“Todos los oímos proclamar en nuestras lenguas las maravillas
de Dios” (Hech. 2, 11)[1]
Con
este texto, san Lucas nos describe en los Hechos de los Apóstoles los efectos
de lo que realizó el Espíritu Santo en las almas de los primeros que se
hicieron cristianos, los cerca de tres mil que se unieron a la fe católica, una
multitud de todos los lugares que, aunque venidos de lenguas y razas distintas,
abrazaron todos la misma fe y profesaron todos la misma caridad: “Tenían un solo corazón y una sola alma”
(Hech. 4. 32). Todos conocemos la rapidez de la propagación de la fe en el
mundo antiguo: “Somos de ayer y ya llenamos todo lo vuestro”[2],
pudo decir el escritor antiguo Tertuliano. Ya en la época apostólica podemos
ver que al menos dos apóstoles, Santiago y San Pablo, llegaron hasta España, el
extremo occidental conocido; y que, por otra parte, el Evangelio llegó al norte
de África, con san Marcos en Alejandría, por ejemplo; y hasta la India, en la
persona de santo Tomás.
Por
esto san Ireneo puede escribir: “La Iglesia recibió esta predicación y esta fe,
y, extendida por toda la tierra, con cuidado la custodia como si habitara en
una sola familia. Conserva una misma fe, como si tuviese una sola alma y un solo
corazón (Hech 4,32), y la predica, enseña y transmite con una misma voz, como
si no tuviese sino una sola boca. Ciertamente son diversas las lenguas, según
las diversas regiones, pero la fuerza de la Tradición es una y la misma. Las
iglesias de la Germania no creen de manera diversa ni transmiten otra doctrina
diferente de la que predican las de Iberia o de los Celtas, o las del Oriente,
como las de Egipto o Libia, así como tampoco de las iglesias constituidas en el
centro del mundo; sino que, así como el sol, que es una creatura de Dios, es
uno y el mismo en todo el mundo, así también la luz, que es la predicación de
la verdad, brilla en todas partes (Jn 1,5) e ilumina a todos los seres humanos
(Jn 1,9) que quieren venir al conocimiento de la verdad (1 Tim 2,4).”[3]
Para
contribuir a la celeridad de la adhesión a la verdad revelada no faltaron los
milagros venidos desde Dios, como el mismo Cristo lo anunció al final del
Evangelio de san Marcos (cf. 16, 17-18) y lo vemos en los Hechos (por ejemplo,
Hech. 5, 12-16).
Pero
también es cierto que no faltó una cierta preparación para el Evangelio en el
mismo sustrato cultural que impregnaba la sociedad del momento.
En
efecto, eran tantas y tan variadas las doctrinas enseñadas que las multitudes
habían caído en un escepticismo en el conocimiento de la verdad. Además, la
idolatría que abundaba, materializándose en el culto al emperador, hacía que
muchos hombres no tomasen las prácticas religiosas con la seriedad que
requieren.
Como
consecuencia de la ausencia de conocimientos permanentemente válidos se
encontraban la mayor cantidad de desviaciones morales: desde los circos romanos
donde se asesinaban mutuamente los seres humanos, con el deleite de la plebe;
hasta perversiones sexuales de todo estilo, desde el abandono de los hijos y el
aborto[4]
hasta la homosexualidad, la malicia y la crueldad (cf. Rom. 1, 18-32). Por esto
es que el paganismo había caído en una profunda desesperación: el no haber nada
absoluto, ni en el culto de Dios (por esto hacían altares incluso “al dios desconocido” [Hech. 17, 23]), ni
en la enseñanza de la verdad, ni en su práctica para alcanzar la salvación.
Frente
a este mundo desesperado, el Evangelio les presentó la salvación: el culto al
único Dios verdadero “en espíritu y en
verdad” (Jn. 4, 24), el conocimiento de Dios y de su Mesías como único
camino de salvación (cf. Jn. 17, 3) y el seguimiento de Jesucristo en la propia
vida como condición indispensable para participar de su victoria. Por eso las
multitudes se adherían a la fe. Así, Dios hizo “que los pueblos dispersos se
congreguen y las diversas lenguas se unan en la proclamación de la gloria de tu
Nombre”[5],
como rezamos en la oración colecta de la Misa de la Vigilia.
El
mundo antiguo era un verdadero Babel (cf. Gn. 11, 1-9). Babel quiere decir
“confusión”, en hebreo. El pecado confunde y dispersa; el Divino Espíritu
aclara la inteligencia y une verdaderamente las voluntades, hasta el punto que todos
“tenían un solo corazón y una sola alma”
(Hech. 4. 32).
