Traduzco la
conferencia dada por el Card. Robert Sarah, que aparece aquí,
con ocasión de cumplirse el décimo aniversario del famoso documento del Papa
Benedicto XVI. El Cardenal describe la importancia de la liturgia en la vida de
la Iglesia, su situación actual, y las soluciones posibles. Interpreta de este
modo cuál ha de ser la verdadera reforma: no que el sacerdote se transforme en
un showman, sino un volver
continuamente a las fuentes. El Prelado africano hace esta hermenéutica en base
al pensamiento del Papa alemán, expresado ante todo en sus obras litúrgicas,
las cuales, junto con sus exégesis bíblicas y patrísticas, son el fruto más
excelente de su legado a la Iglesia.
Para una reconciliación litúrgica
Por el Cardenal Robert Sarah
Nosotros celebramos el 7 de julio el décimo
aniversario del Motu Proprio Summorum
Pontificum de Benedicto XVI. Estamos felices y muy honrados de proponerles,
para abrir este dossier, una reflexión apasionante del Cardenal Robert Sarah,
Prefecto de la Congregación para el Culto Divino, que nos invita a colocar
plenamente en obra este Motu Proprio.
«La liturgia de
la Iglesia ha sido para mí la actividad central de mi vida […] ella ha devenido
el centro de mi trabajo teológico»[1],
afirma Benedicto XVI. Sin embargo, ha enseñado sólo un poco sobre ella durante
su pontificado. Ciertamente, sus homilías permanecerán como documentos
insuperables por generaciones. Pero es necesario también subrayar la
importancia mayor del Motu Proprio Summorum
Pontificum. Lejos de apuntar solamente la cuestión jurídica del estatuto
del antiguo misal romano, el Motu Proprio coloca la cuestión de la esencia
misma de la liturgia y de su lugar en la Iglesia. La enseñanza contenida en
este documento no apunta entonces solamente a reglamentar la coexistencia
armoniosa de dos formas de la Misa romana. ¡No! Lo que está en causa, es el lugar
de Dios, el primado de Dios. Como lo subraya el «Papa de la liturgia»: «La
verdadera renovación de la liturgia es la condición fundamental para la
renovación de la Iglesia»[2].
El Motu Proprio es un documento magisterial capital sobre el sentido profundo
de la liturgia, y por consecuencia, de toda la vida de la Iglesia. Diez años
después de su publicación, importa hacer un balance: ¿Hemos puesto por obra esa
enseñanza? ¿La hemos comprendido en profundidad?
La liturgia se
ha vuelto un campo de batalla, el lugar de los enfrentamientos entre los
defensores del misal preconciliar y aquellos del Misal nacido de la reforma de
1969. El Sacramento del amor y de la unidad, el sacramento que permite a Dios
devenir nuestro sustento y nuestra vida, y de divinizarnos quedándose Él en
nosotros y nosotros en Él, se ha vuelto en una ocasión de odio y de
menosprecio. El Motu Proprio ha puesto definitivamente fin a esta situación. En
efecto, Benedicto XVI afirma con su autoridad magisterial que «no es
conveniente de hablar de dos versiones del Misal Romano como si se tratase de
“dos Ritos”. Se trata ante todo de un doble uso del único y mismo Rito.»[3]
De este modo,
él reorganiza de dos en dos todos los combatientes de la guerra litúrgica. Las
expresiones del Papa son fuertes, ellas revelan claramente una intención de
enseñar de manera definitiva: los dos misales son dos expresiones de la misma lex orandi. «Estas dos expresiones de la
lex orandi de la Iglesia no inducen
alguna división de la lex credendi de
la Iglesia; son, en efecto, dos puestas en obra del único rito romano»[4].
Estoy
íntimamente persuadido que no se ha terminado de descubrir todas las
implicancias prácticas de esta enseñanza. Yo quiero aquí deducir algunas
consecuencias.
Desde luego, la
Iglesia no se contradice: no hay una Iglesia preconciliar frente a otra Iglesia
posconciliar. No hay más que una única Iglesia, sacramento y presencia continua
de Cristo sobre la tierra. Es tiempo que los cristianos contemplen esta
presencia de Cristo con la mirada de la fe y, por consiguiente, expulsen las
visiones mundanas, ideológicas, sociológicas o mediáticas. La Iglesia es una,
santa, católica y apostólica, en el espacio y en el tiempo, según nuestro
Credo. Toda reforma en la Iglesia es un retorno a las fuentes, jamás la victoria
de un clan sobre otro.
