Al comenzar
una nueva página web, invitado por el p. Santiago González a escribir unas
líneas en ella[1], a quien
agradezco su deferencia, inmediatamente se me presentó el fin al cual debe
tender un cristiano: “El hombre ha sido creado para amar, hacer reverencia y
servir a Dios nuestro Señor, y así salvar su alma”, como dice san Ignacio en el
inicio de sus Ejercicios Espirituales.
Pero nuestro
fin se realiza en el mundo, amando lo que Dios ha puesto en nuestras manos.
Nuestra vocación de cristianos se realiza en la hispanidad. No es mediante la
abolición de la patria que llegaremos a la Cristiandad, reinado social de
Cristo en nuestro tiempo, sino afirmando nuestra verdadera identidad,
purificando los elementos culturales que vayan contra el Evangelio, y siendo
elevados por Dios a un nuevo orden, el sobrenatural, que no puede adquirirlo el
hombre con sus solas fuerzas.
Pues la
verdadera hermandad entre los pueblos se da sólo con la presencia de Cristo,
reconocido como el “Primogénito entre
muchos hermanos” (Rom. 8, 29); la verdadera hermandad se da cuando somos
todos hijos del mismo Dios, que nos ha elevado a la gracia por el santo
bautismo y al cual permanecemos adheridos mediante la profesión de la única fe
revelada, la católica, por la cual debemos luchar, y que ha sido “dada de una vez para siempre a los santos”
(Jds. v. 3). Otra hermandad es imposible en el mundo, salvo la pseudo hermandad
masónica. Otro Dios es inexistente, salvo en las utopías de los ideólogos
ecumenistas, que niegan los artículos de fe revelados por Jesucristo.
Esta identidad
nuestra, de los hispano hablantes, es la de la hispanidad; es decir, nuestro
amor a la patria abierto a la trascendencia. Del mismo modo que Jesucristo se
hizo “Luz para todos los pueblos” (Lc.
2, 32) haciéndose “semejante a los
hombres” (Flp. 2, 7), perteneciendo a una nación y cumpliendo determinados
ritos (cf. Lc. 2, 21-24. 41-42); así también nosotros correremos tras el aroma
de sus perfumes (cf. Ps. 118, 32; Cant. 1, 2-3) viviendo en plenitud nuestra
consagración bautismal amando nuestra identidad. Así las culturas se redimen y
se abren a la trascendencia. Aunque, a veces, como Cristo, debemos llorar sobre
nuestra propia ciudad (cf. Lc. 19, 41-44).
Nosotros
pertenecemos a la España eterna, a la inmortal, a la evangelizadora por
antonomasia, a la que se desgastó, en todos los aspectos, social, cultural,
política y económicamente, para la propagación del Evangelio. No pertenecemos a
las ideologías baratas que lloran sobre lo que recibimos. O que hacen sacar la
imagen de Cristóbal Colón, el “cristóforo”, el portador de Cristo. No somos ni
anglófilos ni francófilos (aunque también el iluminismo haya traicionado a las
verdaderas Inglaterra y Francia). Somos parte de la España que descubre mundos
para Cristo, como lo hizo claramente en América, hasta tal punto que el Papa
León XIII llegó a afirmar: “Este evento es por sí mismo el más grande y hermoso
de todos los que tiempo alguno haya visto jamás.”
No queremos
una patria que reniegue de su vocación sobrenatural, que pida perdón el 12 de
octubre por el exterminio de los indígenas o que lo declare día de luto
nacional, sino más bien día de la verdadera
hispanidad, el día del encuentro de dos mundos, el medieval hispano y el
antiguo autóctono; el día en que la forma hispana (con todo lo que implica:
cristianismo, instituciones medievales, etc., e incluso la propia lengua)
actualizó la materia indiana, pues “la gracia no destruye, sino que perfecciona
la naturaleza” (Santo Tomás, S Th. I, 1, 8, ad 2), pues “Cristo era el Salvador
que anhelaban silenciosamente” (Benedicto XVI), pues España defendió como nadie
los derechos de los descubiertos, hasta tal punto que fue la creadora del
derecho internacional.
Por eso es que
España es una sola, ya sea en la península, como en las tierras descubiertas.
Su fin es único, que es el de seguir haciendo resonar la verdad del Evangelio
con la cultura greco-latina que hemos recibido.
