Se realizó en Roma, desde el jueves 14 al domingo 17 de septiembre
de 2017, un Congreso por el décimo aniversario del Motu Proprio Summorum Pontificum, del Papa Benedicto
XVI. La página oficial del evento puede consultarse aquí. Para consultar
fotos y videos, puede verse aquí
y aquí.
Las celebraciones que se llevaron a cabo fueron:
* Mons. Georg Gänswein presidió las vísperas de la Exaltación de la
Cruz.
* Mons. Gilles Wach celebró una Misa solemnísima
el 15 de septiembre. A continuación, el Cardenal Burke realizó una oración por
el Cardenal Carlo Caffarra, fallecido la semana anterior.
* Mons. Guido Pozzo condujo la procesión de
peregrinos por las calles de Roma hasta la basílica de San Pedro, donde celebró
pontificalmente, el día sábado.
* El P. Dominique-Marie de Saint-Laumer celebra
una Misa solemne en rito dominicano, como conclusión de dicho encuentro, el día
domingo.
Se contó con exposiciones de Cardenales, Obispos y eruditos. El
orden de las mismas fue el siguiente:
* Fr. Vicenzo Nuara, op: Palabras de acogida
* Mons. Guido Pozzo: Summorum Pontificum diez años después: balances
y perspectivas
* Cardinal Gerhard Ludwig Müller:
Dogma y Liturgia
* Don Marino Neri: Presentación
de las Actas del cuarto coloquio romano sobre el motu proprio Summorum Pontificum de 2015
* Dom Jean Pateau: Los frutos de Summorum Pontificum para la vida
monástica y sacerdotal
* Martin Mosebach: La santa rutina o el misterio de la repetición
* Cardinal Robert Sarah: El silencio y el primado de Dios en la
santa liturgia
* Monseigneur Markus Graulich: Del indulto a una ley universal de la
Iglesia: una lectura canónica del motu proprio
* Ettore Gotti Tedeschi: “La economía” de la liturgia
Aquí ofrecemos la conferencia del Cardenal Robert Sarah, como continuación de la anterior, ya
publicada aquí.
Corrige falsas interpretaciones de su conferencia anterior, y vuelve a centrar
en lo esencial: el primado de Dios en la vida litúrgica de la Iglesia.
La traducción es realizada desde aquí,
haciendo la misma aclaración: que el texto ofrecido es provisional. Antes de
extractos de esta conferencia (aquí,
aquí
y aquí). Ahora
podremos tener acceso a la totalidad de la misma, gracias a la generosidad de
Florencia Cabrera, a quien le agradezco su trabajo.
El silencio y el primado de Dios en la sagrada liturgia
Cardenal Robert Sarah
El primer sentimiento que quisiera expresar, a 10 años de la
publicación del motu proprio Summorum Pontificum, es de profundo agradecimiento
a Dios Todopoderoso. De hecho, con este texto Benedicto XVI quiso establecer un
signo de reconciliación dentro de la Iglesia, uno que ciertamente ha dado muchos
frutos y, que en la misma manera el Papa
Francisco, ha hecho suyo. Dios quiere la unidad de Su Iglesia, por lo cual
rezamos en cada celebración Eucarística: nosotros estamos llamados a seguir
persiguiendo este camino de reconciliación y unidad, para dar un testimonio
cada vez más vivo de Cristo en el mundo de hoy.
Esta iniciativa del Papa Benedicto XVI encuentra plena correspondencia en una importante obra del entonces Cardenal Ratzinger. Menos de un año antes de su elección a la Cátedra de San Pedro, el cardenal se pronunció respecto a la «propuesta de algunos liturgistas católicos de adaptar definitivamente la reforma litúrgica al "cambio antropológico" de la época moderna y, así, construirla en sentido antropocéntrico». Ante esto expuesto el cardenal argumento:
«Si la Liturgia aparece
como una construcción de nuestra propia actividad, entonces lo que es
profundamente esencial está siendo olvidado: Dios. Porque la liturgia no es
acerca de nosotros mismos, sino acerca de Dios. Olvidarse de Dios es el peligro
más inminente de nuestra época. En contraposición a esto, la liturgia debe
establecerse como un signo de la presencia de Dios. Sin embargo ¿Qué sucede si
este hábito de olvidarse de Dios se acomoda dentro de la misma Liturgia y si en
medio de ella nos encontramos pensando sólo en nosotros mismos? En cada reforma
litúrgica, y en cada celebración litúrgica, el primado de Dios debe conservarse
en el primer lugar.»
“Olvidarse de Dios es el peligro más inminente de nuestra época”. Mis
hermanos y hermanas, estas palabras, devastadoramente verdaderas cuando fueron
escritas en Julio del 2004, se han ido convirtiendo en más y más mordaces, a
medida que han pasado los años. Nuestro mundo de hoy está marcado por la plaga
del terrorismo sin Dios, por el incremento de un secularismo cada vez más
agresivo, un espíritu de consumismo individualista con respecto a la creación
divina, bienes materiales e inclusive relaciones humanas, y finalmente de un
increíble avance de la cultura de la muerte que pone en peligro el derecho a la
vida, de nuestros hermanos y hermanas más vulnerables: los no nacidos, los
enfermos y los ancianos.
En medio de este incremento de descreimiento de Dios, nosotros la
santa Iglesia de Cristo, estamos llamados por la virtud de nuestro bautismo y
por nuestra vocación particular a
anunciar y proclamar que “Cristo es la luz de las naciones” (Lumen Gentium, 1),
e “invitar a todos los hombres al seno de la Iglesia” (Sacrosanctum Concilium,
1). Porque el camino de Cristo y su Iglesia, es el verdadero camino hacia la
Verdad, la Belleza, la Bondad y por consecuencia, la última consumación, que es
la vida eterna en comunión con Dios y todos los santos en el Cielo. Mientras
que aquellos que quisieran caminar por el sendero trazado por el príncipe de
las mentiras se arriesgan su entrada al infierno: el fruto prohibido del árbol
de la sabiduría del bien y del mal, aceptando voluntariamente al pecado y al
demonio, que conducen a la separación eterna de Dios y todos los santos.
Mis hermanos y hermanas, ¡nunca debemos olvidar estas verdades
eternas! Nuestro mundo es más propenso a olvidarlas. En efecto, particularmente
en occidente, nuestra sociedad busca esconder estas verdades de nosotros, para
anestesiarnos con bienes aparentes nos
ofrece una interminable cacofonía de consumismo, para que no encontremos el tiempo
ni el espacio para cuestionar sus supuestos y prácticas sin Dios. No debemos
sucumbir a esto. Tenemos el deber incansable de anunciar la buena nueva del
Evangelio: que el pecado y el mal han sido vencidos por nuestro señor
Jesucristo, cuyo sacrificio en la Cruz nos ha permitido ganar el perdón que
demandan nuestros pecados para así poder vivir gozosamente en este mundo con la
esperanza de la vida eterna en el mundo venidero.
