« Padres de la Iglesia[1] se llaman con toda razón aquellos santos que, con la fuerza de la fe, con la profundidad y riqueza de sus enseñanzas, la engendraron y formaron en el transcurso de los primeros siglos [Cf. Gal. 4, 19][2].
Son de verdad "Padres" de la Iglesia, porque la Iglesia, a través del Evangelio, recibió de ellos la vida [cf. 1 Cor. 4, 15]. Y son también sus constructores, ya que por ellos —sobre el único fundamento puesto por los Apóstoles, es decir, sobre Cristo— [cf. 1 Cor. 3, 11] fue edificada la Iglesia de Dios en sus estructuras primordiales.
La Iglesia vive todavía hoy con la vida recibida de esos Padres; y hoy sigue edificándose todavía sobre las estructuras formadas por esos constructores, entre los goces y penas de su caminar y de su trabajo cotidiano.
Fueron, por tanto, sus Padres y lo siguen siendo siempre; porque ellos constituyen, en efecto, una estructura estable de la Iglesia y cumplen una función perenne en pro de la Iglesia, a lo largo de todos los siglos. De ahí que todo anuncio del Evangelio y magisterio sucesivo debe adecuarse a su anuncio y magisterio si quiere ser auténtico; todo carisma y todo ministerio debe fluir de la fuente vital de su paternidad; y, por último, toda piedra nueva, añadida al edificio santo que aumenta y se amplifica cada día [cf. Ef. 2, 21], debe colocarse en las estructuras que ellos construyeron y enlazarse y soldarse con esas estructuras.
Guiada por esa certidumbre, la Iglesia nunca deja de volver sobre los escritos de esos Padres —llenos de sabiduría y perenne juventud— y de renovar continuamente su recuerdo. De ahí que, a lo largo del año litúrgico, encontremos siempre, con gran gozo, a nuestros Padres y siempre nos sintamos confirmados en la fe y animados en la esperanza.
Nuestro gozo es todavía
mayor cuando determinadas circunstancias nos inducen a conocerlos con más
detenimiento y profundidad.»[3]
Estas palabras del Papa
Juan Pablo II no han olvidarse. Hoy son profundamente actuales, dada la
confusión armada por los grupos de presión dentro y fuera de la Iglesia para
cambiar la doctrina sacramental, en particular en lo referente a los
sacramentos del Matrimonio, de la santa Comunión y de la Confesión, alterando
de este modo su enseñanza moral.
Este artículo es
continuación del anterior.
Para profundizar las notas necesarias para que un escritor sea considerado
Padre de la Iglesia, y para explicar las referencias que contiene el Enchiridion Patristicum a continuación,
remitimos a ese escrito.
El matrimonio cristiano es un verdadero sacramento
S. Ignacio de Antioquía, † 107
Epístola a Policarpo
67 5, 1. Recomienda a mis hermanas que amen al Señor y que se
contenten con sus maridos, en la carne y en el espíritu. Igualmente, predica a
mis hermanos, en nombre de Jesucristo, “que
amen a sus esposas como el Señor a la Iglesia” [Ef. 5, 25. 29]. 2.
Si alguno se siente capaz de permanecer en castidad para honrar la carne del
Señor, que permanezca en humildad. Si se engríe, está perdido, y si se estimare
en más que el obispo, está corrompido. Respecto a los que se casan, esposos y
esposas, conviene que celebren su enlace con el conocimiento del obispo, a fin
de que el matrimonio sea conforme al Señor y no por el solo deseo. Que todo se
haga para honra de Dios.
Tertuliano, cerca de 160 – 222/223
A su esposa, 200/206
319 2,
7. Pues si el matrimonio
frente a Dios es rato de este modo [del fiel con la mujer pagana, y viceversa],
para que no ceda con la prosperidad, como tampoco no sea lacerado ni por las
tribulaciones, ni por las angustias, ni por los impedimentos y ni por las faltas
morales, teniendo ya el patrocinio de parte de la gracia divina.
320 2,
9. ¿Hay que dudar,
inquirir y deliberar la identidad, o si sea idóneo para llevar los dotes, a
quien Dios confió su propio censo? De donde nos alcanza para proclamar la
felicidad de su matrimonio, que la Iglesia une, la oblación confirma y la
bendición refrenda, los ángeles proclaman y el Padre lo tiene como invariable.
Sobre la castidad, 217/223[4]
384 4. En nuestro poder están también las
uniones matrimoniales ocultas, esto es, las no profesadas con anterioridad ante
la Iglesia, las que deben ser juzgadas, al igual que el adulterio y la
fornicación.