También,
aquellos que pretenden que el uso de la forma extraordinaria del rito romano
vuelva a poner en cause la autoridad del Concilio Vaticano II se engañan
gravemente. Como lo afirma Benedicto XVI con autoridad, «este temor no es
fundado»[5].
¿Cómo suponer que el Concilio haya querido contradecir eso que se hacía antes?
Tal hermenéutica de ruptura es contraria al espíritu católico. El Concilio no
ha querido romper con las formas litúrgicas heredadas de la tradición, sino al
contrario profundizarlas. La Constitución Sacrosantum
Concilium estipula: «Las nuevas formas deben partir desde las formas
antiguas por un desarrollo de alguna manera orgánico» (SC 23). Sería entonces
erróneo considerar que las dos formas litúrgicas realzan dos teologías
opuestas. ¡La Iglesia no tiene más que una sola verdad para enseñar y para
celebrar: Jesucristo, y Jesús crucificado! Esto es lo que afirma San Pablo a
los Corintios: « Hermanos, esto no es con el prestigio de la palabra y de la
sabiduría que yo os he venido a anunciar el misterio de Dios. Porque he
decidido no saber nada entre vosotros, sino a Jesucristo y Jesucristo
crucificado.» (1 Cor. 2, 1-2).
LA RIQUEZA MUTUA
Esta verdad
tiene consecuencias en cuanto a la teología y a la práctica de la liturgia.
Puesto que hay continuidad profunda y unidad entre las dos formas del rito
romano, entonces necesariamente las dos formas deben aclararse y enriquecerse
mutuamente. Benedicto XVI coloca un principio profundo y fecundo: «No hay
ninguna contradicción entre una y otra edición del Misal Romano. La historia de
la liturgia está hecha de crecimiento y de progreso, jamás de ruptura»[6].
Él bosqueja allí apenas las consecuencias: «Las dos formas en uso del Rito
Romano pueden enriquecerse recíprocamente». Da algunas pistas: «En el antiguo
Misal podrían estar y deberían ser insertados nuevos santos[7]
y algunos nuevos prefacios… en la celebración de la Misa según el Misal de
Pablo VI podría estar manifestado de manera más fuerte aquellos elementos que
todavía no lo han sido hasta el presente, esa sacralidad que atrae a numerosas
personas hacia el antiguo rito»[8].
Es prioritario
que con la ayuda del Espíritu Santo, nosotros examinemos, en la oración y en el
estudio, cómo retornar a un rito común reformado siempre con esta finalidad de
una reconciliación en el interior de la Iglesia porque, por el momento, hay
todavía violencia, menosprecio y oposiciones dolorosas que demuelen la Iglesia
y nosotros nos alejamos de esta unidad por la cual Jesús ha rezado y ha muerto
sobre la Cruz.
Él nos
recuerda, diez años después de este acto profético, de poner por obra esta
riqueza mutua que el Papa Benedicto llamaba una «reconciliación interna de la
Iglesia»[9].
El coraje pastoral del Papa Francisco nos invita aquí a ser muy concretos. ¡Sigámoslo!
A AQUELLOS QUE PRACTICAN LA FORMA
EXTRAORDINARIA
Yo quisiera
dirigirme desde luego a todos aquellos que practican la forma extraordinaria
del rito romano. Queridos amigos, la celebración de una forma litúrgica no debe
devenir una postura estética, burguesa, una forma de arqueologismo cultural. El
Papa Francisco, hace apenas poco, nos ha puesto en guardia contra una actitud
de rigidez defensiva. «La liturgia consiste en entrar verdaderamente en el
misterio de Dios, en dejarse llevar al misterio y estar en el misterio», dijo
él. La forma extraordinaria lo permite excelentemente, ¡no la transformen en
ocasión de división! El uso de la forma extraordinaria es parte integral del
patrimonio vivo de la Iglesia católica, ella no es un objeto de museo, testimonio
de un pasado glorioso pero ya pasado. ¡Tiene vocación a ser fecundada por los
cristianos de hoy! También sería hermoso que aquellos que utilizan el misal
antiguo observen los criterios esenciales de la Constitución sobre la liturgia
sagrada del Concilio. Es indispensable que estas celebraciones integren una
justa concepción de la participatio
actuosa de los fieles presentes (SC 30).