La Iglesia está llamada a anunciar esta buena notica en cada forma posible,
a cada persona, en cada tierra y en cada época. Estos son los esfuerzos
apostólicos y misioneros, que no son nada menos que el imperativo que se le ha
dado a la Iglesia por nuestro Señor (Mt 28:19-20), están siendo predicados en
una realidad mucho más grande: nuestro encuentro con nuestro Señor Jesucristo
en la sagrada liturgia. Como el mismo Concilio Vaticano II enseñó: “La Liturgia
es la cumbre a la cual tiende la actividad de la Iglesia y al mismo tiempo la
fuente de donde mana toda su fuerza” (Sacrosanctum Concilium, 10).
Podríamos preguntarnos: si la
vitalidad misionera de la Iglesia ha disminuido en nuestros tiempos, si el
testimonio de los Cristianos en un mundo cada vez más secularizado se ha
debilitado cada vez más, si nuestro mundo directamente se ha olvidado de Dios,
¿acaso ocurre esto porque nosotros que estamos llamados a ser “ la luz del
mundo” (Mt 5:14) no estamos participando en dirigir la actividad de la Iglesia
que debería tener o no bebemos lo suficiente de la fuente de donde mana todo su
poder y alegría que “se convertirá en manantial y brotara hasta la Vida Eterna”?
(Jn 4:14)
Para el Papa Juan Pablo II, estas cuestiones no eran preguntas sino
trágicos resultados de la crisis de Fe y además de nuestra traición al Concilio
Vaticano Segundo. De hecho, el mismo dijo:
«En esta “nueva primavera”
de la Cristiandad hay una innegable tendencia negativa, y el presente documento
intenta ayudar a sobrepasar este hecho tan lamentable. La actividad misionera
que está dirigida específicamente tanto “a todas las naciones” como (ad gentes)
parece que mengua y esta tendencia ciertamente no está en línea con las
directivas del Concilio y de los lineamientos subsiguientes del Magisterio.
Dificultades tanto internas como externas han debilitado la verdad misionera de
la Iglesia hacia las personas que no son cristianas, un hecho del cual debemos
alertar a todas las personas que creemos en Jesucristo. Porque en la misma
historia de la Iglesia, el impulso misionero siempre ha sido un signo de
vitalidad, como su disminución es un signo de una crisis de Fe.»
Si esto es cierto, si la Iglesia de nuestro tiempo ha perdido tanto
el celo como la eficacia para atraer a las personas a Cristo, una causa de
esto, puede llegar a ser nuestra falla
en la manera en la que participamos en la Sagrada Liturgia de forma verdadera y
eficaz, que tal vez ha llevado a una formación litúrgica deficiente e
inadecuada – algo que ciertamente preocupa a nuestro Santo Padre, el Papa
Francisco, quien ha expresado:
«Una Liturgia separada del
culto espiritual corre el peligro de convertirse en algo vacío, alejándose del
significado Cristiano del sentido sagrado, convirtiéndose en algo casi mágico
y estéticamente hueco. Como una acción
del mismo Cristo, la Liturgia tiene un impulso interior de transformarse en los
sentimientos de Cristo, y dentro de este dinamismo toda realidad es
transfigurada”.»
«Nuestra vida cotidiana en
nuestro propio cuerpo, en las pequeñas cosas, deben estar inspiradas, profusas,
inmersas en la realidad divina, debe convertirse en una acción conjunta con
Dios. Esto ni significa que debemos estar siempre pensando en Dios, pero que si
debemos estar completamente penetrados por la realidad de Dios, de tal manera
que toda nuestra vida, pueda llegar a ser una liturgia, una adoración
continua…» (Benedicto XVI, Lectio Divina, en el Seminario de la Diócesis de
Roma, 15 de febrero de 2012)
Es necesario reunir una voluntad renovada para continuar por el
camino indicado por los padres conciliares, como vemos todavía hay mucho por
hacer para una correcta y completa asimilación de la Constitución para la
Sagrada Liturgia por parte de todos los bautizados como también de las
comunidades eclesiales. Me estoy refiriendo, en particular, con el compromiso
de una sólida y orgánica iniciación y formación litúrgica, tanto por parte de
los fieles como así también del clero y personas consagradas.
Esto
puede deberse, también, al hecho que a menudo la liturgia, tal como se celebra
ahora, no se celebra con la fidelidad y la plenitud con la que quiere la
Iglesia, sino que se celebra empobreciéndonos o privándonos de ese encuentro
pleno con Cristo en la Iglesia, que es un derecho de todo bautizado. Muchas
liturgias no son más que un teatro, una diversión mundana, con muchos discursos
y gritos ajenos al misterio que se celebra, o con mucho ruido, danzas y
movimientos corporales que se parecen a nuestras manifestaciones folclóricas.
La liturgia debería ser, en cambio, el momento de encuentro personal e íntimo
con Dios. África en especial, pero también Asia y América Latina, deberían
reflexionar, con la ayuda del Espíritu Santo y con prudencia y la voluntad de
llevar a los fieles cristianos a la santidad, acerca de su ambición humana de
inculturar la liturgia, para así evitar la superficialidad, el folclore y la auto
celebración cultural. Cada celebración litúrgica debe tener como centro a Dios,
y solo a Dios, y nuestra santificación.
Hoy, en el décimo aniversario de la aplicación del Motu proprio Summorum Pontificum del Papa Benedicto
XVI, surge a su vez la pregunta de la implementación de la reforma litúrgica
que fue propuesta por el Concilio Vaticano II y que también uno podría llamar
como la “caída” tanto litúrgica como pastoral de estos años. Porque, como el
Cardenal Ratzinger escribió en 1997, “la
verdadera celebración de la sagrada Liturgia es el centro de cualquier
renovación dentro de la Iglesia”.
EL PRIMADO DE DIOS EN LA SAGRADA LITURGIA
En la cita del Card. Ratzinger con la cual inicie esta alocución, el
mismo Cardenal pregunta: “¿Qué pasaría si
el habito de olvidarse de Dios se acomoda en la Liturgia e inclusive si en la
Liturgia solamente pensamos en nosotros mismos?”. Ésta pudiera parecer una
pregunta muy extraña para hacer, pero pone al descubierto una tendencia cada
vez en aumento en las recientes décadas, de planificar y celebrar celebraciones
en las cuales el centro es en su mayoría la celebración de la comunidad, con la
aparente exclusión de Dios de la misma. Y yo digo “aparente” porque no es mi
intención juzgar las intenciones de aquellas personas que promueven o celebran
este tipo de liturgias tan antropocéntricas: ellos mismos tal vez sean las víctimas de una pobre e inclusive
deficiente formación tanto teológica como litúrgica.