Orígenes, 185/186 – 254/255
Comentarios al Evangelio según san Mateo, posterior
al 244
505 Tomo 14, n. 16. En verdad, Dios es el que a los dos
los ha unido íntimamente en uno, en cuanto que, desde que la mujer se casa con
su esposo, ya no sean más dos; y porque Dios los unió, por eso permanece en
ellos la gracia, en los que han sido unidos por Dios. No ignorando Pablo que el
matrimonio es conveniente por la Palabra de Dios declara que es una gracia, de
tal modo que el casto celibato es la gracia [cf. Ef. 5, 32].
S. Epifanio, cerca 315 – 403
Contra el hereje Panario, 374 - 377
1094 Herejía 51, c. 30. En Caná de Galilea fueron celebradas
unas nupcias con gran solemnidad, y el agua verdaderamente llegó a ser vino
elegido convenientemente por dos razones: para que la libido dispersa de los
hombres furiosos en el mundo sea contenida en la castidad y la honestidad de las
nupcias, y para que se enmiende lo que falta y se ablande con la suavidad de la
gracia y del vino más ameno; y también para cerrar las bocas de aquellos que se
han levantado contra el Señor, para que Él mismo sea declarado Dios, junto con
el Padre y el Espíritu Santo.
S. Juan Crisóstomo, 344 – 407
Homilías al Evangelio según san Mateo, cerca del
390
1176 62, 1. “Lo que Dios unió, no lo separe el hombre”
[Mt. 19, 6]. Observa la sabiduría del Maestro. Pues interrogado por “si es lícito”, no dice inmediatamente:
no es lícito, para que no murmuren ni se perturben; sino que, antes de
pronunciar la sentencia, establece con claridad a través de lo que está
preparado, mostrando cuál es el precepto de su Padre, y que no habrá
preceptuado en esto contra Moisés, sino más bien con perfecta conveniencia…
Pues ahora también por la justa medida de la creación y por la forma de la ley
se muestra que uno siempre debe habitar con una, y nunca debe separarse.
S. Ambrosio, cerca de 333 – 397
Epístolas
1249 19
[A Vigilio, año 385], 7. Si nada hay de cerca tan grave que el
copular con un extraño, donde son encendidos los escándalos del sacrilegio y
los incentivos de la discordia y de los deseos libidinosos. Pues cuando el
mismo cónyuge es necesario que sea santificado con la envoltura y la bendición
sacerdotal, ¿de qué modo puede ser llamado cónyuge, donde no está la concordia
de la fe?
1253 42 [Al Papa s. Siricio, cerca del año
392], 3. Ni nos negamos a
que lo santificado por Cristo sea llamado matrimonio, pues dice la divina voz:
“Serán ambos una sola carne” [Mt. 19,
5] y un solo espíritu, pero antes es lo que somos por nacimiento, que lo que
somos por efecto; y contiene mayor excelencia el misterio de la obra divina que
el remedio de la humana fragilidad. Es alabada con derecho la buena esposa,
pero es preferida por mejor la piadosa virgen.
S. Agustín, 354 – 430
Sobre el bien conyugal
1640 C. 3, n. 3. Pues es bueno el matrimonio, lo que también confirmó el
Señor en el Evangelio, no sólo porque prohibió expulsar a la esposa salvo por
causa de fornicación [Mt. 19, 6], sino también porque vino invitado a las
nupcias [Jn. 2, 2], se busca por qué sea su buen mérito. Lo que para mí no
parece solamente a causa únicamente de la procreación de los hijos, sino
también a causa de la misma natural sociedad en diverso sexo… Tienen también
sus seres esponsalicios como un bien, que aunque la incontinencia carnal o juvenil
sea viciosa, se vuelve honesta para propagar la prole, para que la cópula
conyugal realice cosas buenas desde la maldad de los deseos libidinosos.
Tratado del Evangelio según san Juan, 416/417
1812 9,
2. Por esto, pues, el Señor fue invitado a
las nupcias, para que quede firme la castidad conyugal, y se muestre el
sacramento de las nupcias; porque también el esposo de aquellas nupcias
figuraba la persona del Señor, a quien se le dijo: “Guardaste el buen vino hasta ahora” [Jn. 2, 10]. Pues Cristo guardó
el buen vino hasta ahora, esto es, su Evangelio.