La proclamación
de las lecturas debe poder ser comprendida por el pueblo (SC 36). Por lo mismo,
los fieles deben poder responder al celebrante y no contentarse con ser
espectadores extranjeros y mudos (SC 48). En fin, el Concilio llama a una noble
simplicidad del ceremonial, sin repeticiones inútiles (SC 50).
Él delega a la
Comisión Pontificia Ecclesia Dei de
proceder en esta materia con prudencia y de manera orgánica. Se puede desear,
allí donde sea posible, si hay comunidades que lo pidan, una armonización de
los calendarios litúrgicos. Se debe estudiar las vías hacia una convergencia de
los leccionarios.
En todos los
casos, la forma extraordinaria del rito romano no puede ser llamada el «rito
preconciliar». Ella es ya una forma de la liturgia romana que debe ser
aclarada, vivificada y guiada por la enseñanza del Vaticano II. ¡Con humor se
puede afirmar que Benedicto XVI ha hecho de la forma extraordinaria una
liturgia postconciliar!
Es necesario estimular
fuertemente la posibilidad de celebrar según el antiguo Misal Romano como signo
de identidad permanente de la Iglesia. Porque esto que era hasta 1969 la
liturgia de la Iglesia, la cosa más sagrada para todos nosotros, no puede haber
devenido, después de 1969, la cosa más inaceptable. Es absolutamente
indispensable reconocer que eso que era fundamental en 1969, permanece también
así en 2017 y después: es una misma sacralidad, una misma liturgia.
LA MISMA LEX ORANDI
Las dos formas
litúrgicas manifiestan la misma lex
orandi. ¿Cuál es esta ley fundamental de la liturgia? Permítanme citar
todavía al Papa Benedicto: «La mala interpretación de la reforma litúrgica que
se ha difundido largamente en el seno de la Iglesia Católica ha conducido cada
vez más a colocar en el primer lugar el aspecto de la instrucción, y aquel de
nuestra propia actividad y creatividad. El “hacer” del hombre casi ha provocado
el olvido de la presencia de Dios. […] La existencia de la Iglesia saca su vida
de la celebración correcta de la liturgia. La Iglesia está en peligro cuando la
primacía de Dios no aparece más en la liturgia, y por consiguiente, en la vida.
La causa más profunda de la crisis que ha arruinado a la Iglesia se encuentra
en el oscurecimiento de la prioridad de Dios en la liturgia»[10].
El Cardenal Joseph Ratzinger nos vuelve a decir que el «“misterio pascual”, de
otro modo dicho el núcleo más íntimo del evento redentor de toda la humanidad,
constituye el núcleo de “la obra de Jesús”; esto es el “misterio pascual”, y no
la obra del hombre, que está verdaderamente contenida en la liturgia. En ella,
por la fe y la oración de la Iglesia, “la obra de Jesús” reúne continuamente al
hombre para penetrarlo y restituirlo a su filiación divina»[11].
He aquí
entonces eso que la forma ordinaria debe volver a aprender con prioridad: la
primacía de Dios. Ella puede, ella debe dejarse aclarar por la forma
extraordinaria. ¡«La liturgia está principalmente y tiende todo el culto de la
Divina Majestad», nos enseña el Concilio! Ella nos pone en presencia del
misterio de la trascendencia divina. Ella no tiene un valor pedagógico más que
en la medida donde ella está toda entera ordenada a la glorificación de Dios y
al culto divino. «Cristo no ha abolido lo sagrado sino que él lo ha llevado a
su cumplimiento, inaugurando un culto nuevo, que ciertamente es plenamente
espiritual, pero que sin embargo, en tanto que nosotros estamos en camino en el
tiempo, se engarza todavía de signos y de ritos»[12].
Permítanme expresar humildemente mi temor: la liturgia de la forma ordinaria
nos podría hacer correr el riesgo de extraviarnos de Dios por el hecho de la
presencia masiva y central del sacerdote. Él está constantemente delante de su
micro, y tiene sin cesar la mirada y la atención tornada hacia el pueblo. Es
como un filtro de luz opaco entre Dios y el hombre. Cuando nosotros celebramos
la Misa, ponemos siempre sobre el altar una gran cruz, una cruz que se vea
bien, como punto de referencia para todos, para el sacerdote y para los fieles.