No obstante, este tipo de celebraciones son completamente
inaceptables porque reducen algo que por su misma esencia es sobrenatural a
algo meramente natural, lo cual es contrario a la enseñanza de la Constitución
de la Sagrada Liturgia del Concilio Vaticano II (e inclusive antes de ésta, con
la Encíclica Mediator Dei del
Venerable Papa Pío XII) que:
“La Liturgia es considerada
como un ejercicio del sacerdocio de Jesucristo. En ella los signos sensibles,
significan y, cada uno a su manera, realizan la santificación del hombre, y así
el Cuerpo Místico de Jesucristo, es decir, la cabeza y sus miembros, ejercen el
culto público íntegro.
En consecuencia, toda
celebración litúrgica, por ser obra de Cristo sacerdote y de su cuerpo, que es
la Iglesia, es acción sagrada por excelencia, cuya eficacia, con el mismo título
y en el mismo grado, no iguala a otra acción de la Iglesia.» (Sacrosanctum
Consillium, 7)
Como dije en la alocución de mayo del 2016 de Sacra Liturgia en Londres, Inglaterra:
«La liturgia católica es el
lugar privilegiado en donde la acción salvadora de Cristo en el mundo de hoy se
hace completamente evidente, mediante la participación real en donde recibimos
su gracia y fuerza que son tan necesarias para nuestra perseverancia y
crecimiento en la vida cristiana. Es el divino lugar instituido a donde vamos a
cumplir nuestro deber ofreciendo un sacrificio a Dios, ofreciendo el Único y
Verdadero sacrificio. Es en donde nos damos cuenta de nuestra profunda
necesidad de adorar al Dios todopoderoso. La liturgia católica es algo sagrado,
algo que es santo por su propia naturaleza. No es un encuentro ordinario y
meramente humano.
… Dios, no el hombre, está
en el centro de la Liturgia católica. Nosotros vamos a adorarlo a Él. La
liturgia no es acerca de Ti o de Mí; no es el lugar donde celebramos nuestra
identidad o nuestros logros o donde exaltamos o promovemos nuestra propia
cultura y nuestras costumbres religiosas locales. La liturgia es principalmente
y por sobre todas las cosas acerca de Dios y lo que Él ha hecho por nosotros.
En su Divina Providencia, Dios Omnipotente fundo a la Iglesia e instituyo a la
sagrada liturgia como un medio mediante el cual nosotros estamos llamados a
ofrecerle una verdadera adoración de acuerdo a lo establecido en la Nueva
Alianza por Cristo.
Por consiguiente, Dios debe estar en el primer lugar en cada elemento de nuestra celebración litúrgica. Por amor a Él y para rendirle culto de la manera más completa es por lo que separamos y consagramos a personas, lugares y cosas para Su servicio específico en la Sagrada Liturgia. Nuestro deseo de "osar lo más posible" (cf. Santo Tomás de Aquino, Secuencia de la Festividad del Corpus Christi: «Quantum potes, tantum aude: quia maior omni laude, nec laudare sufficis») para alabar y adorar a Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo en la Sagrada Liturgia es, en sí mismo, un acto interior de culto. Naturalmente, esta disposición tiene que tener una expresión externa. Por esto, nuestras iglesias deberían ser bellas expresiones de nuestro amor a Dios; nuestros ministros -ordenados y laicos- deberían dedicar tiempo a probar y preparar todas sus acciones litúrgicas; del mismo modo, sus ornamentos deberían reflejar reverencia y estupor por los divinos misterios que tienen el privilegio de servir y administrar.
Todo lo que utilizamos en la liturgia debería, del mismo modo, resaltar el primado de Dios: nada es suficientemente bueno, hermoso y valioso para Su servicio. Incluso siendo humildes, según los medios que tengamos a nuestra disposición, nuestros vasos sagrados, ornamentos y demás objetos deberían ser de calidad, valiosos y hermosos, signos del amor y del sacrificio que ofrecemos a Dios Omnipotente por medio de ellos. Del mismo modo, nuestro canto y nuestra música deberían elevar los corazones y las mentes hacia Él y no -como sucede normalmente con demasiada frecuencia- reflejar meros sentimientos humanos y costumbres que prevalecen en nuestra sociedad y cultura actual.»
Ciertamente sabéis que en los últimos años he hablado a menudo de la importancia de restablecer la orientación hacia Oriente del sacerdote y los fieles; es decir, de dirigirse ad Deum o ad orientem durante la liturgia eucarística. Esta gestualidad está casi universalmente asumida en las celebraciones del usus antiquior -la forma antigua del Rito Romano- que, gracias al Motu proprio Summorum Pontificum del Papa Benedicto XVI, está libremente disponible para todos aquellos que deseen utilizar dicha forma. Pero esta antigua y hermosa práctica, que con tanta elocuencia manifiesta el primado de Dios Omnipotente en el corazón mismo de la Misa, no está restringuida al usus antiquior. Esta venerable práctica está permitida y es perfectamente apropiada e, insisto, es incluso pastoralmente recomendable y ventajosa, en las celebraciones del usus recentior, la forma más moderna del Rito Romano.
Alguno puede objetar que presto demasiada atención a los pequeños detalles, a las minucias, de la Sagrada Liturgia. Pero como cada marido y cada mujer saben, en toda relación de amor los detalles más minúsculos son importantes, porque en ellos y a través de ellos el amor se expresa y se vive día tras día. Las "pequeñas cosas" expresan y protegen, en la vida matrimonial, realidades más grandes. Lo mismo sucede en la liturgia: cuando sus pequeños rituales se convierten en rutina y ya no son actos de culto que expresan la realidad de mi corazón y de mi alma, cuando ya no presto atención a los detalles, cuando puedo hacer mucho más para preparar y celebrar la liturgia de manera más digna, más bella, pero no lo quiero hacer, entonces el gran peligro es que mi amor por Dios Omnipotente se enfríe. Tenemos que prestar mucha atención a esto. Nuestros pequeños actos de amor a Dios, cuando cuidamos con esmero lo que la liturgia necesita, son muy importantes. Si los descuidamos, si los rechazamos como detalles banales y puntillosos, podemos descubrir que casi sin darnos cuenta, como sucede a veces trágicamente en un matrimonio, que nos hemos separado de Cristo, sin siquiera darnos cuenta.
El Cardenal Ratzinger insistió que "en cada reforma litúrgica como así también en cada celebración litúrgica, el primado de Dios debe ser puesto como elemento principal". Si aplicamos este principio en cuestiones litúrgicas tanto las pequeñas como las grandes cosas, estarán empapadas del primado que Dios ciertamente se merece. Y de esta manera disfrutaremos la misma primacía en nuestros corazones y mentes. Ambos, nuestras celebraciones litúrgicas como nosotros mismos, nos convertiremos en bellos íconos de su presencia salvadora a través de la cual aquellos que no conocen a Cristo y a su Iglesia puedan encontrar el hermoso camino a la salvación.
