Presentamos
aquí una pequeña exposición, donde se nos habla de la importancia de la devoción
al Sagrado Corazón de Jesús.
La devoción es
el acto interno principal de la virtud de la religión. Como dice Santo Tomás,
consiste en «la prontitud de la voluntad para entregarse a las cosas que
pertenecen al servicio de Dios»[1].
El culto que debemos a Dios es un acto de adoración o de latría, que pertenece
a la esencia de la naturaleza humana, y, por ello, el Señor lo promulgó en el
Primer Mandamiento del Decálogo.
Como
Jesucristo es el «Mediador entre Dios y
los hombres» [1 Tim. 2, 5], es el medio sin el cual nadie puede salvarse.
Por disposición de Dios, la Virgen Santísima, a pesar de ser una mera criatura,
sin embargo es el instrumento que el Señor ha querido utilizar para reinar más
fácilmente en el mundo, como dice San Luis María Grignion de Montfort[2].
Los demás actos de piedad hacia los Santos no son de precepto, distinto éstos
dos, uno por naturaleza y otro por imperio de la Divina Majestad de Dios.
La devoción al
Sagrado Corazón de Jesús es el remedio para nuestra época, que ha caído en el
relativismo doctrinal y en la tibieza espiritual.
En primer
lugar, para combatir el relativismo, nada mejor que el Corazón de Cristo. Al
darle culto a Él, hacemos profesión de Fe de los dogmas referidos a Nuestro
Señor, en el pasado, del tiempo de su aparición y nos prevenimos de los errores
modernos. Y, para demostrarlo, citaremos las palabras de los Sumos Pontífices
al respecto.
Para prevenir
los errores del pasado, le damos al Corazón del Señor el culto de adoración
propio de la Divinidad. Así profesamos que Él es una única Persona Divina, con
dos naturalezas, humana y divina. Dice, en efecto, el Papa Pío XII: «El Verbo de Dios no ha tomado un
cuerpo ilusorio y ficticio, como ya en el primer siglo de la era cristiana
osaron afirmar algunos herejes, que atrajeron la severa condenación del Apóstol
San Juan: Puesto que en el mundo han
salido muchos impostores: los que no confiesan a Jesucristo como Mesías venido
en carne. Negar esto es ser un impostor y el anticristo [2 Jn. 7]. En
realidad, Él ha unido a su Divina Persona una naturaleza humana individual,
íntegra y perfecta, concebida en el seno purísimo de la Virgen María por virtud
del Espíritu Santo. Nada, pues, faltó a la naturaleza humana que se unió el
Verbo de Dios. El la asumió plena e íntegra tanto en los elementos
constitutivos espirituales como en los corporales, conviene a saber: dotada de
inteligencia y de voluntad todas las demás facultades cognoscitivas, internas y
externas; dotada asimismo de las potencias afectivas sensibles y de todas las
pasiones naturales. Esto enseña la Iglesia católica, y está sancionado y
solemnemente confirmado por los Romanos Pontífices y los Concilios Ecuménicos:
Entero en sus propiedades, entero en las nuestras[3];
perfecto en la divinidad y Él mismo perfecto en la humanidad[4];
todo Dios [hecho] hombre, y todo el hombre [subsistente en] Dios[5].»[6]
Podemos
agregar lo que dice el Papa Pío XI, que la necesidad de reparar el Corazón
dolorido del Señor por nuestras ingratitudes y desprecios contrarresta el error
del naturalismo, que cree que el hombre es un “buen salvaje”, al estilo de
Rousseau, donde se niega la existencia y las consecuencias del pecado original.
Contra este error, dice el citado Pontífice: «Este deber de expiación incumbe a
todo el género humano, ya que éste después de la miserable caída de Adán,
debiera haber sido precipitado en la ruina sempiterna, según se nos enseña por
la fe cristiana, inficionado como quedaba de la mancha hereditaria, sujeto a
las concupiscencias y miserablemente depravado. Niegan esto ciertamente los
soberbios de nuestro tiempo, seguidores del antiguo error de Pelagio,
divulgando una virtud ingénita de la naturaleza humana tal que, por propia
fuerza se eleva más y más continuamente; empero rechaza el Apóstol estos falsos
inventos de la humana soberbia trayéndonos a la memoria que éramos por naturaleza hijos de ira [Ef.
2, 3].»[7]
Para corregir
los errores de la época, el Sagrado Corazón se manifestó a Santa Margarita
María para que los hombres no cayeran en el jansenismo, que los alejaba de la recepción
de los sacramentos. Dice también Pío XI: «Pues, como en otro tiempo quiso Dios
que al humano linaje, que salía del arca de Noé, apareciese una señal de amistoso
pacto, el arco iris visible en las nubes [Gen.
