“Soy
todo tuyo, mi Amada Señora, con todo lo que tengo”[1].
Luego
de haber meditado en estos días los motivos de la verdadera consagración a la
Virgen[2],
es bueno recordar que nuestro fin último es sólo Jesucristo, y sólo por Él
podemos salvarnos[3]. Hemos
sido comprados “con la Sangre preciosa de
Cristo, el Cordero sin mancha y sin defecto” (1 Ped. 1, 19). Ahora somos
esclavos, no del demonio por el pecado, sino siervos por amor de Jesucristo[4].
Pero para pertenecer totalmente a Él debemos vaciarnos interiormente de
nuestros propios defectos, y para ello necesitamos ser verdaderos devotos de la
Virgen para morir a nosotros mismos[5].
Más aún, no sólo necesitamos de la única Mediación de Jesucristo, sino que
necesitamos un mediador entre el mismo Mediador, para que la debilidad de
nuestros ojos no quede enceguecida con “la
Luz inaccesible” (1 Tim. 6, 16), que es Dios[6].
Esta mediación es la de la Santísima Virgen, Medianera de todas las gracias. Todavía
más, siendo tan frágiles nosotros, por llevar “este tesoro en recipientes de barro” (2 Cor. 4, 7), menester es que
alguien custodie nuestros pobres méritos del pecado mortal, que puede hacer
perder el trabajo espiritual de años. Ese alguien también es nuestra Madre:
poniéndonos en sus manos nuestros pobres tesoros se verán protegidos de las
astucias del Tentador[7].
Pero
es imprescindible no confundir esta devoción, con cualquier otra falsa, o con
un espejismo[8]. Las
tentaciones frente a ella son:
·
Los devotos críticos, que se creen a sí mismos
justos y desprecian las prácticas de piedad de la gente sencilla[9];
· Los devotos escrupulosos, que temen deshonrar al
Hijo honrando a la Madre, siendo que en realidad Cristo fue el primero en
cumplir los diez Mandamientos, entre los cuales se encuentra el cuarto: “Honra a tu padre y a tu madre” (Ex. 20,
12; Deut. 5, 16)[10];
· Los devotos exteriores, que cifran su amor a la
Virgen sólo en prácticas externas, pero realizadas sin atención, sin devoción,
sin pureza del corazón[11];
· Los devotos presuntuosos que esconden con el nombre
de cristianos su amor al mundo y sus desórdenes pasionales, con sus vicios
dominantes, sin combatirlos tenazmente[12],
cayendo así en el pecado del fariseísmo que, como dice el p. Leonardo
Castellani, “es el gusano de la religión… Todo lo que es mortal muere; y antes
de morir, cae… Es la soberbia religiosa: es la corrupción más grande de la
verdad más grande… No quiere decir que uno debe ignorar que es un gesto
religioso; quiere decir que su objeto debe ser Dios y no yo mismo.”[13]
· Los devotos inconstantes, que por momentos son
fervientes, y luego tibios[14];
· Los devotos hipócritas, que cubren sus malos hábitos
bajo el manto de María[15];
· Los devotos interesados, que sólo le piden a la
Virgen en momentos de necesidad, y luego se olvidan de que son sus hijos[16].
Esta
verdadera devoción se nutre de prácticas interiores y exteriores. Interiores
tales como honrar su nombre; meditar sus
virtudes; contemplar sus grandezas; rendirle actos de amor; invocarla de
corazón; unirse a Ella; obrar en todo para agradarle; comenzar, continuar y concluir
todo por Ella, en Ella, con Ella y para Ella, que es la esencia de la
esclavitud mariana[17].
Prácticas exteriores pueden ser alistarse en la Legión de María u otras
Cofradías u Órdenes marianas; publicar sus alabanzas; hacer limosnas o
mortificaciones por Ella; llevar el Rosario, el escapulario o una cadenilla;
rezar el Rosario, el Oficio Parvo u otras oraciones; cantar en su honor; vivir
en su presencia; adornar sus estatuas; proclamar su devoción; consagrarse a
Ella; etc.[18] Todo
esto realizado con pureza de intención, con atención, piedad y modestia[19].