Sobre las nupcias y la concupiscencia, 419 / 420
1867 L.
I, c. 10, n. 11. Porque
realmente no sólo la fecundidad, cuyo fruto es la prole, ni tampoco sólo la
castidad, cuyo vínculo es la fe, sino también el verdadero sacramento de las
nupcias es encomendado a los fieles cónyuges, de donde dice el Apóstol: “Maridos, amad a vuestras mujeres, como
también Cristo ama a la Iglesia” [Ef. 5, 25]; lejos de dudas, es la
realidad de este sacramento, en cuanto que el varón y la mujer unidos en
matrimonio mientras viven perseveran unidos inseparablemente, y no le es
lícito, excepto en caso de fornicación, a un cónyuge separarse de otro [Mt. 5,
32]… Lo que si alguno lo hizo, no con la ley de este mundo, es concedido sin crimen
con la intervención del repudio con otros unirse a otros matrimonios, lo que
también el Señor ha testificado al santo Moisés que permitiera a los
israelitas, a causa de la dureza de sus corazones, aunque con la ley del
Evangelio es reo de adulterio, como también aquella que se casa con otro [Mt.
19, 8-9]… Así permanece entre los vivientes tal bien conyugal, que ni la
separación ni con otra cópula puede ser arrancada. Y permanece la pena de la
culpa, no el vínculo de la ley; del mismo modo que el alma del apóstata,
alejándose del yugo de Cristo, incluso con la pérdida de la fe, no pierde el
sacramento de la fe, que aceptó con el lavado de la regeneración.
1876 L.
II, c. 26, n. 43. No son las nupcias la causa del pecado,
que lleva consigo al que nace y es purificado el que renace; sino que la causa
del pecado es el pecado original voluntario del primer hombre… 27, 44. ¿Qué es, pues, lo que [Juliano] busca en nosotros: A causa
de qué se encuentra el pecado en el párvulo, si por propia voluntad, o por las
nupcias, o por sus padres?… 45. A todo esto aquí responde el Apóstol,
que ni la propia voluntad inculpa al párvulo, que propiamente en aquel todavía
no está inclinado al pecado; ni las nupcias en cuanto que las nupcias son, no
sólo las que tienen la institución por Dios, sino también su verdadera
bendición; ni los padres en cuanto que son padres, los cuales al estar desposados
lícita y legítimamente de modo recíproco procrean a sus hijos; sino más bien: “Por un solo hombre, dice, entró el pecado en este mundo, y por el
pecado la muerte; y así pasó a todos los hombres, en el que todos pecaron”
[Rom. 5, 12].
S. Cirilo de Alejandría, † 444
Comentario al Evangelio según san Juan, después (o
cerca) del 428
2108 L. II c. 1 (2, 1). Cuando se celebraron las nupcias [cf.
Jn. 2, 1 ss.], en efecto de modo casto y honesto, no sólo estaba presente la
Madre del Salvador, sino que también Él mismo con sus discípulos fue invitado,
no sólo como comensal sino en cuanto puede hacer milagros, e incluso antes para
santificar el principio de la generación humana, lo que en efecto se extiende
incluso hasta la carne.
Teodoreto de Ciro, cerca de 386 – 458
Compendio de fábulas heréticas, después de 451
2155 L. V, c. 25. Si fuese malo el
matrimonio, de ningún modo a aquel lo hubiese constituido desde el principio el
Señor Dios, ni sería llamado bendición la recepción de los hijos. Por esta
causa, pues, a los antiguos no prohibió tener muchas esposas, para que aumentara el género humano… El mismo Señor no
sólo no prohibió el matrimonio, sino que también fue invitado a las nupcias y
les dio el vino producido sin cultivar como don para las nupcias. Más adelante,
pues, confirma la ley del matrimonio (como si alguien quisiera desatarlo a
causa de la fornicación), conteniéndolo con otra ley, pues dice: “Cualquiera que despide a su esposa, salvo
por fornicación, la hace adulterar” [Mt. 5, 32].
S. León I Magno, Papa, 440 – 461
Epístolas
2189 167
[A Rústico, Obispo narbonense, año 458/459], 4. Una
es la esposa, y otra la concubina; como una es la esclava, y otra la libre. Por
esto también el Apóstol, para manifestar la discreción entre las personas,
coloca el testimonio del Génesis, en el que se le dice a Abraham: “Expulsa a la esclava y a su hijo, pues no
será heredero el hijo de la esclava con mi hijo Isaac” [Gen. 21, 10]. De
donde como la sociedad de las nupcias ha sido constituida desde el principio,
en cuanto que más adelante la conjunción de los sexos tiene en sí misma el
sacramento entre Cristo y la Iglesia [Ef. 5, 32], no hay duda que la otra mujer
no pertenece al matrimonio, en la que se enseña que no hubo misterio nupcial.
S. Máximo de Turín, siglo V
Homilías
2218 23.
Invitado, pues, como se lee [Jn. 2, 1 ss.], el Señor prosiguió hasta las
nupcias, en cuanto se digna con esto el Hijo de la Virgen (es la razón de
nuestra erudición), en cuanto que, con este docto ejemplo, no neguemos al Autor
de aquellas legítimas nupcias. Va, pues, a las nupcias, el Hijo de Dios, para
que, el que las ha constituido con su potestad hace algún tiempo, ahora las
santifique con la bendición de su presencia.