LA LITURGIA ES SAGRADA
Esto de separar ciertas realidades para el culto a Dios Omnipotente,
era algo demandado a nuestros ancestros judíos por el Señor, nuestro Dios,
luego fue apropiado y adoptado por la Iglesia en los primeros siglos a medida
que empezaba a gozar la libertad de celebrar el culto de manera pública. Usamos
el término “consagrado” -que viene del verbo latino “sacrare”- para
santificarse siendo utilizado o dedicado para un servicio en particular,
describiendo a las personas, lugares o cosas y utilizándolas únicamente para la
adoración a Dios Omnipotente.
Una vez que estos bienes que Dios ha creado fueron consagrados ya no
se pueden utilizar para usos ordinarios o profanos; puesto que pertenecen a
Dios. Esto hace referencia a los consagrados y consagradas, a los diáconos,
sacerdotes y obispos, en los cuales, se debe (o al menos debería) verse
reflejados en su vestimenta y comportamiento incluso cuando no están
administrando la sagrada Liturgia. Uno de los tesoros del usus antiquior es el gran corpus de bendiciones y consagraciones de
los elementos destinados al uso litúrgico como está dispuesto en el Rituale Romanum y en el Pontificale Romanum. Es tan conmovedor
observar la revitalización de las costumbres de un seminarista pronto a
ordenarse trayendo su cáliz y patena al obispo para la consagración antes de su
ordenación. Y que hermosa expresión de Fe y amor, cuando nuevos ornamentos son
generosamente ofrecidos para adorar a Dios Omnipotente, son traídos al
sacerdote para que les dé la bendición de la Iglesia previamente a que sean
utilizados.
Estos pequeños y muchas veces olvidados ritos y costumbres, nos
enseñan elocuentemente que la Liturgia es, comprendido como un todo, algo
esencialmente sagrado, algo que nos separa de nuestra forma de actuar diaria.
De hecho, estos detalles nos hacen recordar que en la Sagrada Liturgia, como
enseña el Concilio Vaticano II, es Dios quien actúa, no nosotros (Sacrosanctum Concilium, 7).
Es Él el que nos bendice con gracia, con la salvación, en nuestro
propio medio, a través de la Sagrada Liturgia. Como el concilio enseña: “En consecuencia, toda celebración litúrgica,
por ser obra de Cristo sacerdote y de su Cuerpo, que es la Iglesia, es acción
sagrada por excelencia, cuya eficacia, con el mismo título y en el mismo grado,
no la iguala ninguna otra acción de la Iglesia.” (Sacrosanctum Concilium, 7).
Entonces cuando una celebración condice con lo que debe ser constitutivamente,
que es, para “todo el culto público” y una “acción sagrada por excelencia” (Sacrosanctum Concilium, 7), sólo puede
manifestar y promover la adoración al Dios Uno y Trino, brillando en la
majestuosidad de gestos y signos,
expresa como en realidad no es únicamente una acción humana, sino “ una
obra de Cristo sacerdote y de su Cuerpo, que es la Iglesia” (Sacrosanctum Concilium, 7), educar al
hombre para la vida eterna, que es fundamentalmente ordenado por Dios (ordo ad
Deum). Este primado de lo Absoluto, de lo Eterno, es encontrado únicamente en
la humilde vigilancia de los sacerdotes y laicos, que entienden que la Liturgia
no es un lugar abierto a la creatividad o adaptación sino el lugar para lo que
“ya ha sido dado”, donde el pasado, presente y futuro convergen en un instante
que en realidad no tiene tiempo.
Antes de la teofanía de la zarza ardiente, el Señor instruyo a Moisés: “No te acerques hasta aquí. Quítate las
sandalias, porque el suelo que estas pisando es una tierra santa” (Ex. 3:5).
Este mismo requerimiento se aplica aún más específicamente en la presente teofanía
de Dios hecho hombre para nuestra salvación que tiene lugar en cada parte del
mundo cuando la Sagrada Liturgia es celebrada fielmente, acorde a las normas
dispuestas por la Iglesia.
Pero hay una diferencia muy importante de la zarza ardiente: nosotros
estamos invitados a “acercarnos”, estamos invitados a saciarnos del sagrado
banquete sacrificial del Cuerpo y Sangre de nuestro Señor. ¡Esta invitación sin precedentes no debe ser tomado
tan a la ligera por nosotros! Profunda humildad y veneración ante Dios son
requeridas si queremos participar plenamente en el banquete del Cordero, la fuente de la vida (Apoc. 19:9).
Esta invitación debe, sin embargo, suscitar nuestra generosidad. En
respuesta de la invitación a la Cena del Cordero, estamos llamados a ofrecer al
Señor nada menos que nuestras “bienes”
(Prov. 3:9) tanto materiales como espirituales. Todos podemos contribuir,
de acuerdo a nuestros medios, y a los talentos dados por Dios mismo, a la
materia de la Liturgia. Pero no olvidemos nunca la enseñanza del sermón de la
montaña, en que primero debemos reconciliarnos y liberarnos de todo resentimiento
ante Dios antes de ofrecer nuestras ofrendas al altar (Mt 5:24). Ciertamente,
todas nuestra ofrendas exteriores, incluyendo la que ofrecemos a través de
cualquier ministerio litúrgico que ejerzamos, debe ser un reflejo de nuestra relación
interior con el Señor. Deben presentarse con humildad al “sacrificio ofrecido” de “un
corazón contrito y humillado” (Sal. 50:19). De otra manera, puede caerse en
el riesgo de un ritualismo hueco, inclusive una forma de “materialismo
litúrgico” o fariseísmo. Lo que le ofrecemos a Dios en la Sagrada Liturgia, lo
que hacemos en servicio público a su Iglesia, debe ser el mejor del que seamos
capaces, pero a su vez debe estar en completa armonía con nuestra vida
cristiana tanto como de nuestra misión, de tal forma que nuestra acciones
litúrgicas externas estén embebidas con una integridad que en sí misma es santa,
sagrada, y que refleja el signo de la Gloria del Dios vivo trabajando por su
Iglesia en el tiempo presente.
NUESTRA RESPUESTA EN EL ENCUENTRO CON LO SAGRADO: SILENCIO Y REVERENCIA
En el Apocalipsis, leemos que “cuando
el Cordero abrió el séptimo sello, se produjo en el cielo un silencio, que duro
alrededor de media hora” (Ap. 8:1). ¿Por qué este silencio, que viene
después de la agitación cósmica que marco la apertura del sexto sello? Los
eruditos nos dicen que es el silencio de la expectación, de la anticipación del
Juicio de Dios a todos los mártires a lo largo de la historia de la Iglesia. Es
el silencio del recogimiento, de la adoración, en la presencia silenciosa del
Dios todopoderoso que está presente y a punto de actuar.