De este modo, nosotros tenemos nuestro Oriente porque finalmente el Crucificado
es el Oriente cristiano, dice Benedicto XVI.
DE LA IMPORTANCIA DE LOS GESTOS
Estoy
persuadido que la liturgia puede enriquecerse con actitudes sagradas que
caracterizan a la forma extraordinaria, todos estos gestos que manifiesten
nuestra adoración de la Santa Eucaristía: mirar los dedos juntos después de la
consagración, hacer la genuflexión antes de la elevación, o después del Per ipsum, comulgar de rodillas, recibir
la comunión sobre los propios labios dejándose alimentar como un niño, como
Dios mismo lo pide: «Yo soy el Señor tu Dios, abre bien tu boca, y yo te
saciaré» (Ps. 81, 11).
No hay allí
nada de infantilismo o vuelta hacia una mentalidad supersticiosa. El Pueblo de
Dios, guiado por su intuición de la fe, sabe que, sin una humildad radical
hecha de gestos de adoración y de ritos sacros, no tiene amistad posible con
Dios. Los fieles, aún los más simples, saben que estos gestos sagrados son uno
de sus tesoros más preciados.
El uso del
latín en ciertas partes de la Misa puede también ayudar a reencontrar la
esencia profunda de la liturgia. Realidad fundamentalmente mística y
contemplativa, la liturgia está fuera de ser alcanzada por nuestra acción
humana. Por lo tanto, ella supone de nuestra parte una apertura al misterio
celebrado. Así la Constitución conciliar sobre la liturgia recomienda a la vez
la plena inteligencia de los ritos (SC 34) y prescribe «que los fieles puedan
decir o cantar juntos en lengua latina las partes del ordinario que aparecen»
(SC 36 y 54). En efecto, la inteligencia de los ritos no es la obra de la razón
humana dejada a ella misma, que debería tomarse toda, toda comprendida, toda
dominada. Pero, ¿se tiene el coraje de seguir al concilio hasta aquí? Exhorto a
los jóvenes sacerdotes a abandonar con osadía las ideologías de los fabricantes
de liturgias horizontales y a volver a las directivas de Sacrosantum Concilium.
Que vuestras celebraciones litúrgicas lleven los hombres a reencontrar a Dios
cara a cara y a adorarlo, y que este reencuentro los transforme y los divinice.
«Cuando el
rostro sobre Dios no está determinado, todo el resto pierde su orientación»[13],
nos dice Benedicto XVI. La reciprocidad es verdadera: cuando se pierde la
orientación del corazón y del cuerpo hacia Dios, se cesa de determinarse con
respecto a Él, literalmente, se pierde el sentido de la liturgia. Orientarse
hacia Dios es ante todo un hecho interior, una conversión de nuestra alma hacia
el único Dios. La liturgia debe operar en nosotros esta conversión hacia el
Señor que es el Camino, la Verdad, la Vida. Para ello, ella utiliza signos, medios
simples. La celebración ad orientem
en parte lo hace. Ella es uno de los tesoros del pueblo cristiano que nos
permite conservar el espíritu de la liturgia. La celebración orientada no debe
devenir la expresión de una actitud partisana y polémica. Debe quedarse, al
contrario, como la expresión de un movimiento más íntimo y más esencial de toda
liturgia: nosotros nos tornamos hacia el Señor que viene.
LA IMPORTANCIA DEL SILENCIO
He tenido la
ocasión de subrayar también la importancia del silencio litúrgico. En el
Espíritu de la liturgia, el Cardenal Ratzinger escribía: «Cualquiera ha hecho
la experiencia de una comunidad unida en la plegaria silenciosa del Canon sabe
que representa un silencio verdadero. Allí, el silencio es a la vez un grito
creyente, penetrante, lanzado hacia Dios, y una comunión de oración llenada del
Espíritu.» En su tiempo, había afirmado con fuerza que la recitación en voz
alta de la integralidad de la Oración eucarística no era el único modo para
obtener la participación de todos. Nosotros debemos trabajar por una solución
equilibrada y abrir espacios de silencios en este dominio.
