La soberanía[1]
es “la facultad que compete a toda la sociedad, plenamente suficiente en el
ámbito de lo temporal, de procurar eficazmente su propio bien.”[2]
Al ser un
derecho natural, la soberanía tiene a Dios por autor: “Omnis potestas a Deo”: “Toda
potestad proviene de Dios” (Rom. 13, 1)[3].
Como afirma
magisterialmente el Papa León XIII: “En lo tocante al origen del poder
político, la Iglesia enseña rectamente que el poder viene de Dios. Así lo
encuentra la Iglesia claramente atestiguado en las Sagradas Escrituras y en los
monumentos de la antigüedad cristiana. Pero, además, no puede pensarse doctrina
alguna que sea más conveniente a la razón o más conforme al bien de los
gobernantes y de los pueblos.”[4]
Más adelante,
este sabio Pontífice nos agrega elementos de la Patrística para demostrar
también esta enseñanza: “Los Padres de la Iglesia procuraron con toda
diligencia afirmar y propagar esta misma doctrina, en la que habían sido
enseñados. «No atribuyamos —dice San Agustín— sino a sólo Dios verdadero
la potestad de dar el reino y el poder»[5].
San Juan Crisóstomo reitera la misma enseñanza: «Que haya principados y que
unos manden y otros sean súbditos, no sucede el acaso y temerariamente..., sino
por divina sabiduría»[6]. Lo mismo
atestiguó San Gregorio Magno con estas palabras: «Confesamos que el poder les
viene del cielo a los emperadores y reyes»[7].”[8]
El hombre
necesariamente debe vivir en sociedad, porque solamente así desarrollará sus
potencialidades, las cuales si no quedarán sin capacidad de dar frutos de modo
total. Ejemplo de ello es el lenguaje: sin los demás seres humanos, el hombre
jamás aprendería un idioma. Y su “lengua materna” será aquello que haya
aprendido desde niño, configurando incluso su forma mental.
Por esto
explica santo Tomás: “Si es natural al hombre que viva en sociedad con otros,
es necesario que alguien rija la multitud.”[9]
Por lo tanto, la existencia de la autoridad en una sociedad pertenece a la ley
natural.
De este modo,
la soberanía política, en su esencia y funciones, aparece limitada por este
mismo bien común temporal. Por lo tanto, no puede no buscarlo como fin propio,
con apertura al bien común trascendente de toda sociedad, que es Dios.
Comporta
además la facultad de imponer ordenaciones razonables a los súbditos hacia el
bien común. Por esto incluye la potestad de legislar, juzgar y castigar a sus
miembros para hacerles realizar el bien colectivo.
Como
contraparte, el hombre debe obedecer sus rectos ordenamientos, esto es sus
leyes justas. A cada hombre “su razón le impone el orden y el orden exige que
el hombre obedezca a sus progenitores y se someta al supremo procurador del
bien de la ciudad”.[10]
Por lo tanto, si se llegase a mandar algo que está más allá de su poder, cada
persona tiene el deber de oponerse, al no buscar ni el bien común temporal ni
el bien trascendente, que no es otro más que el de buscar incesantemente la
edificación de la ciudad cristiana. Como consecuencia, la obediencia no es una
virtud teologal. “Digo esto, porque hay una tendencia en nuestros días a
falsear la virtud de la obediencia, como si fuera la primera de todas y el
resumen de todas”[11],
escribe el p. Castellani. En esto nos quiere decir que no es un absoluto
intangible por la cual haya que traicionar el ejercicio de las principales
virtudes, como la fe, la esperanza y la caridad, sólo para realizar lo mandado.
Por lo tanto es falso el argumento, por ejemplo, de Luigi Sturzo, que sostiene
al aprobar, por ejemplo, el divorcio: “Si bien es una ley injusta que niega a
Dios y al orden natural, desde el punto de vista de la legalidad material, la
misma voluntad soberana que la ha querido debe ser la que la suprima.”[12]
Dicha ley, como dice santo Tomás, más que ley es un acto de violencia, y por
ende hay obligación de no acatarla, pues “hay
que obedecer a Dios antes que a los hombres” (Hech. 5, 29)[13].
“De ahí que la
doctrina católica, al afirmar el carácter divino de la soberanía, lejos de
destruirla, la funda y la hace benéfica; porque si la soberanía no viene de
Dios, la soberanía no existe.”[14]
La soberanía
es un elemento esencial que constituye una comunidad política, la cual tiene
sólo un poder relativo. Como escribe el p. Julio Meinvielle: “La comunidad
social es la causa próxima que concreta esta determinada sociedad política y
este determinado poder en cuanto ella fija la causa material (qué familias y
cuántas) y la causa formal (qué especie de vínculo) de esta sociedad política.
