Pbro. Dr. Julio Ramón
Meinvielle
La magnitud de
los acontecimientos que se desarrollan a nuestra vista hoy, tanto en el
minúsculo panorama nacional cuanto en el grandioso del orbe universo, nos
obliga a levantar nuestra mirada a las causas universalísimas que rigen el
destino de la humanidad. San Agustín describió la filosofía de la historia
humana en las dos ciudades. Y a quince siglos de distancia del gran pensador de
Hipona, testigos de milenio y medio de esta lucha universal entre los hijos de
Satán y los hijos de Dios, que él no pudo contemplar, actores de un momento
culminante de la misma, hemos de poner nuestros ojos en el ardor bélico que
tanto la Iglesia como la Contra-Iglesia desarrollan en la conquista de la vida
temporal humana. Porque allí y no en otra parte estriba la lucha decisiva de la
humanidad, hoy más que nunca. Tiempo hubo, en que la lucha entre los hombres
pareciera desarrollarse por el triunfo de ideas desencarnadas –disensiones
teológicas y filosóficas– o por la conquista de simples ventajas económicas o
políticas. Hoy, detrás de todas las batallas parciales que tienen lugar en lo
económico, político y cultural hay una batalla –la gran batalla– que tiene
lugar al mismo tiempo en todo el universo y en cada parte de él en la cual los
contendientes –y ¡qué contendientes!– pugnan acérrimamente por imponer a la
vida humana temporal una forma de ser determinada. Es una lucha por encarnar en
la vida universal ideas totales. Y como cada uno –con razón o sin ella, no es caso
de averiguarlo aquí– llama civilización al ideal por cuya victoria lucha,
podemos decir, simplificando, que la lucha se desarrolla por la civilización.
Así vemos, cómo desde el Renacimiento, los enemigos de la Iglesia la combaten
en nombre de la civilización y cómo ella, por su parte, aunque con destino
eterno, lucha frente a sus enemigos para guardar incólume los valores de la
auténtica civilización.
Lo que es
importante advertir aquí, es que tanto para la Iglesia como para la
Contra-Iglesia la lucha se desenvuelve por la dominación totalitaria de la vida
humana temporal. No existe ninguna zona de la actividad humana –técnica, artes,
ciencia, economía, política, cultura– donde la Iglesia no quiera dejar sentir
su influencia para salvarla y santificarla; y no existe tampoco ninguna zona
donde la Contra-Iglesia no pretenda un dominio exclusivo para perderla y
satanizarla. La Contra-Iglesia llama civilización y progreso a la forma de ser
que quiere imponer a la vida humana temporal; y la Iglesia llama, a su vez,
civilización a aquella que quiere Ella imponer. En un próximo artículo veremos
que sólo la Iglesia tiene razón. Pero la necesidad de usar un lenguaje que nos
haga comprensibles nos obliga a hablar de civilización cristiana que es la vida
temporal humana, informada por la plenitud de la doctrina católica y de
civilización moderna que es esta misma vida humana, sometida a los principios
de libertad y democracia, nutridos en el filosofismo del siglo XVIII,
proclamados en la nefasta Revolución Francesa, vividos en el liberalismo del
siglo XIX y revivificados ahora en el materialismo comunista.
Suponer que la
vida humana temporal, o parte de ella, deba substraerse a la influencia de la
Iglesia, sería como observa la Unam
Sanctam de Bonifacio VIII, renovar el error de los maniqueos que admitían
dos principios últimos e irreductibles de las cosas creadas y si acaso los
liberales disienten en algo de los maniqueos es porque afirman algo peor.
“Porque al autor de las cosas temporales a quien el maniqueo consideraba como
dios malo, fácilmente lo tomará como dios de la luz y del progreso, y al que
los maniqueos llamaban Dios bueno, autor de las cosas espirituales, le llamará
Dios de las tinieblas y del oscurantismo.”[2]
(Billot)
Origen de esta lucha
La lucha entre
la Iglesia y la Contra-Iglesia es tan antigua como la humanidad, desde que
existe “aquel gran dragón, la antigua serpiente, que se llama diablo y Satanás,
que seduce a todo el orbe” (Apoc. XII, 9), verdadero autor de todas las
herejías y de todas las sectas porque es “homicida desde el comienzo y no se
funda en la verdad porque no hay verdad en él y cuando dice mentira, de lo
propio habla, porque es mentiroso y padre de la Mentira” (Palabras de
Jesucristo en S. Juan VIII, 44).