¡Apelo con
todo mi corazón a poner por obra la reconciliación litúrgica enseñada por el
Papa Benedicto, en el espíritu pastoral del Papa Francisco! Jamás la liturgia
debe devenir la bandera de un partido. Para algunos, la expresión «reforma de
la reforma» ha venido a ser sinónimo de dominación de un clan sobre otro, esta
expresión corre el riesgo entonces de devenir inoportuna. Prefiero entonces
hablar de reconciliación litúrgica. ¡En la Iglesia, el cristiano no tiene
adversario! Como escribía el Cardenal Ratzinger, «nosotros debemos reencontrar
el sentido de lo sagrado, el coraje de distinguir entre lo que es cristiano y
lo que no lo es; no para erigir sus barreras, sino para transformar, para ser
verdaderamente dinámicos»[14].
Más todavía que una «reforma de la reforma», ¡él habla de la reforma de los
corazones! Se realiza con una reconciliación de las dos formas de un mismo
rito, con un enriquecimiento mutuo. ¡La liturgia debe siempre reconciliarse con
ella misma, con su ser profundo!
Esclarecidos
por la enseñanza del Motu Proprio de Benedicto XVI, confortados por la audacia
del Papa Francisco, es tiempo de ir hasta el extremo de este proceso de
reconciliación de la liturgia con ella misma. Este signo magnífico sería si
nosotros pudiéramos, en una próxima edición del Misal romano reformado,
insertar en anexo las oraciones al pie del altar de la forma extraordinaria,
pudiendo ser en una versión simplificada y adaptada, y las oraciones del
ofertorio que contienen una tan bella epíclesis que vienen a completar el Canon
romano. ¡Sería, al fin, manifiesto que las dos formas litúrgicas se esclarecen
mutuamente, en continuidad y sin oposición! Entonces, ¡nosotros podríamos
devolver al Pueblo de Dios, un bien que es tan profundamente atacado!
Hace algunos
días, para Pentecostés, el Papa Francisco nos ha exhortado: «Conviene evitar
dos tentaciones recurrentes. La primera, aquella de buscar la diversidad sin la
unidad. Aquella llega cuando se quiere distinguir, cuando se crean coaliciones
y partidos, cuando se mantiene firmes sobre posiciones que excluyen, cuando se
enferma sobre particularismos, juzgando que se es mejor y que siempre se tiene
la razón. […] La tentación opuesta consiste en buscar la unidad sin la diversidad.
La unidad deviene así uniformidad, obligación de hacer todo junto y todo
semejante, de pensar todos siempre de la misma manera. De esta manera, la
unidad termina por ser homologación y no hay más libertad. O, como dice San
Pablo, allí donde el Espíritu del Señor está presente, allí está la libertad.»
[1]
Benedicto XVI, Prefacio a la versión alemana de sus Obras Completas sobre la
liturgia, 29 de junio de 2008.
[2]
Benedicto XVI, Prefacio a la versión rusa de sus Obras Completas sobre la
liturgia, 11 de julio de 2015.
[3] Carta a
los Obispos, acompañando el Motu Proprio del 7 de julio de 2007.
[4] Motu Proprio Summorum Pontificum,
art. 1.
[5] Carta a
los Obispos, acompañando el Motu Proprio del 7 de julio de 2007.
[6] Ibid.
[7] Por
ejemplo, Maximiliano Kolbe, Edith Stein (Sor Teresa Benedicta de la Cruz), los
mártires de España, aquellos de Ucrania, Josefina Bakhita, Clementina Anuarite,
etc.
[8] Ibid.
[9] Ibid.
[10]
Benedicto XVI, Prefacio a la versión rusa de sus Obras Completas sobre la
liturgia, 11 de julio de 2015.
[11] Cf.
Alrededor de la cuestión litúrgica con el Cardenal Ratzinger, Abadía Notre-Dame de Fontgombault, julio 2001.
[12]
Benedicto XVI, Homilía para la Fiesta de Corpus Christi, junio de 2012.
[13]
Benedicto XVI, Prefacio a la versión alemana de sus Obras Completas sobre la
liturgia, 29 de junio de 2008.
[14] J.
Ratzinger, Servidor de vuestra alegría, Milán, 2002, 127.
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