Cuando encontramos lo sagrado, cuando llegamos a estar cara a cara con Dios, espontáneamente nos quedamos en silencio y nos arrodillamos en adoración. Nos arrodillamos en señal de estupor y de humilde sumisión ante nuestro Creador. Con reverencia y anticipadamente esperamos su Palabra, su acción salvífica. Estas son disposiciones fundamentales cuando nos acercamos a la Sagrada Liturgia. Si estoy tan lleno de mí mismo y del ruido del mundo, si no hay espacio dentro de mí para el silencio, es prácticamente imposible que pueda rendir culto a Dios Omnipotente, que pueda escuchar su Palabra o dejar espacio para que ésta penetre en mi vida.
Como Romano Guardini dice: “si alguien me pregunta como empieza la
vida litúrgica, yo debería contestar: aprendiendo de la quietud. Sin esto, todo
permanece superficial, vano”. Pero ¿Qué es el silencio? El silencio es la calma
de la vida interior, la profundidad de una corriente escondida, es la presencia
creciente de franqueza y disponibilidad.
Únicamente el silencio puede construir lo que sustentara a la sagrada
celebración, que es la comunidad litúrgica, y crear el espacio en donde la
celebración dará fruto: la Iglesia. Puede decirse sin temor a exagerar que el
silencio es el primer acto del servicio sagrado.
Ahora, sin embargo, considerémoslo desde otro punto de vista; el
silencio involucra una relación muy cercana con el acto verbal y con la Palabra
misma. Una palabra no adquiere la importancia y el poder que le son propios a
menos que surjan del silencio, pero el caso opuesto también es cierto en este
caso: para que el silencio sea fructífero y que adquiera su poder creativo, es
necesario que la palabra sea expresada en una palabra hablada. Aunque, mucho de
la Liturgia consiste en palabras expresadas por Dios o dirigidas a Él, siempre
es muy necesario practicar el silencio por el beneficio de la palabra misma, y
callar el ruido en cualquier celebración litúrgica. El ruido, de hecho, mata a
la liturgia, mata a la oración, nos desgarra y exilia lejos de Dios, quien no habla en el viento impetuoso y en los
terremotos, cuya fuerza y violencia quiebra montañas y rompe piedras, pero
habla con la voz sutil del silencio (1 Rey. 19:12). La importancia del
silencio para las celebraciones sagradas jamás debe ser subestimada, sea
durante la preparación o la ejecución de la misma. El silencio revela la fuente
interior, que engendra la palabra antes de hacerse oración, alabanza y adoración
silenciosa.
El silencio es la clave: el silencio de la verdadera humildad ante mi Creador y Redentor, que expulsa el orgullo y aleja el clamor del mundo. Las exigencias de mi vocación pueden exigir mucha actividad por mi parte y pueden, también significar que estoy rodeado a diario del ruido del mundo. Dios me entrega unos dones que pueden proporcionarme sólo alabanzas por lo que he conseguido hacer a su servicio. Pero también en estas circunstancias es posible preservar el silencio de la verdadera humildad ante Dios. De hecho, dicha actitud es absolutamente necesaria si tengo que rendirle culto a Él y no a mi persona y, aún menos, a otros.
En cuanto a la realización y celebración de la Iglesia de las realidades más sagradas que podemos encontrar en esta vida, nuestros ritos litúrgicos deben estar embebidos, en sí mismos, de este silencio y reverencia hacia Dios. Me refiero más a la consistencia del luminoso, del trascendente que a la imposición de momentos específicos de silencio, que muchas veces pueden resultar artificiales. Así, puedo estar silencioso en el corazón, en la mente y en el cuerpo pero, al mismo tiempo, puedo estar preso del estupor de Dios en la Sagrada Liturgia, siempre que sea celebrada de manera excelente y con esa multiplicidad de ritos que lo facilita. La solemne celebración de la Santa Misa en el usus antiquior es un magnífico paradigma de esto porque con sus ricos contenidos y los diversos puntos de unión con la acción de Cristo, permite que alcancemos ese silencio. Todo esto es verdaderamente un tesoro, con el cual pueden enriquecerse algunas celebraciones del usus recentior, que a veces, por desgracia, son anodinas y ruidosas.
Del mismo modo, los ministros litúrgicos deben preparase y celebrar los ritos litúrgicos con la misma disposición de estupor, reverencia y silencio. Debemos ser humildes y manifestar un profundo respeto por la Sagrada Liturgia tal como la hemos recibido de la Iglesia. El Concilio Vaticano II insiste que, además de las autoridades pertinentes constituidas, «nadie, aunque sea sacerdote, añada, quite o cambie cosa alguna por iniciativa propia en la Liturgia». No nos corresponde a nosotros reescribir los libros litúrgicos a causa de nuestro orgullo o del de los otros, que piensan que pueden hacer las cosas mejor que la Iglesia. Es menos probable encontrar esta tentación entre quienes usan los libros litúrgicos más antiguos, que entre quienes usan los nuevos. Las prácticas litúrgicas no autorizadas son como notas discordantes en la sinfonía de los ritos de la Iglesia y producen un ruido que trastorna las almas. Esto no es creatividad, ni siquiera es pastoral. No: una fidelidad fundada en la humildad, el estupor y el silencio del corazón, de la mente y del alma es todo lo que se requiere de cada uno de nosotros en relación a los ritos de la Iglesia. ¡No permitamos que el pecado de orgullo litúrgico arraigue en nuestras almas!
Cuando el profeta Elías fue llamado para conocer al Señor en Horeb, “Y en ese momento el Señor pasaba. Sopló un
viento huracanado que partía las montañas y resquebrajaba las rocas delante del
Señor. Pero el Señor no estaba en el viento. Después del viento, hubo un
terremoto. Pero el Señor no estaba en el terremoto. Después del terremoto se
encendió un fuego. Después del fuego, se oyó el rumor de una brisa suave.” (1 Rey
19:11-12). Y fue en esa pequeña y casi imperceptible brisa que Elías
encontró al Señor. Mis hermanos y hermanas, es completamente imperativo que
atendamos a esta pequeña brisa, que nos habla tan suave, calmada y amorosamente
en la Sagrada Liturgia de la Iglesia, con tanta humildad, silencio y reverencia
hacia Dios, lo que nos permite a nosotros escucharla y vivir de esta manera, Su
Palabra de manera más fructificante.