Es este
espíritu de error que “obra en los hijos de la incredulidad y de la
desobediencia” (Efesios II, 2) que opera en ellos, y por ellos el misterio de
iniquidad, “hasta que sea manifestado el hombre de pecado, el hijo de la
perdición, que se levanta contra todos y se ensalza por encima de todos hasta
decirse Dios y recibir adoración y sentarse en el templo de Dios y a quien el
Señor Jesús exterminará por el soplo de su boca y por la gloria de su
advenimiento.” (II Tes. II, 3-10).
Con estas
palabras Jesucristo y sus Apóstoles nos señalan la gran seducción que ha comenzado en el paraíso terrenal y que no
cesará hasta el gran día en que todo lo del cielo, y lo de la tierra y lo del
infierno doble la rodilla al nombre de Jesús y confiese que el Señor Jesús está
en la gloria del Padre.
Antes de la
venida del Señor en la encarnación, la
gran seducción dominó todo el haz de la tierra, salvo el pequeño y
milagroso pueblo de Israel y algunas almas individuales de la gentilidad, y,
después del Señor, vencida la seducción, la Iglesia, su divina Esposa, logró
conquistar en el universo naciones enteras que, plasmadas por Ella, aún en su
vida temporal, formaron la Europa cristiana, de cuyos estados podía decirse lo
que el historiador Gibbon dijo de Francia: “este reino fue formado por los
obispos como las abejas construyen su colmena.”
La Revolución
Francesa
Las herejías
no dejaron de asechar contra la ciudad cristiana y con grandes éxitos
parciales; pero sólo lograron una gran victoria universal en la Revolución
Francesa, cuando, reunidos los impíos en terrible conjuración contra Dios y
contra Cristo, dijeron: “Rompamos sus
ataduras y arrojemos de nosotros su yugo” y resolvieron destruir la antigua
ciudad cristiana y reemplazarla por otra hecha a medida del hombre.
La impiedad,
entonces, transformada en ángel de luz con el pomposo nombre de filosofía, hizo “blanco de sus odios a
todos los gobiernos y a todas las instituciones de Europa porque eran
cristianos y en la medida que eran cristianos; un malestar de opinión y un
desconcierto universal se apoderó de todas las cabezas. En Francia sobre todo
toda la rabia filosófica no conoció límites y pronto una sola voz formidable
formada por tantas voces reunidas gritó a Dios en medio de la culpable Europa:
¡Dejanos! ¿Será preciso entonces temblar eternamente delante de los sacerdotes
y recibir de ellos la instrucción que quieran darnos? La verdad está oculta en
toda Europa por el humo del incensario, es tiempo que ella salga de esta nube
fatal. No hablaremos más de ti a nuestros hijos. A ellos les tocará cuando hombres,
saber si tú existes, quién eres tú y qué quieres de ellos. Todo lo que existe
nos disgusta porque tu nombre está escrito sobre todo lo que existe. Queremos
destruirlo todo y rehacerlo sin ti. Sal de nuestros consejos, de nuestras
academias, de nuestras casas. La razón no basta. ¡Déjanos! (De Maistre, Ensayo sobre el Principio generador de las
constituciones).
El pretexto
para instaurar el nuevo orden social fue la libertad; el código, el contrato
social; el medio la demagogia; la razón última la constitución del Estado ateo
y coloso, supremo árbitro de todos los derechos, de todo lo lícito y lo
ilícito, dictador omnipotente de lo permitido o prohibido bajo el cual el
nombre y culto de Dios será abolido perpetuamente. A este fin todo se endereza
y todos los medios se ordenan; a éste la destrucción de la familia, a éste la
destrucción de las corporaciones, a éste la destrucción de las libertades tanto
municipales como provinciales para que sólo quede la potestad del Estado impío
sin cuyo imperio no puede mover nadie ni pie ni manos en todo el ámbito del
universo. Este es el fin del intento y no la libertad civil. La libertad es un
pretexto, la libertad es un ídolo para seducir al pueblo, ídolo que tiene manos
y no palpa, tiene pies y no camina, númen inánime bajo el cual Satanás se
prepara a reducir a las gentes a una servidumbre mucho peor que aquella en que
se las tuvo en la antigüedad con los ídolos materiales del paganismo. Por lo
demás de lo que se trata es de la religión. “Queremos organizar una humanidad
sin Dios.” (Jules Ferry). Y así “desde los días de la Revolución estamos en
rebelión contra la autoridad divina y humana (que dependa de Dios) con quien
hemos arreglado de golpe una terrible cuenta el 21 de enero de 1791.”
(Clemenceau). “La civilización moderna y el cristianismo están en
contradicción: es necesario que uno ceda lugar. El progreso moderno no reconoce
sino un Dios inmanente al mundo, opuesto al Dios trascendental de la revelación
cristiana, ni otra moralidad sino aquella cuya fuente es la voluntad humana,
determinándose por sí y constituyendo para sí la ley.” (Hartman, Religión del
porvenir. Billot, De Ecclesia Christi,
T. II). Y poco hace respecto a este resultado final de la secularización absoluta de la vida las diferencias de medios que
puedan implicar los totalitarismos llamados antidemocráticos o democráticos
porque la impiedad anida igualmente en las entrañas de unos y de otros y no son
sino dos caras –Gog y Magog– de un solo y único personaje, el gran Seductor.