2, 14], de la misma manera, en los recientes turbulentísimos tiempos, como se
extendiese la famosa herejía jansenista, la más taimada de todas, enemiga del
amor y piedad para con Dios, que predicaba que éste no tanto debía ser amado
como padre cuanto temido como implacable juez, el benignísimo Jesús manifestó
en alto a las naciones su Corazón sacratísimo, como bandera de paz y caridad, y
como presagio de no dudosa victoria en la contienda.»[8]
Contra las
herejías de nuestra época, la devoción auténtica al Sagrado Corazón nos
previene de los recientes errores, que son el liberalismo, el comunismo y el
modernismo, los cuales, al decir del p. Castellani, son los tres espíritus que
brotan de la boca del anticristo[9].
Contra el
liberalismo, escribió el Papa León XIII: «Precisamente en estos últimos tiempos
se ha procurado con todo empeño que mediase como un muro entre la Iglesia y la
sociedad civil. En la constitución y gobierno de los pueblos, se tiene en nada
la autoridad del derecho sagrado y divino, con el intento de que la religión no
influya lo más mínimo en el modo de ser de la vida ordinaria. Lo cual casi
equivale a hacer desaparecer la fe de Cristo, y desterrar de la tierra, si se
pudiese, al mismo Dios. […] De ahí la violencia de los males que hace tiempo
están como de asiente entre nosotros y que reclaman vigorosamente que busquemos
la ayuda del único con cuya virtud podemos lanzarlos lejos de nosotros. Y,
¿quién puede ser éste, fuera de Jesucristo Unigénito de Dios? Pues ningún otro nombre se ha dado a los
hombres bajo el cielo en el que nos hayamos de salvar [Hech. 4, 12]»[10]
Advirtiendo de
los tres errores juntos, el liberalismo, el comunismo y el modernismo, escribió
el Papa Pío XII: «Hay también además quienes, por considerar que tal culto
exige muy principalmente la penitencia, la reparación y las demás virtudes que
llaman pasivas, pues no producen frutos externos, no lo juzgan apto para
reavivar la piedad espiritual de nuestros tiempos, que precisa dirigir sus
esfuerzos más bien a una abierta e intensa actividad, [a saber] al triunfo de
la fe católica, y a la valiente defensa de la moral cristiana; moral ésta, por
cierto, que hoy, como todos saben, fácilmente se encuentra inficionada por los
falaces sofismas de los indiferentistas, que teórica y prácticamente no
reconocen criterio para distinguir lo verdadero de lo falso, y miserablemente
se ve también afeada por los principios del llamado materialismo ateo y del
laicismo»[11].
El desprecio
de las llamadas “virtudes pasivas” comenzó con el americanismo, condenado por
el Papa León XIII[12],
y fue retomado por el modernismo, condenado por el Papa San Pío X, en su
Encíclica Pascendi[13].
El
materialismo es el nombre por el cual el Papa Pío XI denominó al comunismo,
condenándolo. En él «no queda lugar ninguno para la idea de Dios»[14].
El laicismo es
el liberalismo, condenado más extensamente por el Papa León XIII en numerosos
escritos, entre los cuales sobresale la Encíclica Libertas, donde se nos explica que el error de fondo «reside en una
errónea y adulterada idea de la libertad»[15].
En segundo
lugar, para quitar la tibieza espiritual, nada mejor que la devoción al Sagrado
Corazón de Jesús. Dice Santo Tomás, «ningún ejemplo de virtud está ausente de
la Cruz»[16]. Como
dice San Buenaventura, citado por el Papa Pío XII: «Por eso fue herido (tu
Corazón), para que, a través de la herida visible, veamos la herida invisible
del amor.»[17]
Frente a los
desprecios al Amor de Dios, donde la Fe es ninguneada y ridiculizada; frente
a la indiferencia de quienes viven como
si Dios no existiera, y que ahora se ocupan más de la salud del cuerpo que la
del alma; frente al odio que tantos profesan públicamente contra Dios y su
Santa Ley, nunca mejor recordar estas palabras de Pío XI: «Viene como a poner
el colmo a estos males, ya la inercia y desidia de los que titubeando en la fe,
a la manera de los discípulos que dormitaban y huían, abandonan miserablemente
a Cristo oprimido por la angustia o rodeado de los satélites de Satanás, ya la
perfidia de aquéllos que, habiendo seguido el ejemplo del traidor Judas, o
comulgan sacrílegamente o se fugan al campamento de los enemigos. Y así aun al
espíritu indispuesto se le ocurre que se acercan aprisa los tiempos de que
vaticinó Nuestro Señor: Y puesto que
abundó la iniquidad, se enfriará la caridad de muchos [Mt. 24, 12]. Y, en
verdad, cuantos fieles meditaren piadosamente estas cosas, encendidos en el
amor de Cristo dolorosísimo, no podrán menos de expiar con gran fervor sus culpas,
y las de los otros, resarcir el honor de Cristo, y promover la eterna salvación
de las almas.»[18]
La reparación
al Amor que no es amado es la obligación de las almas que aman. La Comunión
Reparadora de los primeros viernes de mes, la Hora Santa, el trabajar por
extender la devoción a los Sagrados Corazones, el entronizar la imagen del
Sagrado Corazón en las familias, etc., debe ser nuestra respuesta a la caridad
infinita del Señor, frente a tanta indiferencia y tibieza espiritual, que
presagia el acercamiento de la última etapa de la Iglesia, donde abundarán los
tibios[19].