La soberanía como tal es conferida inmediatamente por la ley natural o, lo que
es lo mismo, por Dios, en cuanto ella exige que haya un poder soberano que rija
la comunidad política.”[15]
De este modo, no puede la autoridad destruir la causa material, es decir a las
familias, como la célula básica de la sociedad. No puede haber “nuevos modelos
de familia”, ni tampoco “ampliar” el concepto del matrimonio, ni quitarle la
patria potestad a los padres, que tienen por ley natural el derecho primario en
su educación, etc. Tampoco puede impedir la causa formal, esto es, el vínculo
entre ellos, a través de corporaciones y sociedades intermedias, sino más bien
debe fomentar toda asociación que favorezca la adquisición de su propio bien
común.
Frente a la
doctrina católica sobre la soberanía, el liberalismo hace de ella una fuente
ilimitada, absoluta, indivisible, inalienable e imprescriptible de poder del
Estado. Como dice Jordán Bruno Genta: “La única soberanía absoluta es la de
Dios y todas las otras son por naturaleza relativas y condicionales. Cada vez
que alguna de esas soberanías relativas pretenden sustituir a Dios degenera en
totalitarismo y en tiranía.”[16]
La filosofía
moderna y contemporánea, al negar la posibilidad de que el hombre conozca al
ente tal cual es, y los universales como permanentemente válidos para todo
tiempo y lugar, y por ende a atomizar el conocimiento fragmentándolo, afirmando
que son sólo concretos subsistentes sin capacidad para conocerlos desde el
punto de vista metafísico, por ello ha llegado a una infinidad de entes
absolutos fabricados por el hombre sin relación entre unos y otros, y sin
posibilidad de ver la jerarquización natural de los entes en toda la realidad.
Dichos entes absolutos se llaman “Estado, Derecho, Pueblo, Soberanía,
Democracia, Libertad, Ciencia, Humanidad, etc.”, cuyo único objeto es
“destronar al Único que tiene derecho de reinar con absoluta soberanía sobre
todo lo creado”[17]. Todo
ello como reducto final del nominalismo filosófico: al negar que existe la
realidad en sí misma, entonces el hombre afirma primero que su nombre es una
pura convención (nominalismo), para luego asignarle el concepto que le parezca,
más allá de la verdad o del bien como una realidad en sí misma (idealismo). Por
esto el nominalismo es un voluntarismo: es la voluntad humana la que lo
determina, ya sea la mayoría (real o ficticia, como el mito de la soberanía
popular), ya sea el poder (por ejemplo, el Imperialismo Internacional del
Dinero, en la famosa frase de Pío XI[18];
de las logias; etc.). Esto concluye, por ende, en el totalitarismo y en la
tiranía. “El liberalismo desemboca en la anarquía y ésta no es más que la tiranía
del desorden.”[19]
La doctrina
falsa de la soberanía tiene su origen en el error de Jean Jacques Rousseau que
crea el mito de la soberanía popular. Sostiene que todos los hombres son libres
e iguales, y que cada uno voluntariamente cercena sus propios derechos al
elegir vivir mancomunados en sociedad. Este pacto engendraría la voluntad
general revestida de absolutismo, capaz de crear todos los derechos y
obligaciones para con sus miembros.
“Esta Voluntad
General es la voluntad del pueblo, de la mayoría, de la mitad más uno. La
soberanía reside, pues, esencial y absolutamente en el pueblo, en la masa
informe de todas las unidades individuales, y tiene como razón de ser: asegurar
el máximo de libertad a estas mismas unidades.”[20]
Esta misma
enseñanza del p. Meinvielle es la que sostiene el Prof. Genta: “La Soberanía
Popular ejercida a través del Sufragio universal comporta, además, una
subversión del orden natural por cuanto consagra la primacía de la cantidad sobre la calidad, o sea la
omnipotencia del número.
La democracia
fundada en la ficticia soberanía popular, es ilícita, no es más que demagogia.