La Revolución
Francesa fue la primera gran batalla, de proyección universal, perdida por la
Iglesia. Con ella, por vez primera, se implanta en el corazón de la Cristiandad
y en el mundo una civilización anticristiana. La dirección civilizadora del
mundo queda, desde entonces, en manos de la Contra-Iglesia; y, desde entonces,
se erige como norma de vida civilizadora, un ideal anticristiano.
Antes de 1789
había muchos desvaríos de la inteligencia y gran corrupción de las costumbres
pero los valores sociales erigidos
como normas de vida eran católicos y también lo eran las instituciones. Por el
contrario, desde entonces se erigen públicamente como ideal, normas
anticristianas y si la verdad y el bien continúan perseverando por la
influencia de la Iglesia, no pueden realizar sino una proyección restringida
que apenas traspasa la esfera individual.
La civilización
moderna y los católicos
Este radical
cambio operado en la escala social de los valores civilizadores va a plantear
un problema práctico a los católicos, terrible y decisivo. Porque, una de dos,
o se mantienen en la verdad católica
íntegra, valedera aún como norma de conducta privada y pública y entonces
se exponen a ser tachados de reaccionarios, retrógrados, antiprogresistas o
antimodernos; o, en cambio, reservando la verdad católica integral a un plano
puramente teórico, aceptan como norma práctica de vida, una conciliación de los
principios católicos con los modernos, una mixtura, una transacción, una regla
de conducta, derivada de una teología alterada o disminuida.
Esto segundo
hicieron los clérigos constitucionalistas los días mismos de la Revolución;
esto hicieron, con gran despliegue de pensamiento los redactores de l’Avenir, y, sobre todo Lamennais; esto
hicieron, en todos los países católicos, los llamados “católicos liberales”;
esto cumplieron en Norteamérica los americanistas y, en todas partes, los
católicos democratistas, cuya expresión más típica fue el movimiento del Sillón
de Marc Sangnier.
Podría creerse
que después de las condenaciones de la Mirari
Vos de Gregorio XIV, del Syllabus de
Pío IX, de las magistrales encíclicas de León XIII, de la reprobación del americanismo en Testem benevolentiae del mismo León XIII, de la condenación del
Sillón por Pío X, el liberalismo y el democratismo de los católicos habrían
terminado para siempre.
Pero no es
así. Muy por el contrario. Ahora con una situación similar a la planteada por
la Revolución Francesa, frente al hecho, al parecer inminente del triunfo
democratista y comunista, surgen con virulencia todos los católicos que se
creen en la perentoria necesidad de acomodarse en la nueva situación y que, por
ello, se preguntan: ¿qué haremos los católicos en un mundo nuevo que se
levanta, y que erige una nueva e
irresistible forma de vida? ¿Nos mantendremos en la verdad católica íntegra, adoptada aun como normas de conducta
exponiéndonos a que nos llamen cavernícolas o, en cambio, nos acomodaremos,
buscaremos una norma de transacción y, sin renunciar a la profesión teórica de la verdad católica,
buscaremos una nueva aplicación que
contemple las realidades de la vida, que tenga en cuenta el progreso del
tiempo, que se adapte a la nueva mentalidad?
Este es el
problema. Y a esta cuestión, caben dos respuestas. La una, al modo de los
católicos liberales, que es la que dan Maritain, Ducatillon y sus, cada vez,
más numerosos seguidores. De aquí todo el esfuerzo por inventar una nueva norma integral de vida, una nueva cristiandad, una nueva civilización, una cristiandad que
siga siendo tal y que sea esencialmente diversa
de la medioeval; todo el esfuerzo por construir ésta con los valores modernos surgidos de la Revolución
Francesa, tales como libertad, persona humana, derechos del hombre, democracia,
progreso.
La filosofía
social política que ha sido inventada por Maritain para satisfacer esta
conciliación de la verdad católica con los principios modernos no ha sido
posible sin someter la teología católica a una alteración o disminución,
lo que es particularmente sensible en la doctrina de la supremacía espiritual
de la Iglesia. Pero de ello nos ocuparemos en otros artículos.
Se ha buscado
el “éxito”, el “triunfo” y ello no podrá ser sino a costa de la “verdad”.