Concluimos
colocando la oración que formulara el Papa León XIII para consagrar al mundo al
Sagrado Corazón, en su versión original:
«Jesús,
dulcísimo Redentor del género humano, míranos postrados humildemente delante de
tu Altar; tuyos somos y tuyos queremos ser, y a fin de estar más firmemente
unidos a ti, he aquí que, hoy día, cada uno de nosotros se consagra
espontáneamente a tu Sagrado Corazón. Muchos, Señor, nunca te conocieron;
muchos te desecharon al quebrantar tus Mandamientos; compadécete, Jesús, de los
unos y de los otros, y atráelos a todos a tu Santo Corazón. Sé Rey, ¡Señor!, no
sólo de los fieles que jamás se separaron de ti, sino también de los hijos
pródigos que te abandonaron; haz que vuelvan pronto a la casa paterna, no sea
que perezcan de miseria y de hambre. Sé Rey de aquéllos a quienes engañaron
opiniones erróneas y desunió la discordia; tráelos al puerto de la Verdad y a
la unidad de la Fe, para que luego no quede más que un solo Rebaño y un solo
Pastor. Sé Rey de los que aún siguen envueltos en las tinieblas de la idolatría
o del islamismo. A todos dígnate atraerlos a la luz de tu Reino. Mira,
finalmente, con ojos de misericordia, a los hijos de aquel pueblo, que en otro
tiempo fue tu predilecto; que también descienda sobre ellos, como bautismo de
redención y vida, la sangre que reclamó un día contra sí. Concede, Señor, a tu
Iglesia incolumidad y libertad segura, otorga a todos los pueblos la
tranquilidad del orden; haz que del uno al otro polo de la tierra resuene esta
sola aclamación: “ALABADO SEA EL DIVINO CORAZÓN, POR QUIEN HEMOS ALCANZADO LA
SALUD; A ÉL GLORIA Y HONOR, POR LOS SIGLOS DE LOS SIGLOS”. Así sea.»[20]
[1] Santo
Tomás, Summa Theologiae, II-II, 82,
1.
[2] «Por
medio de la Santísima Virgen María vino Jesucristo al mundo y también por medio
de Ella debe reinar en el mundo.» (S. Luis María G. de Montfort, Tratado de la Verdadera Devoción a la
Santísima Virgen, n. 1)
[3] S. León
I Magno, Epist. Dogm. Lectis dilectionis tuae ad Flavianum
Const. Patr. 13 de junio de 449.
[4] Concilio
de Calcedonia, a. 451.
[5] S. Gelasio Papa, Tract III: Necessarium de duabus naturis in Christo.
[6] Pío XII,
Car. Enc. Haurietis Aquas, n. 21.
[7] Pío XI, Car. Enc. Miserentissimus Redemptor, n. 8.
[8] Pío XI, Car. Enc. Miserentissimus Redemptor, n. 2.
[9] Cf.
Castellani, L, El Apokalypsis de San Juan,
Vórtice, Bs. As., 4º ed., pp. 226-227.
[10] León XIII, Car. Enc. Annum Sacrum, n. 9. 10.
[11] Pío
XII, Car. Enc. Haurietis Aquas, n. 7.
[12] Cf.
León XIII, Carta Testem Benevolentiae
al Card. Gibbons, del 22 de enero de 1899.
[13] Cf. S. Pío X, Car. Enc. Pascendi Dominici Gregis, n. 37.
[14] Pío XI, Car. Enc. Divini Redemptoris, n. 9.
[15] León
XIII, Car. Enc. Libertas Praestantissimum,
n. 1.
[16] S.
Tomás, Collatio 6 super Credo in Deum.
[17] Pío
XII, Car. Enc. Haurietis Aquas, n.
44, citando a San Buenaventura, Opusc. Vitis
mystica, c. III, n. 5.
[18] Pío XI,
Car. Enc. Miserentissimus Redemptor, nn. 19-20.
[19] Cf.
Castellani, L, El Apokalypsis de San Juan,
Vórtice, Bs. As., 4º ed., pp. 81-82.
[20] León XIII, Car. Enc. Annum Sacrum, n. 14.
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