PALABRAS PRONUNCIADAS EN LA INHUMACIÓN DE LOS RESTOS DEL PBRO. DR. JULIO
R. MEINVIELLE EN LA CHACARITA EL SÁBADO 4 DE AGOSTO DE 1973
Por el Pbro. Raúl
Sánchez Abelenda
Querido Padre
Meinvielle:
Despedimos al Padre Julio: Hacemos algo en
lo que todavía no nos damos cuenta. Aún seguimos bajo la fuerte impresión de
aquel accidente fatídico del martes 26 de junio y la incomparable entereza del
Padre durante su enfermedad nos impedía ver la posibilidad de que terminara así
su tránsito terreno.
Ante la evidencia que no podemos soslayar
nuestro cariño nos mueve a rogarle a nuestro Señor, por intermedio de su Madre
Santísima, a que lo premie con creces a este sacerdote y varón ejemplar,
saturándolo de su misericordia, a exhortarnos mutualmente a una fidelidad vital
a su ejemplaridad, recogiendo y fructificando la herencia de su vida, ofrecida
en aras de la mejor de las causas; y a pedirle la continuidad de sus
bendiciones.
La oblación de su vida: una vida total, sin
descanso y sin desmayo, signada por la expresión del salmista: “exiit homo ad
opus suum usque ad vesperum” – salió el hombre a realizar su obra hasta la
tarde. Una vida total coronada con la reciedumbre y dulzura de su inmolación
final, porque estaba centrada en la Cruz de Cristo, sin evacuarla, hasta imitarlo
literalmente en su lecho de dolor. Una vida total gastada a conciencia, como
San Pablo: “Impendar et superimpendar” – me consumiré y me consumiré más
todavía.
Y por la mejor de las causas: la Iglesia y
la Patria. Su vocación, en este sentido, no tuvo jamás ningún renuncio, y
consolidó las nuestras. Con una fidelidad a esa Iglesia que amaba por sobre
todas las cosas, cuya grandeza de otros tiempos lo emocionaba vehementemente,
deseando con ansias verla restaurada: un sueño de renovada cristiandad que la
Providencia no le concedió verlo realizado en vida, para contemplarla ya desde
el cielo en el plan cierto, armónico y hermoso de Dios.
Un sacerdocio vivido realmente, con una
teología estudiada a fondo y reflexionada constantemente, sin soslayar por temor
o indiferencia ninguno de sus problemas y fundada en su raíz: la fe, que era la
cosa y la vivencia más palpable en el Padre Julio. Un sacerdocio vivido y dado
para la gente y en la gente: ahí están sus obras, tan conocidas sobre todo por
sus exfeligreses del barrio de Versailles. Un sacerdocio con una caridad de
delicadeza indescriptibles como a San Pablo, “la caridad de Cristo lo urgía”.
Todo ese sacerdocio perfumado por una acendrada y candorosa devoción a la
Virgen, cuyo Rosario desgranaba en su casa y fuera de ella –por las calles, en
los ómnibus y los subtes y en las colas ante cualquier oficina– en forma
ininterrumpida.
Un sacerdocio identificado con la Patria,
que la quería grande porque la quería católica, sin poder concebirla de otra
forma. Patria por la que gastó y brindó en vida, valiéndole con justicia la
expresión del poeta Horacio: “Dulce et decorum est pro patria mori” – es
agradable y decoroso morir por la patria.
Tanto para con la Iglesia como para con la
Patria, sobre ambas alas de una vida de realizaciones prácticas y una vida
especulativa fuera de serie y en perfecta armonía ambas, hay algo que resalto
en el Padre Julio: la verdad por sobre todo, y la verdad en la caridad:
“veritatem facientes in charitate” – haciendo la verdad en la caridad. Por eso
la extraordinaria libertad de espíritu del Padre Meinvielle: la verdad lo hizo
libre y porque acendraba en su corazón el santo temor de Dios, principio de la
sabiduría, no temió a los hombres y los urgía, respetándolos, para que fueran
fieles a su cargo y responsabilidades, como él. Verdad en la caridad. Si algún
epitafio puede cifrar la personalidad y la vida del Padre Julio Meinvielle es
sólo éste: Un apasionado por la verdad. Luchar para él, era una gracia. Su
polemismo práctico y especulativo, estuvo siempre en función de la verdad.
Su ascética personal se caracterizaba por
ser claramente antipelagiana: una sobrenaturalidad genuina que le alimentaba la
Virgen y que él recibía, no de otra forma, con humidad. Así lo confesó hasta el
final.
Pero también lo caracterizaba la
caballerosidad y el respeto con relación a la vida personal de cada uno. Nos
sentíamos pequeños ante su grandeza de profundo respeto, pero al mismo tiempo
cobijados y atraídos por su llaneza y simplicidad de auténtica gran clase: por
eso nuestro cariño entrañable.
Agradecido con tanto regalo, nos ciñó un
compromiso con sus enseñanzas. Él nos urge a esta fidelidad, para seguir
llevando una vida de conversación con él. Y confesamos que sin él nuestras
vidas serían otras.
Que Dios lo llene con su misericordia; que
no dilapidamos su herencia, que la hagamos nuestra; que nos bendiga día a día
desde el cielo; que nuestro dolor, así, se convierta en gozo con este nuevo
protector desde el cielo, ahora en que, a pesar de esta desolada orfandad, lo
hemos ganado y tenemos de veras al Padre Julio porque lo ha ganado Dios.
Ateneista: En homenaje a nuestro
Fundador Pbro. Dr. Julio Meinvielle, 1973, 7-8.
In Memoriam. Verbo (Buenos Aires), 1973, 133, 8-10.
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