Frente a esta
posición, es necesario advertir que hoy, como ayer en los días en que el mundo
estaba sumido en la universal idolatría del paganismo, y como mañana, cuando
impere la apostasía final del anticristo, a los católicos no se nos pedirá el
éxito sino el testimonio de la verdad. Cada cristiano debe tener como norma
suprema e inquebrantable de su vida las palabras de Jesucristo al gobernador
Pilatos: “Yo para eso nací, y para eso
vine al mundo, para dar testimonio de la verdad.” (Jn. XVIII, 37).
Y esta
predicación de la verdad constituye la herencia dejada por los apóstoles para
ser predicada sobre todo, cuando vengan los tiempos en que los hombres “no soportarán la sana doctrina, sino que
sintiendo comezón en los oídos, se darán a sí mismos maestros a montones según
los propios apetitos, y de la verdad apartarán el oído, mientras se convertirán
a las fábulas.” (San Pablo a Timoteo. 2, IV, 1-6).
Los católicos
no podemos olvidar que en la vida presente vivimos continuamente bajo las
amenazas de la gran seducción, del
tentador que se transfigura en ángel de luz, y de sus redes sólo nos puede
librar una adhesión total a la verdad católica, que no es sólo para ser
considerada especulativamente sino
para ser cumplida y realizada en la vida individual, social y política. Si las
circunstancias no permiten una aplicación total y plena de la verdad católica,
ya no es tarea que a nosotros incumba mientras no esté en nuestras manos
modificar esas circunstancias. A nosotros toca llevar la verdad católica hasta
donde las circunstancias permitan prudentemente su aplicación: pero jamás es
lícito disminuir o alterar dicha verdad para asegurar una mejor eficacia de su
aplicación.
Porque además
de significar ello un detrimento para su integridad que sólo debemos custodiar
es privarla de su eficacia. ¿Hubiera llegado la verdad católica a vencer las
resistencias de un mundo hostil hasta cumplirse en la plenitud medioeval, si
los Padres, San Agustín y los teólogos la hubieran disminuido y acomodado a las
circunstancias del mundo pagano en que vivían? La verdad tiene todos los
derechos. No es ella la que debe acomodarse sino que a ella deben acomodarse
los hombres para actuarla en ellos lo más cumplidamente que puedan.
Estos eternos
acomodadores que son los católicos liberales, mañana en los días del
anticristo, andarán alucinados detrás de él, porque será la más brillante
encarnación de la ciencia, de la libertad, de la democracia, del progreso y de
la civilización moderna. Porque en la descripción que San Pablo no ha dejado
del anticristo (II Tes. II, 1-12) éste aparecerá con todo poder y con artificios y portentos engañosos; y éstos
serán eficaces para perder
precisamente a aquellos que no abrazaron
el amor de la verdad para ser salvos (ib.). ¿Y cuál verdad? Aquella verdad
que recibisteis por las tradiciones en
que fuisteis enseñados (ib.), o sea la verdad
católica íntegra que fue recibida de Jesucristo, transmitida por los
Apóstoles, perpetuada en las enseñanzas constantes de los Pontífices Romanos:
verdad católica íntegra y actuante que
tiene valor, no sólo en el plano ideal de la teoría, sino también en la
realidad práctica vivida, y que se resume en la definición de la Bula Unam Sanctam de Bonifacio VII: “Por lo cual declaramos, decimos, definimos
y pronunciamos como doctrina enteramente necesaria para la salvación: que toda
criatura humana está sometida al Romano Pontífice.”
Esta profesión
de la integridad de la verdad católica será la única garantía contra las
ilusiones del Anticristo.
Aquellos, en
cambio, que habrán sido ablandados en
la profesión de la verdad, serán devorados por la gran Seducción.
Nuestro Tiempo (23 de marzo de 1945), año II, nº 27, pág. 9-11.
[1] Nuestro Tiempo (23 de marzo de 1945),
año II, nº 27, pág. 9-11.
[2] De neta
filiación maniquea es el siguiente párrafo del libro “Los Derechos del Hombre y la ley natural”, de Maritain (pág. 45):
“No hay más que un bien común temporal, el de la Sociedad política, como no hay
más que un bien común sobrenatural, el del Reino de Dios, que es suprapolítico.
Introducir en la sociedad política un bien común particular, el cual sería el
bien común temporal de los fieles de una religión, aunque fuese la verdadera
religión, y que reclamarían para sí una situación privilegiada en el Estado,
sería introducir un principio de división en la sociedad política y faltar, por
lo tanto, al bien común temporal.”
Que grande padre. Un saludo desde Colombia.
ResponderBorrarEl grande fue el Padre Meinvielle, que vio desde lejos toda la negación de la doctrina tradicional sobre el tema de la Cristiandad hecha por Maritain. Gracias por el saludo. Otro abrazo desde Argentina.
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