jueves, 20 de julio de 2017

Uso de lenguas vernáculas: Cuando Étienne Gilson recordó que las palabras tienen un sentido...


Me ha parecido importante reproducir este artículo de Paix Liturgique[1], porque expresa el vaciamiento de la fe que muchas veces es impuesto desde la cúspide de la Iglesia por las conferencias episcopales en todos los lugares en los que se termina aplicando un determinado Misal. Malas traducciones (sobre todo de textos dogmáticos), empobrecimiento de la fe, adaptaciones vulgares en lugar de traducciones fidedignas. Recordamos, a modo de ejemplo, el deseo expreso del Papa Benedicto XVI en el que sostenía que el “pro multis”, usado en la misma Consagración del cáliz, fuera traducido literalmente como “por muchos”, deseo del Papa que fue categóricamente rechazado por obispos que están en “comunión” con la Sede de Pedro. Ni la carta autógrafa que envió al episcopado alemán sirvió para disuadirlos de sus propósitos. El Misal usado en la parte sur de América Latina (que el artículo cita a  modo de ejemplo por su celeridad al aprobarse) no es la excepción: no respeta los mínimos principios de la Instrucción Liturgiam Authenticam, quinta Instrucción de la Congregación para el Culto y Disciplina de los Sacramentos sobre las traducciones en lengua vernácula. El único fruto positivo de dicha Instrucción es, probablemente, el actual Misal inglés. Esta reticencia al obedecer una sabia norma es una muestra del estado general de rebeldía que hay en la Iglesia actual, producto del liberalismo, del comunismo y del modernismo, las tres ranas que brotan de la boca del demonio y del anticristo, según el p. Castellani, siendo un nuevo signo de que estamos cerca del fin de los fines. Son estos obispos desobedientes (y no sólo cada sacerdote en su parroquia, como dice benignamente el comentario de Paix Liturgique a la carta de Gilson) los que después reclaman a sus sacerdotes y a sus fieles que formen filas detrás de sus extravagancias.

P. Jorge Luis Hidalgo

Recomendado por Pablo VI «en el primer rango entre aquellos que han iniciado a nuestros contemporáneos en las riquezas, frecuentemente olvidadas o desdeñadas, de la filosofía medieval», Étienne Gilson (1884-1978) es uno de los pensadores católicos mayores del siglo XX. 
Miembro de la Academia francesa, ha enseñado en la Sorbona, en Harvard y ha participado en la fundación del Instituto pontificio de estudios medievales (PIMS) de Toronto. Sobre todo, ha mantenido una numerosa correspondencia con las mayores celebridades, tales como Jacques Maritain y el Padre Henri de Lubac[2]. Habiéndose distanciado fuertemente por su sensibilidad política (fue senador MRP) y religiosa, durante el Concilio, de la Escuela romana de teología y de los teólogos de Pío XII, él es reencontrado, después del Concilio, de entre los grandes desaprovechados.
En 1965, Jean de Fabrègues publica en primera página de La France Catholique un artículo de Gilson titulado “¿Soy yo cismático?”. Un título evidentemente retórico, pero que traduce la realidad de una pregunta que se coloca el filósofo sobre la traducción en lengua vernácula de las verdades de la fe, hasta entonces expresadas en latín. Este es el texto que nosotros os propondremos hoy.


