En el vigésimo aniversario de su publicación
Hoy, 25 de
marzo[1],
se cumplen veinte años que el Papa Juan Pablo II promulgó su Carta Encíclica Evangelium Vitae, sobre el valor y el
carácter inviolable de la vida humana.
Esta
Encíclica, junto con la Redemptoris
Missio (7 de diciembre de 1990), la Veritatis
Splendor (6 de agosto de 1993) y la Fides
et Ratio (14 de septiembre de 1998), constituyen el Magisterio central del
Papa polaco. Todos estos importantes documentos eclesiales tienen la
característica común de volver a enseñar las verdades que la Iglesia siempre ha
enseñado, frente a los errores contemporáneos[2].
Como dijo el Cardenal Ratzinger, «el imperativo "no matarás" es el
gran tema de la Evangelium vitae»[3],
que debe ser practicado sin ninguna excepción por todos. De este modo, reafirma
que hay objetos morales “semper et pro
semper” malos, como también lo enseña en la Encíclica Veritatis Splendor[4],
frente a los errores del proporcionalismo y del consecuencialismo.
«El Evangelio
de la vida está en el centro del mensaje de Jesús. Acogido con amor cada día
por la Iglesia, es anunciado con intrépida fidelidad a los hombres de todas las
épocas y culturas.» (n. 1)
La expresión
“Evangelio de la vida” no se encuentra como tal en la Sagrada Escritura. Sin
embargo, todos sabemos la centralidad del término “vida” en la Palabra de Dios.
Es desde uno de los nombres de Dios (Ps. 42, 3) y del Verbo Encarnado (Jn. 14,
6), hasta hacer referencia al núcleo central de la misión redentora: «Yo he venido para que tengan vida, y la
tengan en abundancia» (Jn. 10, 10). Esta vida que nos da gratuitamente el
Redentor es la natural, la sobrenatural (la gracia) y la beatífica (el Cielo).
«Así alcanza su culmen la verdad cristiana sobre la vida. Su dignidad no sólo
está ligada a sus orígenes, a su procedencia divina, sino también a su fin, a
su destino de comunión con Dios en su conocimiento y amor. A la luz de esta
verdad san Ireneo precisa y completa su exaltación del hombre: “el hombre que
vive” es “gloria de Dios”, pero “la vida del hombre consiste en la visión de
Dios.”» (n. 38)
En particular,
es en la grandeza y el valor de la vida humana donde se centra la Encíclica,
subrayando el carácter relativo de la vida terrena y su realidad sagrada. El fin
de la Encíclica es defender esta existencia de los ataques de los más endebles:
desde abortos, infanticidios y eutanasias, pasando por ataques contra la
integridad humana y condiciones infrahumanas de vida y de trabajo, como
«totalmente contrarios al honor del Creador.»[5]
Estos ataques
hoy se ven agudizados en nuestra época, con la complicidad de muchos miembros
de la Iglesia, justificándolos desde una filosofía hedonista y un concepto
egoísta de libertad, e impuesta por la fuerza a través de acuerdos económicos,
políticas públicas, presiones internacionales, presiones de los medios de
comunicación social, etc.
«Cada hombre
es “guarda de su hermano” porque Dios confía el hombre al hombre.» (n. 19).
Frente a la ausencia de solidaridad y la indiferencia de la mayoría, debemos
clamar, sobre todo en favor de los que no tienen voz. «Quien atenta contra la
vida del hombre, de alguna manera atenta contra Dios mismo» (n. 9), pues «la
sacralidad de la vida tiene su fundamento en Dios» (n. 39).
«De la
sacralidad de la vida deriva su carácter inviolable, inscrita desde el
principio en el corazón del hombre, en su conciencia» (n. 40), hasta el punto
de ocupar el centro del decálogo, prohibiendo primero con un precepto negativo
el homicidio (cf. Ex. 20, 13) y luego causar daño a cualquier persona (cf. Ex.
21, 12-17). «Los preceptos morales negativos… obligan siempre y en toda
circunstancia.» «Esta elección no puede justificarse por la bondad de ninguna
intención o consecuencia» (n. 75).
Ello llegará a
su plenitud en el Sermón de la Montaña, que tiene su cumbre en un mandato
positivo: “Todo lo que queráis que los
demás hagan por vosotros, hacedlo por ellos: en esto consiste la Ley y los
Profetas” (Mt. 7, 12). Todo queda, de este modo, asumido en la caridad. “La caridad no hace mal al prójimo. La
caridad es, por tanto, la plenitud de la Ley” (Rom. 13, 10). «La vida
encuentra su centro, su sentido y su plenitud cuando se entrega» (n. 51).
«El
mandamiento de Dios nunca está separado de su amor; es siempre don.» «El don se
hace mandamiento, y el mandamiento mismo es un don» (n. 52).