EL SILENCIO DEL CORAZÓN, MENTE Y ALMA: LA LLAVE PARA PARTICIPAR EN LA LITURGIA
Silencio del corazón, de la mente y del alma: ¿acaso no son estas las claves para alcanzar cuanto deseaban el movimiento litúrgico del siglo XX y los Padres del Concilio Vaticano II, es decir, la participación plena, consciente y activa en la Sagrada Liturgia? Entonces, ¿cómo puedo participar provechosamente en los Sagrados Misterios si mi corazón, mi mente y mi alma están bloqueados por la obstrucción del pecado, obscurecidos por el tumulto del mundo y pesan por cosas que no son de Dios?
Cada uno de nosotros necesita un espacio interior para acoger al Señor, que está obrando en los ritos de su Santa Iglesia. En el mundo moderno, esto requiere un esfuerzo por nuestra parte. En primer lugar, tengo que purificar mi alma o, mejor, dejar que Dios Omnipotente la purifique a través del sacramento de la Penitencia, celebrado con frecuencia, total y humildemente. Mientras el pecado reine en mi corazón, no puedo conseguir nada de la «fuente primaria y necesaria de donde han de beber los fieles el espíritu verdaderamente cristiano». (Sacrosanctum Concilium, 14).
En segundo lugar, debo -de alguna manera- intentar apartar, aunque sea temporalmente, al mundo y sus continuos estímulos. No puedo participar plena y provechosamente en la Sagrada Liturgia si el centro de mi atención está desplazado hacia otro lugar. Todos nos hemos beneficiado de los progresos de la tecnología moderna, pero los muchos (¿tal vez demasiados?) medios tecnológicos de los que dependemos pueden dominarnos en un flujo constante de comunicación y de peticiones de respuesta inmediata. Debemos dejar atrás todo esto si queremos celebrar la liturgia correctamente. Tal vez rezar teniendo el breviario en el móvil, o en el IPad, sea muy cómodo y práctico, pero no es digno y desacraliza la oración. Este aparato no es un instrumento consagrado y reservado para Dios, ¡ pero lo utilizamos para Él y para las cosas profanas! Hay que apagar los instrumentos electrónicos o, mejor aún, hay que dejarlos en casa cuando vamos a rendir culto a Dios. He hablado antes de lo inaceptable que es hacer fotografías durante la Sagrada Liturgia y del escándalo que supone que sean clérigos vestidos para el servicio litúrgico quienes las hagan. No podemos centrar nuestra atención en Dios si estamos ocupados con otras cosas. No podemos escuchar a Dios, que nos habla, si estamos ocupados hablando con otro, o nos comportamos como un fotógrafo.
Tampoco podemos escuchar la voz de Dios, o prepararnos adecuadamente a hacerlo, si nuestros hermanos y hermanas están, en la iglesia, distraídos u ocupados y haciendo ruido. Ésta es la razón por la cual el silencio y la calma son tan importantes en nuestras iglesias antes, durante y después de las celebraciones litúrgicas. ¿Cómo podemos esperar en centrar nuestra atención, interiormente, en Dios si lo que experimentamos en nuestras iglesias es sólo distracción, agitación y ruido? Diciendo esto no pretendo excluir el órgano u otro tipo de música apropiada, que puede ayudar a la oración silenciosa y a la contemplación, y que puede servir para cubrir el ruido de fondo de gente que entra, etc. Pero estoy convencido que tenemos que hacer un esfuerzo para que nuestras iglesias, incluidos la sacristía y el presbiterio, no sean lugares para charlar, para prepararse de prisa y corriendo en el último minuto o, simplemente, para las relaciones sociales. Nuestras iglesias son lugares privilegiados en las que nuestra atención debe centrarse en lo que estamos a punto de celebrar. Podemos y, justamente, lo hacemos, socializar más tarde, en cualquier otro lugar. El silencio devoto en la iglesia y en la sacristía debería ser, en sí mismo, una escuela de participatio actuosa, en cuanto nos lleva a ese silencio del corazón, de la mente y del alma tan necesario si tenemos que recibir lo que Dios Omnipotente desea ofrecernos a través de la Sagrada Liturgia. Si realmente es necesario comunicar algo, hay que hacerlo con reverencia y respeto, tanto por el lugar en el que uno se encuentra, como por la acción que estamos a punto de realizar.
En tercer lugar, cuando me dispongo a acceder al altar de Dios, antes de llegar tengo que abandonar mis preocupaciones, por muy pesadas y mundanas que sean. Esto es, ante todo, un acto de fe en el poder y la gracia de Dios. Es posible que esté totalmente agotado y distraído por las tareas que debo llevar a cabo en el mundo. Es posible que esté profundamente preocupado por mí o por otra persona. Tal vez estoy sufriendo íntimamente a causa de una tentación o una duda; o estoy herido por el mal o por cualquier injusticia perpetrada contra mí o contra otros hermanos y hermanas en la fe. Ciertamente, es justo que persevere en soportar estas preocupaciones: ésta es una parte importante de mi vocación cristiana. Sin embargo, cuando llego a la Sagrada Liturgia, debo depositar con fe estas cosas a los pies de la cruz y dejarlas allí. Dios sabe la carga que debo soportar. Y sabe más que yo cuánto me cuesta llevarla. En el silencio que se crea cuando el alma pone a los pies del Señor las propias preocupaciones, Él desea comunicarme Su amor a través de los ritos en los que estoy a punto de participar. Él desea renovarme, incluso re-crearme, para que yo pueda cumplir con lo que mi vocación me pide con nueva fuerza y valor evangélico.
La participación plena, consciente y activa en la Sagrada Liturgia
es predicada en nuestra misma capacidad de participar, en nuestra receptividad
y aceptación de lo que Dios Omnipotente desea entregarme. Nuestra receptividad
depende de nuestra propia docilidad, en el silencio de nuestra alma, mente y corazón.
Alcanzar esto tanto personalmente como en los lugares donde celebramos los
ritos de la Santa Iglesia, requiero muchísimo esfuerzo y disciplina desde
nuestra parte como así también desde los pastores y rectores de la Iglesia. Si
nosotros no hacemos este esfuerzo, el deseo del Concilio de una participatio actuosa se verá frustrado.
Pero cuando estamos en presencia del silencio, cuando nuestros corazones,
mentes y almas humildemente se vuelcan al trabajo del Señor en la Sagrada
Liturgia, nuestro encuentro con El gozara de una intimidad que no puede hacer
otra cosa que sacar fruto en nuestras vidas cristianas como también en nuestra misión
en el mundo.
ALGUNAS REFLEXIONES ACERCA DEL DÉCIMO ANIVERSARIO DEL SUMMORUM PONTIFICUM
Antes de concluir quisiera ofrecer unas reflexiones específicas
sobre lo que estamos celebrando hoy, el décimo aniversario de la ejecución del
Motu proprio Summorum Pontificum.