El cristiano
debe rechazar, por errónea y funesta la soberanía popular que usurpa a la real
Soberanía de Dios, fundamento último de toda la soberanía humana legítima,
comenzando por la Soberanía política de la Nación que nace y se sostiene
históricamente por la decisión de las Armas y no de las urnas.”[21]
El error
fundamental de esta concepción es creer que el hombre es naturalmente bueno,
que carece de pecado original o de sus consecuencias, llamada concupiscencia o fomes peccati. Como enseña Jordán Bruno
Genta: “Ocurre que para su uso social y político, la naturaleza humana es
íntegra, sana y completa en sí misma, capaz de desarrollar armónicamente sus
posibilidades positivas. Al Pecado Original y sus consecuencias penales sobre
la naturaleza humana, lo ha dejado el Diablo en el fuero privado de la persona
y en el templo. No existe la conciencia de nuestra corrupción y de nuestra
impotencia para obrar y para perseverar en el bien, librados a nuestras solas
fuerzas. No se tiene en cuenta que el pecado aunque sea expiado por el
Redentor, continúa su influencia destructiva en el mundo; de ahí la necesidad
permanente de su divina asistencia.”[22]
Subsiste
además en ella una concepción maniquea de las cosas. Como lo afirma el p.
Castellani: El liberalismo “está basado en una mezcla singular de dos
viejísimas y en cierto modo eternas herejías cristianas, el pelagianismo y el
maniqueísmo. Negación del Pecado Original por un lado y por otro lado
exageración del poder del Mal, un Mal substancial, concreto y absoluto, que
realmente no se puede ver de dónde sale […] Para el liberal genuino hay dos
campos: el uno de los elegidos en donde no puede caber el mal –que son ellos
naturalmente– y el otro de los malos malazos insusceptibles de todo bien.”[23]
Quienes luchamos por mantener el orden sobrenatural y natural de las cosas somos
el verdadero problema para los liberales coherentes con sus propios principios.
Frente a esta
concepción liberal, la doctrina espiritual constante de la Iglesia nos enseña
una verdad diametralmente opuesta: “Cum
ergo interior affectus noster multum corruptus sit, necesse est, ut actio
sequens index carentiae interioris vigoris, corrumpatur”.[24]
De aquí surge
la actual concepción del mundo, en el que es más importante la libertad que la
verdad. Y, por ende, la necesidad de “crear” nuevos derechos para la masa, cada
vez más putrefacta en sus comportamientos.
Como afirma el
Cardenal Louis Billot, el liberalismo “aparece impío en sus fundamentos,
contradictorio en su concepto, monstruoso en sus consecuencias y completamente
quimérico y absurdo. Impío, digo, en
los fundamentos, porque del ateísmo se origina, esto es, de la radical negación
de la sujeción natural del hombre a Dios y a su ley. Contradictorio en su concepto; porque si la innata libertad del
hombre no puede limitarse antes del pacto por ninguna obligación, ni derecho,
no aparece por qué pueda enajenarse irrevocablemente, total o parcialmente, en
virtud del pacto, ya que, excluida una ley superior que dé firmeza a los pactos
y donaciones celebrados entre los hombres, no puede concebirse ninguna estable
transferencia de dominio de uno a otro. Monstruoso
en sus consecuencias, ya que doblega todas las cosas delante del ídolo de
la voluntad general; y en lo que a los hechos se refiere, opone a los demás
ciudadanos la violencia desenfrenada y la tiranía de los partidos dominantes.
Por fin, completamente ridículo y absurdo,
porque asigna a la sociedad un origen quimérico, que está en contradicción con
el sentido íntimo, con la historia del género humano y con los hechos más
evidentes.”[25]
“La época
sombría en cuyas nubes nos vamos internando [decía el p. Meinvielle en 1932…
Hoy debemos decir “en la cual ya estamos inmersos”], preñada de hondas y
terribles convulsiones, es fruto moderno de aquella semilla de la soberanía
popular que cultivó Rousseau, y que hoy conocemos como el dogma intangible de
la Democracia… Nos referimos, sí, a la Democracia, vivida y voceada hoy, a esa
que no puede escribírsela sino con una descomunal mayúscula, porque se presenta
como solución universal de todos los problemas y soluciones. Esa Democracia es
el mito rousseauniano de la soberanía popular; es, a saber, de que siempre y en