Con
esto queda respondida la objeción de algunos que se hacen llamar esclavos de la
Virgen, pero que en realidad se olvidan de la asistencia a la santa Misa, o de
vivir en gracia de Dios, o descuidan sus deberes para con el prójimo. Como dice
san Luis María: “Algunos se quedarán con lo que tiene de exterior, sin pasar
más adelante, y éstos serán el mayor número; otros, que serán pocos, entrarán
en lo más recóndito, pero no subirán más de un grado… ¿Quién será el que
permanezca en él habitualmente? Solamente aquel a quien el Espíritu Santo
revele este secreto.”[20]
“Consiste
esta devoción en entregarse enteramente a la Santísima Virgen para ser todo de
Jesucristo por medio de María”, dándole nuestro cuerpo con sus sentidos,
nuestra alma con sus potencias, nuestros bienes exteriores e incluso los
interiores, es decir, los méritos, las virtudes y buenas obras pasadas,
presentes y futuras, es decir todo lo que tenemos en el orden de la naturaleza,
de la gracia y de lo que tendremos en la gloria[21].
Los méritos se los damos para que ella los conserve, y las súplicas que hacemos
en favor de los demás están supeditadas a su voluntad, porque Ella sabe mejor
que nosotros lo que necesita nuestro prójimo[22].
Por esto, todo fiel esclavo de amor de María “no puede ya disponer del valor de
ninguna de sus buenas acciones”, pero esta ofrenda se realiza “según el orden
de Dios y los deberes del propio estado”[23],
es decir, el sacerdote y el religioso cumpliendo su ministerio, los esposos
amándose entre sí, engendrando muchos hijos y educándolos para Dios, etc.
Dicho
de otro modo, esta devoción consiste en la renovación de las promesas
bautismales, pues se renuncia para siempre al demonio y a sus engaños, y se
toma a Jesucristo por el único Soberano del alma[24],
con la diferencia que aquí incluso se renuncia por sí mismo, poniendo todo en
manos de la Virgen expresamente. San Luis María se queja: “¿No hacen traición
casi todos los cristianos a la fe prometida a Jesucristo en el bautismo?”[25]
Esta es la causa de los males más profundos que se ven en la Iglesia y en el
mundo, es la causa del oscurecimiento de la fe de cada vez más personas, de
instituciones, de países, y de incluso en muchos ambientes eclesiásticos.
“¿Qué
debemos hacer?” (Hech. 2, 37) ¿Cómo perseverar? ¿Cómo no caer, cuando han
caído tantos? “¿Quién podrá salvarse?”
(Lc. 18, 26) “Si el justo apenas se
salva, ¿qué pasará con el impío y el pecador?” (Prov. 11, 31; 1 Ped. 4, 18).
San Luis María, siguiendo la enseñanza de la Escritura y de la Tradición de la
Iglesia, prevé el surgimiento de bestias enemigas que “perseguirán a los que
lean y pongan en práctica” esta devoción. Pero nos alienta frente a la
persecución: “¿Qué importa? Tanto mejor. Esta perspectiva nos anima y hace
esperar un gran éxito, es decir, un gran escuadrón de bravos y valientes
soldados de Dios y de María, de uno y otro sexo, para combatir al mundo, al
demonio y a la naturaleza corrompida en los tiempos, más que nunca peligrosos,
que van a venir”[26], o que
ya han llegado. Seamos de estos soldados, perseveremos en el combate,
alistémonos en las tropas de la Virgen, resistamos la persecución del demonio y
de sus hordas angélicas y humanas, que quieren callar la verdad y el bien que
viene sólo de Dios, que quieren igualar la Iglesia de Cristo con la “sinagoga de Satanás” (Apoc. 2, 9), que “matan a los profetas y apedrean a los que le
son enviados” (Lc. 13, 34) y que hoy este gran secreto permanecerá “oculto a sus ojos” (Lc. 19, 42). “Felices los que tienen el corazón puro,
porque verán a Dios” (Mt. 5, 8). Sólo ellos conocerán, y practicarán
íntegramente este secreto, que forjará a los más grandes santos al fin de los
tiempos, a los que cada vez nos acercamos más vertiginosamente.
[1] S. Luis M. Grignion de
Montfort, Tratado de la Verdadera
Devoción, n. 266. En adelante, si no se indica el libro ni el autor,
corresponde a esta obra de s. Luis María.
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