jueves, 5 de octubre de 2017

Importancia de la vida teologal en el cristiano


PRIMERA APARICIÓN DEL ÁNGEL DE PORTUGAL

¡Dios mío, yo creo, adoro, espero y os amo; os pido perdón por los que no creen, no adoran, no esperan y no os aman!
En la primera aparición del Ángel de la Paz, el Ángel de Portugal, a los pastorcitos de Fátima, les enseñó esta oración. Vemos aquí con claridad la importancia de la vida teologal para todo cristiano, dado que nos religa y nos hace elegir de nuevo al mismo Dios, como principio, ejemplo y fin de nuestra vida.
Hoy asistimos a una vida teologal falsificada: tiene “fe” en el hombre, en el progreso o en la técnica; se tiene “esperanza” en que se acabarán las enfermedades, o que el hombre por sus propias capacidades podrá llegar a un falso paraíso en la tierra, cayendo en utopismos irrealizables; se cree que se tiene “caridad” por practicar un puro asistencialismo chato y horizontal.
Frente a estos engaños, el Ángel nos recuerda lo esencial: la fe es creer en Dios, y en todo lo que Él nos ha revelado, porque es la Verdad misma, que no puede ni engañarse ni engañarnos; la esperanza es confiar en que poseeremos la Bienaventuranza con los auxilios divinos de la Divina gracia; la caridad es el amor a Dios sobre todas las cosas y al prójimo por amor a Dios. De este modo, si Dios no nos inspira, no sostiene y no lleva a término nuestras obras no puede haber fin último sobrenatural, y ni siquiera algo inocente en el hombre, como reza el Veni Sancte Spiritus.
Junto con la vida teologal, es necesaria la virtud de la religión. Ella no tiene por causa eficiente, ejemplar y final al mismo Dios, pero es la virtud más elevada entre las morales, pues, perteneciendo a la virtud de la justicia, que es dar a cada uno lo suyo, defecciona de su carácter de igualdad al darle a Alguien superior, al Ser máximo, lo que se le debe: es decir, todo. Por esto busca darle a Dios lo que se le debe en cuanto Primer y Último Principio del propio Ser.
El Ángel nos enseña que no es posible la vida teologal sin la virtud de la religión. De nada nos serviría decir que creemos, esperamos o amamos a Dios, si no le damos culto en espíritu y en verdad. La fe, la esperanza y la caridad auténticas sólo se dan en la verdadera religión, que es la fe católica.
Al insistir el Ángel con esta oración, nos enseña a luchar por vivir siempre en gracia de Dios. La verdadera desgracia es el pecado mortal. Sin la gracia es imposible agradar a Dios y, por tanto, alcanzar la Bienaventuranza. Es más, el Ángel nos dice que no son virtudes estáticas, que es necesario que sigan creciendo, haciendo actos más intensos, cooperando uno interiormente con la gracia actual. De este modo se crece en la unión con el mismo Dios. Se nos recuerda así que es necesario muchas veces en la vida repetir actos de fe, esperanza y caridad, como por ejemplo al tener uso de razón, al ser tentados en contra de estas virtudes, cuando el Santo Padre proclama un nuevo dogma de fe, y probablemente en el momento de la muerte.
Pero la oración no termina allí. No sólo dice: “Dios mío, yo creo, adoro, espero y os amo”, sino que agrega: “os pido perdón por los que no creen, no adoran, no esperan y no os aman”.
Esta segunda parte de la oración nos revela la extensión del pecado, sobre todo de la indiferencia e incluso el mismo odio contra Dios. Son los pecados contra las virtudes teologales y la virtud de la religión. Contra las virtudes teologales son la incredulidad, la desesperación, la presunción, el odio a Dios y la envidia contra el prójimo. Santo Tomás resume todos estos pecados en el pecado contra el Espíritu Santo, agregando la impenitencia y la dureza del corazón. Además de ello, vemos los pecados contra la virtud de la religión, tales como la irreligión.
Estos pecados, presentes en todos los tiempos, también en vida de los pastorcitos, abundan particularmente en nuestra época. Por esto ha dicho con tanta razón el Papa Benedicto XVI que se equivoca el que cree que los acontecimientos de Fátima pertenecen al pasado. Hoy se observa más que nunca estos pecados contra el Espíritu Santo y estos desprecios al culto divino.
En los estadios más elevados de la vida espiritual, el amor a Dios se funde en el dolor. Es lo que expresa San Juan de la Cruz al iniciar su poema Llama de amor viva:
“¡Oh llama de amor viva,
que tiernamente hieres
de mi alma en el más profundo centro!
Pues ya no eres esquiva,
acaba ya, si quieres;
¡rompe la tela de este dulce encuentro!”
Por esta razón, el padre Pío decía que en la Santa Misa, en la consagración, experimentaba el más profundo amor y el más lacerante dolor[1]:
¿Muere Vd. en la Santa Misa?
Místicamente, en la Sagrada Comunión.
¿Es por exceso de amor o de dolor?
Por ambas cosas, pero más por amor.
La llama de amor viva, esto es el Divino Espíritu, hiere al amante, de tal modo que la caridad hace aumentar el dolor de los pecados, tanto propios como ajenos, y lo mueve a querer reparar semejante ingratitud. Por esto los santos abrazaron con gran caridad grandes penitencias para consolar al Señor. “El Amor no es amado”, gritaba san Francisco, y por ello aparecía como necio a los ojos de los hombres. Esto lo entendieron Lucía, Jacinta y Francisco, y por ello hasta se privaban de la bebida, usaban una cuerda durante el día e incluso al comienzo durante la noche, etc., además de los sufrimientos que tuvieron que pasar, aceptando lo que Dios les enviaba. “Tú, al menos, procura consolarme”, le dirá luego la Virgen a Sor Lucía, el 10 de diciembre de 1925. Que también nosotros procuremos consolar a Dios, “que ya está muy ofendido” (13 de octubre de 1917).
Que procuremos, entonces, vivir siempre en gracia de Dios, aumentar nuestra vida teologal y la virtud de la religión, e intentar consolar al Señor con nuestra oración y nuestra mortificación.



[1] Puede verse aquí la entrevista completa.

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