I – LA TRIBUNA DE ÉTIENNE GILSON
(La France Catholique, n° 970, 2 de julio de 1965) 
¿SOY YO CISMÁTICO? 
por Étienne Gilson de la Academia francesa. 
Se habla mucho de cisma, en este tiempo. Esto, desde luego, me ha sorprendido, pero sin inquietarme. Había creído siempre que los cismas eran secesiones colectivas por las cuales algunos grupos cristianos se separaban de la Iglesia en conjunto para constituirse ellos mismos en iglesias distintas. Aquello no ocurre frecuentemente, pero esta manera de entender las cosas excluye todo temor de creer para sí mismo un pequeño cisma personal. Vengo a aprender que esta confianza está mal fundada, y que en un solo individuo puede ofrecerse el lujo de un cisma privado, previsto solamente en el caso de que se establezca, consciente e intencionalmente, hasta un grupo distinto entre los fieles. 
Aquel puede hacerse efectivo de dos maneras. La más evidente que conozco es aquella de ese sacerdote de Boston, que hace poco se ha excluido del cuerpo de la Iglesia por su obstinación a enseñar, eso que me han enseñado desde mi infancia, que fuera de la Iglesia no hay ninguna salvación posible. ¡Y él mismo ha querido irse afuera! Debe estar muy sorprendido, pero su caso puede inquietar a otros más, porque sostiene, en efecto, desde su lugar que una persona particular puede devenir cismática sin apercibirse. Él lo sostiene por aquello de negar su adhesión a alguna fórmula particular de la doctrina que la Iglesia enseña y prescribe que se acepte. Yo comienzo a preguntarme si, contra mi intención más profunda, yo no estaría engañándome a mí mismo sobre el camino de un mismo peligroso error.
He aquí los hechos.
En una de las parroquias que yo frecuento, se distribuye a los fieles, antes de la Misa principal, el texto de las oraciones litúrgicas que deben ser cantados en francés, o en un dialecto aproximado, previendo que no se sabe más latín, y menos aún griego. Yo no veo allí por mi parte algún inconveniente y puesto que esta reforma litúrgica está en curso, los fieles no tienen otra opción más que conformarse. ¡Va entonces para “tierra entera”, puesto que es inflexible! [Juego de palabras: El original dice “Va donc pour "terre entière" puisque entière il y a!”]
Había sido desconcertado, por lo tanto, en el debut por un pasaje del Credo francés, donde se dice que el Hijo es "de la misma naturaleza" que el Padre. Podía cantar bien el resto, pero eso de “la misma naturaleza” no podía. Reflexionando en ello, yo haría ver el por qué. Esto que habíamos cantado siempre, en latín, que el Hijo es “consustancial al Padre”, me parecía curioso que esta consustancialidad se hubiera así cambiado en una simple connaturalidad.
Nuestros sacerdotes, encima, no parecen haber sido informados del evento. En la Misa principal, el oficiante continua imperturbablemente cantando "consubstantialem Patri", como si nada hubiera pasado, pero nosotros, los otros, laicos de país llano, nosotros no tenemos más que seguir la liturgia simplificada a nuestro uso. Esto es lo que me responde el joven vicario a quien yo termino un día por preguntarle, recibiendo de él mi Misa francesa, si “de la misma naturaleza” no era, más bien una falta de impresión. Él me dijo: “Yo estoy aquí para distribuir las hojas; todo lo que vosotros tenéis que hacer es cantar eso que está escrito debajo." 
En el fondo, él tenía razón. ¿Por qué yo debería mezclarme? La gran ventaja, para los laicos, de estar invitados a una pasividad completa, es por haber descargado por allí mismo toda nuestra responsabilidad. ¡Ellos lo serían sin ese diablo de cisma! Dos seres de la misma naturaleza no son necesariamente de la misma sustancia. Dos hombres, dos caballos, dos puerros, son de la misma naturaleza, pero cada uno de ellos es una sustancia distinta, y es por lo mismo por lo cual son dos. Si digo que ellos son de la misma sustancia, yo digo del mismo cuerpo que tienen la misma naturaleza, pero ellos pueden ser de la misma naturaleza sin ser de la misma sustancia. ¿Yo todavía debo creer que el Hijo es consustancial al Padre? ¿O, por el contrario, yo solamente debo creer que los dos son de la misma naturaleza? Y si yo me obstino a creerlos, desde luego, consustanciales, ¿no voy yo como cismático, en contra de la liturgia de mi parroquia, y, por lo mismo, separándome de la Iglesia a la cual yo he atacado profundamente? 