Por eso, sólo
España descubrió América. No se la chocó por casualidad, sino que le transmitió
su alma, su destino y su vocación. Descubrir es, como dice el dr. Alberto
Caturelli, un dirigirse con inteligencia y voluntad hacia las cosas para
desentrañar su esencia; un hacer patente lo que está oculto.
“Europa es la
fe, y la fe es Europa”, escribió Hilaire Belloc. “Será lo que debas ser, o no
serás nada”, dijo el Papa Clemente XIII a los jesuitas. Por eso hoy asistimos a
la desintegración de Europa, o a un falso intento de amalgamar todo
inútilmente, tanto en la apostasía del Viejo Continente, como en la falsa
hermandad latinoamericana. No. Realizaremos la vocación que Dios nos marcó como
pueblo, o marcharemos a nuestra autodestrucción. Y si renunciamos a nuestra
vocación, perderemos aún lo que creemos tener (cf. Lc. 19, 26). Como escribió
el padre Julio Meinvielle: “España o es católica o no es nada. Su grandeza de
héroe sólo puede alcanzarla en Cristo… El pueblo español no quiere saber nada
de la existencia sin Cristo Rey.”
De la misma
manera que el modernismo (y su consecuencia lógica, el progresismo) ha variado
la fe católica, profesando exteriormente el mismo Credo, pero teniendo una fe
distinta; así también hoy se intenta una modificación en nuestro ser
patriótico, cambiando la verdadera hispanidad por una falsa. “Los tales son falsos apóstoles, obreros
engañosos que se disfrazan de apóstoles de Cristo. Y no es de extrañar, pues el
mismo Satanás se disfraza de ángel de luz. No es, pues, gran cosa que sus
ministros se disfracen de ministros de justicia. Su fin será correspondiente a
sus obras.” (2 Cor. 11, 13-15). El demonio sabe que el hombre es por
naturaleza un ser religioso, y por eso modifica la fe desde dentro. Y sabe que
también es un ser patriótico, y por eso, al no hacerlo mirar a su vocación
sobrenatural como nación, lo quiere hacer construir “una ciudad y una torre, cuya cumbre llegue hasta el cielo; y un
monumento” (Gn. 11, 4), resultando todo, al final, una verdadera babel, una
confusión, prototipo de la discordia final de Babilonia (cf. Apoc. 18, 1-19).
El caballo de Troya hoy es una falsa “Unión Europea” sin Cristo y sin su única
Iglesia; y una noción de Hispanoamérica que está sirviendo para la penetración
ideológica más eficaz del comunismo en nuestro suelo, como sostiene el dr.
Antonio Caponnetto.
Hoy debemos
reconocer nuestra vocación, dada por Dios. Debemos evitar caer en el “barroquismo”
religioso y moral (descrito como el fariseísmo interior) que fue la causa de la
decadencia de España como nación, según el p. Leonardo Castellani. Y debemos
luchar denodadamente para que se reconozca el orden natural recibido de la
mejor filosofía que hubo, la clásica de Platón y Aristóteles; el mejor
ordenamiento temporal habido, tal como fue el derecho romano; y la profesión de
la única fe revelada reconocida públicamente como verdadera, fe que llevó a ser
a España la primera potencia en su vocación de descubrir nuevos mundos ignotos,
no sólo materialmente, sino a “sacar el
velo que cubría a las naciones” (Is. 25, 7), que es el sentido más profundo
de la palabra, como dice el p. José Iraburu, para llevarlos al único Camino,
Verdad y Vida (cf. Jn. 14, 6), que es Jesucristo.
Éste es, sin
duda, el fin del hombre peninsular y del hombre latinoamericano, éste es el fin
del hombre español, que esperamos realizarlo, con la gracia de Dios. Esto es lo
que intentaremos de hacer, desde este humilde lugar, con el auxilio del Señor.
Desde España, bravo, padre Jorge. Magistral
ResponderBorrarDesde España, bravo, padre Jorge. Magistral
ResponderBorrarDesde Bolivia un gran abrazo P. Jorge muy linda explicación.
ResponderBorrarMuchas gracias, Cristina y José. Hispanizar a España y a América, que no es otra cosa que cristianizarla, debe ser siempre el objeto de nuestros desvelos.
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