”, gritaba san Francisco, y por ello aparecía
como necio a los ojos de los hombres. Esto lo entendieron Lucía, Jacinta y
Francisco, y por ello hasta se privaban de la bebida, usaban una cuerda durante
el día e incluso al comienzo durante la noche, etc., además de los sufrimientos
que tuvieron que pasar, aceptando lo que Dios les enviaba. “Tú, al menos, procura consolarme”, le
dirá luego la Virgen a Sor Lucía, el 10 de diciembre de 1925. Que también
nosotros procuremos consolar a Dios, “que
ya está muy ofendido” (13 de octubre de 1917).
Que
procuremos, entonces, vivir siempre en gracia de Dios, aumentar nuestra vida
teologal y la virtud de la religión, e intentar consolar al Señor con nuestra
oración y nuestra mortificación.
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