Esta es una situación bastante molesta. Se podría suponer que la Iglesia de Francia persigue en ella un fin ecuménico; pero no, los símbolos griegos de Epifanio y de Nicea dicen expresamente del Hijo que Él es “o`moou,sion tw|/ patri,” (omousion tô patri). El símbolo llamado de Dámaso, usado en Galia hacia el año 500, dice bien del Padre y del Hijo que ellos son “unius naturae” (de única naturaleza), pero él agrega también “uniusque substantiae unius potestatis” (de única sustancia y de única potestad). El antiguo símbolo “Clemens Trinitas est una divinitas” (La Trinidad clemente es una única Divinidad) afirma en estos términos la unidad de la Trinidad divina, porque las tres personas son "una sola fuente, una sola sustancia, una sola virtud y un solo poder". Las personas tienen la misma naturaleza, divina, en tanto que ellas son tres; en tanto que ellas están en un solo Dios, ellas tienen la misma sustancia: "Tres, ni confundidos ni separados, sino conjuntos en la distinción y distintos en la conjunción: unidos por la sustancia, pero distintos por los nombres; conjuntos por la naturaleza, distintos por las personas". Yo citaría otras fórmulas de la fe que se podrían anatematizar, con el Concilio Romano de 382, aquellos que no proclaman abiertamente que el Espíritu Santo, el Padre y el Hijo, son “unius potestatis atque substantiae” (de única potestad y sustancia), y, censurándolo, la unidad de substancia implica la unidad de naturaleza, aunque, por otra parte, los textos que afirman la unidad de sustancia, mencionan o no la unidad de naturaleza, yo no recuerdo de alguno donde la unidad de naturaleza sea mencionada únicamente: "Se cree que el Hijo es de la misma sustancia con el Padre: es porque se le dice “o`moou,sioj” (homoousios) con el Padre, esto es “ejusdem cum Patre substantiae” (de la misma sustancia del Padre), en efecto, en griego, “o`moj(homos) quiere decir “uno”, et  “ouvsi,a” (ousia) quiere decir “substancia”, de suerte que los dos juntos quieren decir: una sola sustancia."
El Concilio de Toledo (675) me parece hablar muy bien. Las tres personas divinas son un solo Dios porque ellas son una sola sustancia: "Hae tres personae sunt unus Deus, et non tres dii: quia trium est una substantia, una essentia, una natura, una divinitas, una immensitas, una aeternitas."  (“Estas tres personas son un único Dios, y no tres dioses: porque los tres son una única Sustancia, una única Esencia, una única Naturaleza, una única Divinidad, una única Inmensidad, una única Eternidad”); el Decreto sobre los Jacobitas (1441) coloca todavía en primer lugar la unidad de sustancia, fuente de todas las otras.
¡El símbolo francés de 1965 es, yo creo, el primero que no tiene culpa en eliminarlo!
¿Qué pensar de todo esto? Sería seguramente más sabio no decir nada. Un texto litúrgico visto, ciertamente examinado previamente por las más altas competencias teológicas, y adoptado por ellas, debe presentar todas las garantías necesarias. Si no quiere ciertamente volver a traernos  el “o`moiou,sioj” (homoiousios) de otro tiempo, fuente de uno de los cismas más terribles que hayan dividido a la Iglesia: la menor sospecha de este género sería absurda. Por lo tanto, esto no puede ser por azar, por ignorancia ni por negligencia que la naturaleza ha venido allí reemplazada por la substancia. ¿Por qué esta sustitución ha sido allí operada? 
Por un motivo apostólico, yo creo, y generosamente cristiano. Se quiere facilitar a los fieles el acceso a los textos litúrgicos. Se lo quiere si ardientemente se llega hasta incluso eliminar del francés ciertas palabras teológicamente precisas, para sustituirlas por otras que lo son menos, pero se piensa, con o sin razón, que ellas “dirán cualquier cosa” a los simples fieles. “De la misma naturaleza” parece más fácil de comprender que “de la misma sustancia”. En efecto, esto es si se toma este término literalmente, y se hace referencia con ello a eso que pensaban los arrianos, pero los liturgistas del texto no pensaban ciertamente que el Hijo sea de una esencia parecida al Padre. Ellos no lo piensan, ni lo dicen, ni lo quieren decir; entonces la única manera segura de excluir ese falso sentido es la de mantener el “consubstantialem Patri” de la tradición. 
Se estaría amenazando con pensar que una suerte de deformación del pensamiento teológico amenaza con tentar certezas, diciendo de sí que, en el fondo, ciertos detalles técnicos no tienen casi importancia. Porque, ¿a qué fin facilitar el acto de creer, si es necesario para ello desvalijar a una parte de su sustancia el contenido mismo del acto de fe?