La legislación que permite la puesta en práctica del usus antiquior del Rito Romano
establecido por el Papa Benedicto XVI, en el Motu Proprio Summorum Pontificum, declara que la forma más antigua de la Santa
Misa nunca fue “abrogado”, y establece en la Carta a los Obispos en ocasión de
la publicación del mismo documento:
"En la historia de la Liturgia hay crecimiento y progreso pero nunca ruptura. Lo que para las generaciones anteriores era sagrado, también para nosotros permanece sagrado y grande y no puede ser de improviso totalmente prohibido o incluso perjudicial. Nos hace bien a todos conservar las riquezas que han crecido en la fe y en la oración de la Iglesia y de darles el justo puesto. Este asunto tiene como motivo principal llegar a una reconciliación interna en el seno de la Iglesia." (Benedicto XVI, Carta a los obispos con ocasión de la publicación del Summorum Pontificum, 7 de julio de 2007).
Ciertamente, lo que estableció el Summorum Pontificum acerca de que los ritos antiguos de la Santa
Misa así también como los sacramentos, están disponibles libremente para todos
los fieles a Cristo que los requieran, sean laicos, clero y religiosos, lo que
intentaba hacer, y ha logrado de sobremanera, es terminar con el escándalo y
las terribles divisiones en el Cuerpo de Cristo que han surgido debido a la
reforma litúrgica que siguió al Concilio. Como bien sabemos, todavía hay muchas
cosas por hacer para alcanzar la plena reconciliación que el Papa Benedicto XVI
tanto deseaba, y cuyo trabajo el Papa Francisco ha continuado, así también
nosotros debemos rezar y trabajar conjuntamente para lograr esta reconciliación
por el bien de las almas, por el bien de la Iglesia para que nuestro testimonio
y misión como Cristianos, en este mundo sea cada vez más firme.
La
carta del Papa Benedicto XVI que acompañó a la publicación del Summorum Pontificum también ha denotado
otro fenómeno interesante: "se ha visto claramente que también personas jóvenes descubren esta forma litúrgica, se sienten atraídos por ella y encuentran en la misma una forma, particularmente adecuada para ellos, de encuentro con el Misterio de la Santísima Eucaristía." Este hecho es una verdad que se ha ido incrementando a lo largo de todo el mundo. Es un fenómeno que muchos de mi propia generación encuentran muy difícil de entender. Sin embargo, sé y puedo dar testimonio de la sinceridad así también como de la devoción de estos jóvenes hombres y mujeres, sacerdotes y laicos. Me regocijo ampliamente en las numerosas vocaciones hacia el sacerdocio y la vida consagrada que han surgido de comunidades que celebran el usus antiquior.
Para
aquellos que todavía tienen dudas acerca de esto, les diré: que visiten estas
comunidades y lleguen a conocerlos, especialmente a los jóvenes. Abran sus corazones
y mentes a la Fe de estos jóvenes hermanos y hermanas nuestros, y al bien
inmenso que hacen. Ellos no están ni nostálgicos, ni amargados, ni entorpecidos
por las batallas eclesiales de las últimas décadas; ellos mismos están llenos
del gozo de vivir una vida llena de Cristo en medio de los desafíos del mundo
de hoy. Para aquellos que todavía encuentran esta realidad difícil de
comprender, me gustaría recordar la enseñanza de Gamaliel “el doctor de la ley,
respetado por todo el pueblo” hablando en el Senedrín ante el Senado y los
Sumos Sacerdotes cuando los Apóstoles
estaban siendo perseguidos :”… No os
metáis con esos hombres y dejadlos en paz, porque si lo que ellos intentan
hacer viene de los hombres, se destruirá por sí mismo, pero si verdaderamente
viene de Dios, vosotros no podréis destruirlos y correréis el riesgo de
embarcarse en una lucha contra Dios.” (Hech. 5:38-39).
Me
gustaría agregar una apelación a todos los pastores de almas y particularmente
a mis hermanos obispos: estas personas, estas comunidades, tienen una gran
necesidad de nuestro cuidado paternal. Po lo tanto, no debemos permitir que por
nuestras preferencias personales o malentendidos pasados, mantengamos alejados
a las personas de los ritos litúrgicos antiguos. Nosotros como sacerdotes y
obispos, estamos llamados a ser ministros e instrumentos de la reconciliación y
comunión en la Iglesia de todos los fieles
de Cristo, incluyendo a aquellos que deseen celebrar de acuerdo a la
forma antigua del Rito Romano. Queridos hermanos sacerdotes, queridos hermanos
en el episcopado, les pido humildemente y en comunión con nuestra Fe, que
sigamos las palabras del Papa Benedicto XVI, "Abramos generosamente nuestro corazón y dejemos entrar todo a lo que la fe misma ofrece espacio." (Carta a los Obispos con la ocasión de la publicación del Summorum Pontificum, del 7 de julio de 2007).
El
usus antiquior debe ser visto como
una parte normal de la vida de la Iglesia del Siglo XXI. Estadísticamente puede
llegar a permanecer como una pequeña parte de la vida de la Iglesia, como fue
previsto por el Papa Benedicto XVI, pero esto no significa que debe ser visto como algo inferior o de
“segunda clase”. No debe haber una competencia entre las formas nuevas y las
formas antiguas del Rito Romano: ambos deben comportarse como elementos
naturales de la vida de la Iglesia de nuestros tiempos. ¡Cristo nos llama a la
unidad, no a la división! ¡Todos somos hermanos y hermanas en la misma Fe no
importando que forma del Rito Romano celebremos!
No obstante, puede haber una relación de enriquecimiento mutuo entre las dos formas. Permanece la cuestión de una más fiel implementación de la reforma litúrgica deseada por los Padres del Concilio Vaticano II, a la que hice referencia el año pasado en Londres. A veces a esto se le llama la cuestión de la "reforma de la reforma", si bien dicha expresión, a algunas personas, les infunde temor. Aunque reconozco la necesidad de estudiar y profundizar dichas cuestiones, prefiero hablar de un "enriquecimiento positivo" a través del cual los elementos positivos presentes en el usus antiquior puedan enriquecer al recentior, y viceversa.
Por ejemplo: el silencio orante de las oraciones del ofertorio y el Canon Romano, ¿podrían incluirse para enriquecer la forma ordinaria? En nuestro mundo tan lleno de palabras -y cada vez lo está más-, lo que se necesita es más silencio, también en la liturgia. El silencio ritual en estas partes de la Misa en la forma extraordinaria es fecundo: las almas de las personas son capaces de elevarse hacia las cosas celestes porque hay un espacio que permite hacerlo. La disciplina del "silencio" verbal y ritual, de la que está impregnado el usus antiquior del Rito Romano, que permite escuchar más claramente al Señor, es también un tesoro que hay que compartir y apreciar en nuestro modo de celebrar según el usus recentior. De igual manera, el misal antiguo se puede ver beneficiado de la adición de las Misas feriales en Adviento como así también de la expansión del leccionario en las ferias, no en forma de imposición de lo nuevo sobre lo viejo, sino como una especie de "puntos extras", que lleve a un enriquecimiento genuino y un desarrollo orgánico del rito para la gloria del Dios Omnipotente y la salvación de las almas.