Por lo tanto,
«sólo Dios es Señor de la vida desde su comienzo hasta su término: nadie, en
ninguna circunstancia, puede atribuirse el derecho de matar de modo directo a
un ser humano inocente» (n. 53). Así lo afirma unánimemente la Tradición de la
Iglesia (n. 54). Y así también siempre lo enseñó explícitamente el Magisterio.
«Por tanto, con la autoridad conferida
por Cristo a Pedro y a sus Sucesores, en comunión con los Obispos de la Iglesia
Católica, confirmo que la eliminación directa y voluntaria de un ser humano
inocente es siempre y gravemente inmoral» (n. 57). «Nunca puede ser lícita
ni como fin, ni como medio para un fin bueno» (n. 57). Como explica el Cardenal
Ratzinger: «[En este texto,] el Papa no hace un acto formal de dogmatización,
sino un acto de confirmación, porque la evidencia de la Escritura y de la
Tradición es tal que sería absurdo dogmatizar una cosa que es un contenido
evidente de todo el mensaje cristiano y que responde también a la razón y a
todo humanismo»[6].
De este modo
el aborto, que es «la eliminación deliberada y directa como quiera que se
realice, de un ser humano en la fase inicial de su existencia, que va desde la
concepción al nacimiento» (n. 58), es siempre gravemente inmoral, como siempre
lo ha enseñado la Escritura y la Tradición de la Iglesia (n. 61) y el
Magisterio Ordinario de la Iglesia (n. 62). «Desde el momento en que el óvulo
es fecundado inaugura una nueva vida que no es la del padre ni la de la madre,
sino la de un nuevo ser humano», y, por lo tanto, «debe ser respetado y tratado
como persona desde el instante de su concepción» (n. 60). Esto impide el uso de
métodos para eliminar el ser humano, desde mecánicos a químicos; y la
manipulación de embriones como «material biológico» (n. 63).
Del mismo modo
la eutanasia, entendida como «una acción o una omisión que por su naturaleza y
en la intención causa la muerte, con el fin de eliminar cualquier dolor» (n.
65), es gravemente inmoral. Así lo define el Magisterio (n. 65), pues la
Iglesia siempre ha rechazado el suicidio, incluso bajo apariencia de presunta
piedad (n. 66). Debe distinguirse del llamado “encarnizamiento terapéutico” que
son «ciertas intervenciones médicas que ya no son adecuadas a la situación real
del enfermo, por ser desproporcionadas a los resultados que se podrían esperar
o bien por ser demasiado gravosos para él o su familia… sin interrumpir las
curas normales debidas al enfermo en casos similares» (n. 65). Por el
contrario, «el camino del amor y de la verdadera piedad» (n. 67), como los
“cuidados paliativos” (n. 65), son una prueba de verdadera solidaridad.
Se ha formado
una verdadera “cultura de la muerte”, una especie de «conjura contra la vida»,
«una guerra de los poderosos contra los más débiles» (n. 12). De este modo se
cae en un “relativismo absoluto”, donde «todo es pactable, todo es negociable».
«De este modo la democracia, a pesar de sus reglas, va por un camino de
totalitarismo fundamental» (n. 20), como si «la sociedad debería limitarse a
percibir y asumir las convicciones de la mayoría» (n. 69), o, a lo sumo, si «todo
político, en su actividad, debería distinguir netamente entre el ámbito de la
conciencia privada y el del comportamiento público» (n. 69). Con estas
palabras, el Papa condena la doctrina enseñada por Jacques Maritain.
De estos
errores fuimos advertidos en la Argentina por el p. Julio Meinvielle: «¿Quién
ocupa el primer lugar en esa ciudad democráticamente organizada, la Iglesia de
Jesucristo y ello por un derecho propio, divino e irrenunciable, o la misma
democracia, esto es los presuntos e intangibles derechos propios?... La
democracia “moderna” comporta en sus entrañas la exclusión de la soberanía
pública de Jesucristo y de su Iglesia; y si a alguno acuerda preeminencia en la
vida misma, en el derecho público, es a la sacrosanta voluntad de la mayoría
manifestada en el sufragio universal.»[7]
Por eso el p. Leonardo Castellani la llamaba jocosamente “democacaracia”[8]
o “pseudemogresca liberal”[9].
Así, entonces, la susodicha democracia se transforma en «Estado tirano» (n.
20).
Hay un
verdadero «eclipse del sentido de Dios y del hombre» (n. 21) que «conduce
inevitablemente al materialismo práctico, en el que proliferan el
individualismo, el utilitarismo y el hedonismo» (n. 23). Como consecuencia se
reduce el cuerpo a mera materialidad, «la sexualidad se despersonaliza e
instrumenta», «la procreación se convierte entonces en el “enemigo” a evitar»
(n. 23), la conciencia moral queda sometida «a un peligro gravísimo y mortal,
el de la confusión entre el bien y el mal» (n. 24). Así se reduce la vida a «un
bien sólo relativo: según una lógica proporcionalista o de puro cálculo» (n.