todas partes ha de hacerse lo que el pueblo quiere porque el pueblo es la ley;
y el pueblo es la mayoría igualitaria que con su voto lo decide todo, lo mismo
lo humano que lo divino, lo que se refiere al orden nacional como al
internacional, la santidad del matrimonio como la educación de los hijos, los
derechos del Estado lo mismo que la majestad sacrosanta de la Iglesia.”[26]
Esto aparece
gráficamente representado en la condena a muerte a Nuestro Señor. Como dice
Jordán Bruno Genta: “El poder del número es el poder de la multitud frente a
Cristo y a Barrabás. Nunca será otra cosa la soberanía popular que eso. Hasta
Pilatos, pobre Pilatos, en un esfuerzo supremo por salvar a Cristo. […] E hizo
el ensayo. No me van a negar que fue un ensayo democrático puro, que fue una
apelación al sufragio universal. Puso a votación la inocencia, la inocencia
aplaudida y celebrada cinco días antes. […] ¿Qué pasó en ese plebiscito?,
¿cuántos votos tuvo Cristo?, ni uno, ni uno sólo, porque si no estaría
registrado. Ustedes se dan cuenta de que si alguien hubiera votado por él, los
evangelistas, que son los testigos, lo habrían registrado. Cristo no tuvo un
solo voto, y la multitud clamó por la liberación de Barrabás y la crucifixión
de Cristo. Esos son los frutos podridos de la democracia, del número. Lo mismo
ocurrió entonces que ocurre ahora, pero vuelvo a repetirles, no es el poder del
número el que decide, es la traición de los responsables, en este caso los
altos mandos. Esos son los que entregan a sus propios camaradas al matadero.”[27]
Terminemos
esta breve exposición con unas palabras del Dr. Antonio Caponnetto: “Un
católico no puede creer en la soberanía popular. Expresa y formalmente
condenada en un sinfín de textos pontificios, esta aberración ideológica, que aúna por igual a liberales y a marxistas,
es la prueba más radical del destronamiento social de Jesucristo, de la
secularización del poder político, del remplazo sacrílego del omni potestas a Deo por el omni potestas a populo, de la subversión
del origen de la autoridad y de la rebelión contra la idea misma de toda
legitimidad gubernamental. Principio revolucionario por antonomasia, el
Magisterio ha protestado siempre su carácter demoníaco, en tanto comporta la
proyección social del non serviam de
Lucifer.”[28]
[2] P. Julio
Meinvielle, Concepción Católica de la Política,
Biblioteca del Pensamiento Nacionalista Argentino, t. III, Bs As, 1974, p. 53.
[3] El Papa
León XIII cita, además, en Diuturnum Illud Prov. 8,
15-16; Sab. 6, 3-4; Eclo. 17, 14; Jn. 19, 11.
[10] P.
Julio Meinvielle, Concepción Católica de la Política,
Biblioteca del Pensamiento Nacionalista Argentino, t. III, Bs As, 1974, p. 61.
[12] Luigi
Sturzo, Fundamentos
y caracteres de la Democracia Cristiana, citado por Jordán Bruno
Genta, ¿Democracia
cristiana o masónica?, Bs As, 1955, p. 12.
[13] Cf.
Santo Tomás, I-II, 96, 4 c.
[14] P.
Julio Meinvielle, Concepción Católica de la Política,
Biblioteca del Pensamiento Nacionalista Argentino, t. III, Bs As, 1974, p. 62.
[15] P.
Julio Meinvielle, Concepción Católica de la Política,
Biblioteca del Pensamiento Nacionalista Argentino, t. III, Bs As, 1974, p. 73.
[17] P.
Julio Meinvielle, Concepción Católica de la Política,
Biblioteca del Pensamiento Nacionalista Argentino, t. III, Bs As, 1974, p. 55.
[19] P.
Julio Meinvielle, Concepción Católica de la Política,
Biblioteca del Pensamiento Nacionalista Argentino, t. III, Bs As, 1974, p. 60.
[20] P.
Julio Meinvielle, Concepción Católica de la Política,
Biblioteca del Pensamiento Nacionalista Argentino, t. III, Bs As, 1974, p. 56.
[23] P.
Leonardo Castellani, Esencia del Liberalismo, Biblioteca del Pensamiento
Nacionalista Argentino, t. VIII, Bs As, 1976, p. 142. 143.
[24] “Como
nuestro afecto interior ha sido corrompido, es necesario que también se
corrompa la acción siguiente, que indica la carencia de vigor interior.” (Imitación
de Cristo, L. III, cap. 31, n. 4).
[25]
Cardenal Louis Billot, De Ecclesia Christi,
citado por P. Julio Meinvielle, Concepción Católica de la Política,
Biblioteca del Pensamiento Nacionalista Argentino, t. III, Bs As, 1974, p.
56-57.
[26] P.
Julio Meinvielle, Concepción Católica de la Política,
Biblioteca del Pensamiento Nacionalista Argentino, t. III, Bs As, 1974, p. 63.
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