Hoy
debemos pedir una nueva efusión del Espíritu, porque vivimos en un mundo que ha
vuelto al paganismo. El relativismo (sostenido contradictoriamente como lo
único absoluto), la irreligión y la superstición, las desviaciones sexuales,
los crímenes como el aborto y la eutanasia, el “imperialismo” internacional del
dinero (en la célebre expresión de Pío XI[6]),
etc., son hoy moneda corriente.
La
revelación nos enseña que al fin de los tiempos volverá la confusión de Babel
en Babilonia (que, de hecho, ambas tienen la misma raíz), la ciudad mundana por
excelencia, que prostituía a todos los pueblos de la tierra (cf. Apoc. 18, 3),
inclinándolos a la idolatría. Esta confusión es la que hoy vemos, y no sólo en
el ámbito mundano, sino también, lamentablemente, dentro de la Iglesia.
Sacerdotes y obispos que quieren negar el concepto del pecado, profanaciones de
templos (como ocurrió tristemente nada más ni nada menos que en la
Basílica de Luján, haciendo un festival de música
rock, con muchos cantantes de pésima moralidad), la búsqueda de la
legitimización de las uniones de hecho y de la homosexualidad usando presiones
extorsivas de tipo políticas y económicas que un cristiano no debe realizar ni
siquiera en el siglo, etc. En el mejor de los casos, la actitud de estos
Pastores se parece a la de Pedro, cuya hipocresía había arrastrado a otros a la
simulación (cf. Gal. 2, 13). Otros directamente son lobos que no perdonan al
rebaño (cf. Hech. 20, 29-30), que ocultan la enfermedad bajo capa de salud, y
el pecado so pretexto de misericordia.
Incluso
algunos llegar a temer que en el próximo Sínodo de la Familia no se toque la
doctrina (lo cual es imposible), pero que se den ciertas facultades a las
Conferencias Episcopales. Pero como ha dicho el Card. Sarah, Prefecto de la
Congregación para el Culto y la Disciplina de los Sacramentos, en su libro
“Dieu ou rien”: “La idea, que consistiría en colocar
el Magisterio dentro de una atractiva cajita apartándolo de la práctica
pastoral –la cual evolucionaría según las circunstancias, modas y pasiones del
momento–, es una forma de herejía, una peligrosa patología esquizofrénica”. Esto amenazaría la catolicidad
de la Iglesia (por la frase que he citado de san Ireneo), siendo una reedición
de la herejía galicana. Esto daría a las Conferencias Episcopales un status del cual carecen por Divina
institución. Así dice al respecto el Motu Proprio Apostolos Suos, de Juan Pablo II: “Al afrontar nuevas cuestiones y
al hacer que el mensaje de Cristo ilumine y guíe la conciencia de los hombres
para resolver los nuevos problemas que aparecen con los cambios sociales, los
Obispos reunidos en la Conferencia Episcopal ejercen juntos su labor doctrinal
bien conscientes de los límites de sus pronunciamientos, que no tienen las
características de un magisterio universal, aun siendo oficial y auténtico y
estando en comunión con la Sede Apostólica.”[7]
De este modo, la confusión entre la Iglesia y el
mundo impide la eficacia misionera, porque las personas de buena voluntad no
pueden seguir la fe si ésta no es presentada de manera convincente y
totalizante.
Por lo tanto, debemos rezar y hacer penitencia para
que la Iglesia siga siendo “columna y
fundamento de la verdad” (1 Tim. 3, 15) y no del error o del relativismo; y
que la fe siga siendo la “lámpara que
alumbra en un lugar oscuro” (2 Ped. 1, 19), es decir, “que ilumine a todos los que están en la casa” (Mt. 5, 15) de este
mundo, aún aquellos a los cuales ha venido y no han querido recibirlo (cf. Jn.
1, 9-11). Pidamos que la Iglesia sea anticipo de aquella Jerusalén celestial,
en la cual “no entrará en ella cosa vil,
ni quien obra abominación y mentira” (Apoc. 21, 27), sino donde sólo reina
la caridad “porque el Señor Dios
alumbrará sobre ellos” (Apoc. 22, 5). “El
Espíritu y la novia (es decir, la Iglesia) dicen: Ven. Diga también quien escucha: Ven. Y el que tenga sed venga;
y el que quiera, tome gratis del agua de la vida” (Apoc. 22, 17).
Esta gracia
fundamental le pedimos a la Santísima Virgen, Esposa del Espíritu Santo y Madre
de la Iglesia: que no deje de interceder por nosotros para que “desde la salida del sol hasta el ocaso y en
todo lugar se ofrece a mi Nombre (como dice el Señor) incienso y ofrenda pura, pues grande es mi Nombre entre las naciones”
(Mal. 1, 11), y que algún día lleguemos a ser colocados como una ofrenda floral
por Ella delante del altar del Trono de Dios, para embellecerlo por toda la
eternidad.
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