68).
Por otra parte
se observa también que, frente a esta “cultura de la muerte”, hay una
militancia en favor de la “cultura de la vida”: los esposos que acogen
generosamente a sus hijos como don, las familias que reciben niños abandonados;
centros de ayuda a la vida; grupos de voluntarios que brindan hospitalidad (n.
26); hijos de la Iglesia en la primera línea de la caridad; etc. (n. 27). «La
vida encuentra su centro, su sentido y su plenitud cuando se entrega» (n. 51).
«La
introducción de legislaciones injustas pone con frecuencia a los hombres
moralmente rectos ante difíciles problemas de conciencia en materia de
colaboración.» «Desde el punto de vista moral, nunca es lícito cooperar
formalmente en el mal» (n. 74). «Leyes de este tipo no sólo no crean ninguna
obligación de conciencia, sino que, por el contrario, establecen una grave y
precisa obligación de oponerse a ellos mediante la objeción de conciencia» (n.
73; cf. n. 89).
Es por ello
que ahora «estamos ante un enorme y dramático choque entre el bien y el mal, la
muerte y la vida, la “cultura de la muerte” y la “cultura de la vida”… Todos
nos vemos implicados a participar» (n. 28; cf. n. 50). «El hombre, acogiendo el
don de Dios, debe comprometerse a mantener la vida en esta verdad, que le es
esencial» (n. 48). «Es urgente una movilización general de las conciencias y un
común esfuerzo ético, para poner en práctica una gran estrategia en favor de la
vida. Todos juntos debemos construir una nueva cultura de la vida» (n. 95),
formando la conciencia moral (n. 96), desde «la auténtica educación de la
sexualidad y del amor» en los jóvenes a «la formación de los esposos para la
procreación responsable» (n. 97), hasta resaltar el valor salvífico del
sufrimiento y la muerte. Implica «la justa escala de valores: la primacía del
ser sobre el tener, de la persona sobre las cosas», pasando «de la indiferencia
al interés por el otro y del rechazo a la acogida» (n. 98).
«Escoge la vida, para que vivas, tú y tu
descendencia» (Deut. 30, 19). La «oscuridad [de la “cultura de la muerte”]
no eclipsa el resplandor de la Cruz; al contrario, resalta aún más nítida y
luminosa y se manifiesta como centro, sentido y fin de toda la historia y de
cada vida humana» (n. 50). «El Dragón quiere devorar al niño recién nacido (cf.
Ap. 12, 4), figura de Cristo, al que María engendra en la “plenitud de los
tiempos” (Gal. 4, 4) y que la Iglesia debe presentar continuamente a los
hombres de las diversas épocas de la historia. Pero en cierto modo es también
figura de cada hombre, de cada niño, especialmente de cada criatura amenazada».
«El rechazo de la vida del hombre, en sus diversas formas, es realmente rechazo
de Cristo» (n. 104).
La sangre de
Cristo «es el fundamento de la absoluta certeza de que según el designio divino
la vida vencerá. “No habrá más muerte”
(Ap. 21, 4)» (n. 25). «María es la palabra viva de consuelo para la Iglesia en
su lucha contra la muerte. Mostrándonos a su Hijo, nos asegura que las fuerzas
de la muerte han sido ya derrotadas en Él: “Lucharon vida y muerte en singular
batalla, y muerto el que es la Vida, triunfante se levanta”. El Cordero
inmolado vive con las señales de la pasión en el esplendor de la resurrección.
Sólo Él domina todos los acontecimientos de la historia: desata sus “sellos”
(cf. Ap. 5, 1-10) y afirma, en el tiempo y más allá del tiempo, el poder de la
vida sobre la muerte» (n. 105).
[2] Todas
las citas de la Evangelium Vitae están
incluidas en el texto. El resto aparecen a pie de página.
[3] Cardenal
Joseph Ratzinger, Las Catorce Encíclicas
de Juan Pablo II, Roma, 8 al 10 de mayo de 2003.
[4] Juan
Pablo II, Veritatis Splendor, n. 72,
80, etc.
[5] Concilio
Vaticano II, Gaudium et Spes, n. 27.
[6] Evangelium
vitae è pronunciamento "infallibile" anche se non c´è scritto,
"Adista" 5364 -1995-3.
[7] P. Julio
Meinvielle, De Lamennais a Maritain,
Ed. Theoría, Buenos Aires, 1967, p. 260. 261.
[8] P.
Leonardo Castellani, Lugones en Biblioteca del pensamiento nacionalista
argentino, t. VIII, Ed. Dictio, Buenos Aires, 1976, p. 94. 95.
[9] P.
Leonardo Castellani, Esencia del
Liberalismo en Biblioteca del
pensamiento nacionalista argentino, t. VIII, Ed. Dictio, Buenos Aires,
1976, p. 155.
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