S. Juan Damasceno, fin del siglo VII – Antes del
754
La fe ortodoxa
2374 L. IV, c. 24. La virginidad es un género de vida
angélico, señal peculiar de toda naturaleza incorpórea. Lo que decimos no lo
hacemos para denigrar al matrimonio, ¡qué esté ausente tal idea! Pues sabemos
que el Señor ha bendecido con su presencia a las nupcias, y tenemos presente a
Aquel que dijo: “El matrimonio es
honorable y el lecho, inmaculado” [Heb. 13, 4], sino porque conocemos que
la virginidad es preferible a las nupcias, por muchos bienes que ellas
contienen.
Se perfecciona con el mutuo consenso de los cónyuges;
por lo tanto hubo verdadero matrimonio entre María y José
S. Ambrosio, cerca de 333 – 397
Sobre la institución de la virgen, 391/392
1326 C.
VI, n. 41. Sin que algo
cambie se dice que “José tomó a su
cónyuge y partió hacia Egipto” [Mt. 1, 24; 2, 14]; pues desposada con su
varón tomó el nombre de cónyuge. Pues cuando se inicia el matrimonio, entonces
admite el nombre de cónyuge; dado que el matrimonio lo hace no la defloración
de la virginidad, sino el pacto conyugal. En fin, cuando se estrecha las manos
de la niña es cónyuge, no cuando es conocida con mezcla viril.
S. Jerónimo, cerca de 342 – 419
Sobre la perpetua virginidad de la Santísima
Virgen, contra Helvidio, cerca del 383
1361 19.
Creemos que Dios ha nacido
de Virgen, porque lo leemos; no creemos que María se haya desposado después del
parto; porque no lo leemos. Esto lo decimos no porque condenemos las nupcias:
como quiera que la misma virginidad es fruto de las nupcias… Tú dices que María
no permaneció Virgen; yo la reivindicó aún más, pues también el mismo José fue
virgen por María, para que desde el matrimonio virginal naciera el Hijo virgen.
S. Agustín, 354 – 430
El consenso de los Evangelistas, 400
1610 L.
II, c. 1, n. 2. Seguimos,
pues la humana generación de Cristo según san Mateo, conmemorando los padres
desde Abraham, los cuales llegan hasta José “el esposo de María, de la cual nació Jesús” [Mt. 1, 16]. Pues la
ley divina era para que él ni siquiera pensara separarse de su cónyuge María,
no porque hubiera yacido con él, sino porque Virgen engendró a Cristo. Con este
ejemplo magníficamente se insinúa a los fieles cónyuges a guardar también la
continencia por consenso mutuo, pudiendo permanecer y ser llamado matrimonio,
no por el desorden del sexo del cuerpo, sino custodiado por el afecto de la
mente.
Sobre las nupcias y la concupiscencia, 419/420
1868 L.
I, c. 11, n. 12. A quienes agradó contenerse
perpetuamente por consenso del uso carnal de la concupiscencia, que se abstenga
en cuanto que el vínculo conyugal entre ellos se rompa; por el contrario, será
más firme con quien más unieron a este pacto consigo, los que más queridos y concordes
lo han guardado, no por nexos voluptuosos de los cuerpos, sino por voluntarios
afectos de las almas. Pues no es falaz lo que el ángel le dijo a José: “No temas recibir a María, tu cónyuge”
[Mt. 1, 20]. Es llamada cónyuge por la primera fe de dispensación, la que no
fue conocida en el lecho ni habría de serlo.
[2] Vincentius
Lirinensis, Commonitorium I, 3, PL 50, 641.
[3] Juan
Pablo II, Carta Apostólica Patres Ecclesiae, 2 de enero de 1980, I-
Introducción
[4] Hay que
atender al Tertuliano montanista en el libro De Pudicitia en el que se retracta de algunas cosas que enseñó como
católico en el libro De Paenitentia
sobre la remisión de los pecados; que él mismo reconoce: “El título estará,
pues, aquí, contra los psíquicos, incluso también contra mis propias sentencias
en aquella sociedad, en otro tiempo bajo su poder, con el que se oponen tanto
más para mí en indicio de futilidad. Nunca el repudio de la sociedad es un
juicio previo del delito; en cuanto que no sea más fácil errar con muchos,
cuando la verdad es amada por pocos. Pues ante mí no más es deshonrado el útil
levita, que embellecido lo nocivo. No soy difundido con error, del cual
carezco, porque con alegría he estado privado de él, ya que reconozco en mí la
castidad y lo mejor.” (De Pudic. 1;
ed. Pr. p. 19)
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