Soy
consciente que en esta área puede haber muchas sensibilidades en las cuales no
debemos provocar más daños pastorales haciendo cambios litúrgicos sin el
cuidadoso estudio y la debida preparación y formación. Estoy exponiendo estas
cuestiones simplemente como posibilidades a tener en consideración: hay muchas
otras que también merecen ser discutidas.
En
julio hable de la futura reconciliación entre las dos formas del Rito Romano.
Algunos han interpretado esta expresión de opinión personal como la anunciación
de un programa que terminaría con la futura imposición de un rito hibrido que
llevaría a un compromiso dejando a todos infelices y que por consecuencia
aboliría el usus antiquior como se
conoce. Esta no es la interpretación que yo pretendía. Lo que si deseo, es
envalentonar a un pensamiento y estudio mucho más profundo de estas cuestiones
hechas con total paz y tranquilidad, en medio de un espíritu de oración y
discernimiento. Hay muchas mejoras que pueden hacerse a ambas formas del Rito
Romano que se celebran hoy en día, y ambas formas pueden contribuir a esto en
su correcta medida. Como algunos prefieran hablar de la “reforma de la reforma”,
como el enriquecimiento positivo o como una reconciliación litúrgica, la
realidad subyacente permanece y se debe dirigir con calma y con la debida
caridad. Ninguno, sin embargo, debe temer que algo pueda llegar a perderse,
porque como ha insistido el Papa Benedicto XVI en su carta acompañando al Summorum Pontificum: "Lo que para las generaciones anteriores era sagrado, también para nosotros permanece sagrado y grande y no puede ser de improviso totalmente prohibido o incluso perjudicial."
Déjenme
también ser muy claro en otra cuestión: hablando de enriquecimiento litúrgico, el
Prefecto de la Congregación para el culto divino y la Disciplina de los
Sacramentos, no está abogando o mucho menos autorizando a una aproximación á la carte de cualquier libro litúrgico
sea nuevo o antiguo. ¡Nada más alejado a eso! Debemos tener una gran paciencia
mientras la Iglesia considera que es lo mejor en estas cuestiones para un
futuro desarrollo, así como también debemos esperar para directivas formales.
Como ya he denotado, no somos libres de tomar decisiones o acciones por
nosotros mismos para cambiar o modificar de alguna manera los libros litúrgicos
provistos.
Me gustaría dirigir una palabra paterna a todos aquellos que están vinculados a la forma más antigua del Rito Romano. Se trata de esto: algunas personas, no muchas, os llaman "tradicionalistas". Hay veces en que también vosotros utilizáis esta expresión para referiros a vosotros mismos, llamándoos "católicos tradicionalistas", o, análogamente, ponéis un guión entre los dos términos. Por favor, no lo volváis a hacer. No estáis encerrados en una caja situada en un estante de una librería o en un museo de curiosidades. No sois tradicionalistas: sois católicos del Rito Romano como yo y como el Santo Padre. No sois de segunda clase o, de alguna manera, miembros particulares de la Iglesia Católica en razón de vuestro culto y vuestras prácticas espirituales, que han sido las de innumerables santos. Habéis sido llamados por Dios, como todos los bautizados, a ocupar vuestro lugar en la vida y la misión de la Iglesia en el mundo de hoy, no para permanecer recluidos -o, peor, retirados- en un gueto en el que reinan una actitud defensiva y de introspección que ahogan el testimonio y la misión cristiana hacia el mundo, a los que vosotros también habéis sido invitados.
Si diez años después de su promulgación, el Motu proprio Summorum Pontificum significa algo, es precisamente esto. Si aún no habéis abandonado las cadenas del "gueto tradicionalista", por favor, hacedlo hoy. Dios Omnipotente os llama a hacerlo. Nadie os robará el usus antiquior del Rito Romano, pero muchos se beneficiarán, en esta vida y en la futura, por vuestro fiel testimonio cristiano que tendrá mucho que ofrecer, considerando la profunda formación en la fe que os han dado los antiguos ritos y el ambiente espiritual y doctrinal a ellos vinculados. Como el Señor nos enseña en el discurso de las Bienaventuranzas: «Tampoco se enciende una lámpara para meterla debajo del celemín, sino para ponerla en el candelero y que alumbre a todos los de la casa.» (Mt 5:15). Ésta es, queridos amigos, vuestra verdadera vocación. Ésta es la misión a la que os ha llamado, y os llama, la Divina Providencia al suscitar, en el tiempo oportuno, el Motu proprio Summorum Pontificum.
CONCLUSIÓN
“Olvidarse de Dios es el
peligro más inminente de nuestra época” escribió el
Cardenal Ratzinger. Mis hermanos y hermanas, a medida que celebramos el décimo
aniversario del Summorum Pontificum y
damos gracias por la libertad y vida nueva que esto ha traído al culto del
Iglesia como así también a su misión en la década pasada, que no nos quepa la
duda de que ciertamente estamos viviendo en una época sin Dios.
“En contraposición a esto,
la Liturgia debe ser aplicada como un signo de la presencia de Dios”. Continuaba el cardenal. No puede haber margen de duda que la sacralidad
tangible del usus antiquior del Rito
Romano sirve a este propósito efectivamente, particularmente en los cantos y
celebraciones solemnes. Adicionalmente, su silencio tan disciplinado y sagrado
sirve para recordarnos que en cada celebración litúrgica “el primado de Dios
debe mantenerse en primer lugar”.
Hoy, al celebrar una fiesta tan bella como lo es la exaltación de la
Santa Cruz, y mañana al arrodillarnos silenciosamente a los pies de la Cruz con
Nuestra Señora de los Dolores, imploremos al Señor que subió a la Cruz en un
símbolo de amor sacrificial por nosotros y su Iglesia, podamos regocijarnos en
una profunda y autentica renovación en su culto sagrado , para que podamos ir
al encuentro al mundo con un vigor
renovado para anunciar la buena noticia: el pecado y la muerte han sido vencidos por
nuestro Señor Jesucristo, cuyo sacrificio en la cruz nos ha obtenido el perdón
por nuestros pecados como así también la esperanza en la vida eterna.
Agradezco a vosotros vuestra amable atención. Os bendigo a cada uno
de vosotros como así también a vuestros diferentes apostolados, y humildemente
os pido sus oraciones, como así también a vuestras comunidades por mí mismo y
mi ministerio.
Cardenal Robert Sarah
Prefecto de la Congregación
para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos
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