II – LAS REFLEXIONES DE PAIX LITURGIQUE
1) 50 años después de la pregunta de Étienne Gilson, la cuestión de la traducción, no sólo en lengua vernácula de los textos litúrgicos, sino también de la Escritura en general, se vuelve a colocar siempre. En 2001, “Liturgiam authenticam”, la Quinta Instrucción (¡la quinta instrucción, sin hablar de las cartas, moniciones, etc., deplorando los innumerables «abusos», todos ellos impotentes!) para la correcta Aplicación de la Constitución sobre la Santa Liturgia del Concilio Vaticano II (Sacrosanctum Concilium) ha sido publicada por la Santa Sede. Ella tiene por objeto acompañar la presentación, el año siguiente, de la editio typica tertia del Misal romano. En el texto de presentación de la Instrucción, él recuerda:
– la necesidad de una atención permanente a fin de garantizar la identidad del Rito Romano sobre todo el mundo,
– el valor sacro de la Liturgia y la necesidad que las traducciones reflejen atentamente esta característica,
– la referencia a los diferentes documentos pontificios precedentes en materia de acercamiento para la traducción de los textos litúrgicos, de manera que ella responda a un criterio que no sea tanto el de la creatividad, sino sobre todo al de la fidelidad y de la exactitud en la traducción vernácula, originaria del texto latino.
Desde el 2001-2002, todas las comisiones litúrgicas internacionales han sido llamadas a preparar la puesta al día de los misales en lengua vulgar en función de la editio tertia y de las recomendaciones de Liturgiam authenticam. Que la aparición de los primeros misales en lengua vulgar hayan sido casi simultáneos a la publicación del misal de Pablo VI, más de diez años después, se espera siempre la traducción francesa de su editio tertia... En 2009 ha sido introducida la edición española para Chile, Argentina y Uruguay, pero tanto España como México están todavía a la espera (en efecto, existen muchas versiones del misal en los países hispánicos). La traducción inglesa, por su parte, no ha sido introducida más que en 2011; y la traducción en italiano está en el mismo punto que la nuestra. Brevemente, la “razonable demora” prevista en el parágrafo 77 de Liturgiam authenticam parece más que dejada atrás, lo cual prueba exactamente como ese sujeto es sensible porque es teológicamente significativo.
2) El texto de Étienne Gilson es evidentemente muy importante para la interrogación doctrinal que él subraya, y nosotros recordamos próximamente sobre la traducción del Credo en francés. Pero él vio otro tanto, porque revela el clima de los años conciliares y explica por otra parte por qué Benedicto XVI ha hablado de la hermenéutica de la ruptura.
Gilson cita el caso del sacerdote de Boston declarado cismático por no haber querido ser fiel a la divisa “extra Ecclesiam nulla salus” (“fuera de la Iglesia no hay salvación”). La historia es verídica, tanto como compleja: se refiere al suceso de aquel jesuita Leonard Feeney que llamó la atención en los años 50 en Estados Unidos y que Gilson, en la época de Toronto, ha tenido la ocasión de conocer (él mismo y las comunidades que adherían a su teología, habiendo sido condenados por Pío XII, en 1949, porque ellos asimilan a la condenación la no pertenencia explícita a la Iglesia Católica). Gilson arremete también con el joven vicario que niega, o es incapaz, de darle una explicación teológica, contentándose con afirmar de no tener otro rol más que el de distribuir las hojas de canto… ¿Falta de formación, incapacidad de diálogo, lenguaje de bot, burocratización, inexperiencia? Gilson se niega a encontrar una explicación a esta actitud del vicario y se contenta con concluir que el fiel haría mejor en aceptar cierta “completa pasividad” a la cual es invitado.
Este es el humor de segundo grado que Gilson profesa: mientras que los defensores de la reforma conciliar quieren hacer de la “participación activa” de los fieles uno de sus grandes palabras de orden, Gilson ve desde 1965 que hay en ello una activa pasividad y una sumisión casi absoluta a los tiranos locales  –patéticos y frecuentemente incompetentes, obrando como verdaderos propietarios de su  parroquia, no dependiendo de nadie y sobre todo de sus propios obispos– ¡ante cuales los fieles deben formar filas!
3) En esto que denuncia Étienne Gilson, se ve lo que arriba Benedicto XVI calificara como «hermenéutica de la ruptura» (como si él quisiera decir: otra interpretación del Concilio): las hojas del vicario portan una nueva traducción del Credo son un atentado al dogma. Pero Gilson explica bien la naturaleza de esta herida del dogma. Él no ataca solamente a aquellos que traducen «consustancial» por «de la misma naturaleza», insinuando una herejía cristológica: ellos desean simplemente facilitar a los fieles el acceso a los textos litúrgicos banalizando allí los términos difíciles, acercándose a los falseados, y sobre todo explicando su sentido. O estos términos están directa (el consustancial) o indirectamente (las oraciones que hablan de sacrificio propiciatorio), aquellos por los cuales la Iglesia enseña la fe. Se está en presencia, no sólo de una ruptura teológica -¡ay! podría decirse, porque la herejía necesita interesarse por el lenguaje del Magisterio-, sino, dice Gilson, de una «deformación teológica». El discurso litúrgico postconciliar (al igual que en la predicación y en la catequesis) ha podido caer perfectamente en la herejía. Pero procede sobre todo con una edulcoración de la teología, de un desinterés por el dogma, y por un total desazonamiento de la fe, en el cual se ve hoy sus desastrosas consecuencias. 



[1] El artículo fue publicado por primera vez en Adelante la Fe, el día 8 de noviembre de 2014, cuya entrada puede verse aquí.
[2] Justamente, los dos personajes que citan no son los mejores exponentes de la teología tomista contemporánea. Henri de Lubac ha sostenido la nouvelle theologie, mientras que Maritain, en muchos casos ortodoxo, sin embargo introduce una distinción peligrosa entre individuo y persona, con funestas consecuencias en el orden social, como lo advirtió en nuestra Patria el padre Julio Meinvielle. [Nota del blog]

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