Recientemente,
nos hemos enterado que el Papa Francisco ha nombrado un Obispo
Coadjutor, con derecho a sucesión, en la diócesis italiana de Albenga –
Imperia, cuyo Obispo Diocesano es Mons. Mario Oliveri[1].
Frente al
revuelo que suscitó el nombramiento, el Obispo, en señal de obediencia a la
Santa Sede, escribió un comunicado,
pidiendo la aceptación del mismo.
La diócesis es
conocida mundialmente por promover
la liturgia tradicional, ya sea tanto de parte del Obispo, como de parte de
los sacerdotes.
Sin embargo,
se han demostrado graves
acusaciones de faltas contra el sexto mandamiento de la Ley de Dios entre
algunos miembros del clero. En esto no demostraron seguir las normas
tradicionales de la Iglesia…
Muy bien en
este caso el Santo Padre, al intervenir con su autoridad, para poner en orden
la Casa de Dios.
Pero este caso
tiene que suscitar un continuo examen de conciencia para todos los que amamos
la Liturgia tradicional de la Iglesia.
Y nada mejor
que analizar estos hechos de mano del padre Leonardo Castellani. Este gran
sacerdote argentino nos recuerda que el pecado que más fustiga Nuestro Señor en
el Evangelio es el del fariseísmo. «Toda la biografía de Jesús de Nazareth como
hombre se puede resumir en esta fórmula: “Fue
el Mesías y luchó contra los Fariseos”
– o quizá más brevemente todavía: “Luchó
contra los Fariseos”.»[2]
Comentando la
parábola del fariseo y del publicano (Lc. 18, 9-14), nos dice: «Sin el
fariseísmo, Cristo no hubiera muerto en la cruz; y la Humanidad no sería esta Humanidad; ni la Religión, esta religión. El fariseísmo es el
gusano de la religión; y parece ser un gusano ineludible, pues no hay en este
mundo fruta que no tenga su gusano, ni institución sin su corrupción
específica. Todo lo que es mortal muere; y antes de morir, decae. El fariseísmo
es el “decay” de la religión, Míster George Box… perdone usted, profesor de
religión.
Es la soberbia
religiosa: es la corrupción más grande de la verdad más grande: la verdad de
que los valores religiosos son los más grandes. Eso es verdad; pero en el
momento en que nos los adjudicamos, los perdemos; en el momento en que hacemos
nuestro lo que es de Dios, deja de ser de nadie, si es que no deviene propiedad
del diablo. El gesto religioso, cuando toma conciencia de sí mismo, se vuelve
mueca. No quiere decir que uno debe ignorar que es un gesto religioso; quiere
decir que su objeto debe ser Dios y no yo mismo. El publicano decía: “Oh Dios, apiádate de mí, pecador”. El
fariseo pensaba: “Estoy rezando: conviene que rece bien porque yo soy yo; y hay
que dar buen ejemplo a toda esta canalla.” “No
oréis a gritos, como los fariseos, ni digáis a Dios muchas cosas, como los
paganos; vosotros cerrad la puerta y orad en lo escondido; y vuestro Padre, que
está en lo escondido, os escuchará”.
Decía don
Benjamín Benavídez que el fariseísmo, tal como está descrito en los Evangelios,
tiene como siete grados: 1º, la religión se vuelve exterior y ostentatoria; 2º,
la religión se vuelve rutina y oficio; 3º la religión se vuelve negocio o
“granjería”; 4º, la religión se vuelve poder o influencia, modo de dominar al
prójimo; 5º, aversión a los que son auténticamente religiosos; 6º, persecución
a los que son religiosos de veras; 7º sacrilegio y homicidio. Esto me fue
dicho, ahora recuerdo, en San Juan, la noche de Navidad de 1940, tres o cuatro
años antes del Terremoto, cuando yo sabía teóricamente que existía el
fariseísmo, pero todavía no me había topado con él en cuerpo y alma… De modo
que en suma, el fariseísmo abarca desde la simple “exterioridad” (añadir a los 613 preceptos de la Ley de Moisés como
6.000 preceptos más y olvidarse de lo interior, de la misericordia y la
justicia) hasta la “crueldad” (es
necesario que Éste muera, porque está haciendo muchos prodigios y la gente lo
sigue; y que muera del modo más ignominioso y atroz, condenado por la justicia
romana) pasando por todos los escalones del fanatismo y la hipocresía. Este es
el pecado contra el Espíritu Santo, el cual de suyo no tiene remedio. Aquel que
no vea la extrema maldad del fariseísmo (que realmente es fácil de ver) que
considere solamente esto: “la religión suprimiendo la misericordia y la
justicia”. ¿Puede darse algo más monstruo?»[3]
«Como de
hombres observantes, celosos y dedicados al estudio de la Ley pudo salir este
horror, es cosa difícil de precisar pero no imposible de concebir. Primero
apareció la “casuística”. Todo código completo postula una casuística, que es
el ejercicio de aplicar los preceptos generales a los casos particulares. Nada
malo hay en eso, al contrario. Pero la casuística degenera fácilmente por
exceso y por perversión: se hace demasiado frondosa, se corta de la ley y de su
espíritu, se vacía por dentro, y entonces fácilmente entra dentro de sí el
demonio, que es “el espíritu de las cosas vacantes”, y le gusta, como a las
chinches, los baúles vacíos. En las “cisternas agrietadas que dejan salir el
agua”, como llamó Jeremías a los fariseos de su tiempo, se refugian toda clase
de bichos. La casuística farisea, el Talmud, el comentario de la ley, la
tradición de los doctores no dejaba de contener alguna fruta entre la
hojarasca, como que está hecho coleccionando los “dichos” de los profetas y
doctores; pero la hojarasca había crecido en inmenso y se había podrido:
“mandato de hombres”. […] Siendo así que los más capaces de estas “observancias”
prolijas y sutiles son los caracteres pueriles o neuróticos, si se llega a la
desgracia de reponer la santidad en
la “observancia regular”, como no deja de suceder, ayúdeme a pensar lo que pasa
en una comunidad religiosa. Cualquier cosa puede pasar. […]
En esta
vaciedad de la casuística farisea entró primero el engreimiento religioso,
después el ideal del mesianismo político, y después la soberbia, madre de la
mentira y de la crueldad. […]
El
engreimiento religioso trajo el mesianismo político, podemos colegir. Los
fariseos necesitaban ser vengados de sus quemantes humillaciones, de sus
revolcones y derrotas. La religión era humillada en ellos y el Mesías debía
vindicar la religión. Y si el Mesías había de ser político, naturalmente había
que preparar su venida haciendo política. Cien años antes de Cristo los
fariseos sostuvieron contra el rey Alejandro Janneo una guerra de seis años que
costó 50.000 víctimas; durante el reinado siguiente, de la reina Salomé, fueron
los verdaderos gobernantes pues la Reina se sometió a su arbitrio, cuenta
Josefo. Los saduceos fueron dominados sin piedad. Se refugiaron en las grandes
familias sacerdotales y en la adulación de los poderosos. Los fariseos tenían
de su parte el pueblo, sobre todo las mujeres devotas, que formaban una tribu
numerosa, entremetida y temible.
Cuando la
política entra dentro de la religión se produce una corrupción extraña. En
estas condiciones el poder se vuelve temible, porque puede obligar en
conciencia. Con una abjuración religiosa obligó Caifás a Cristo a proferir la
“blasfemia” que le costó la vida, a saber: que Él era “el Hijo del Hombre” de
Daniel. La corrupción llega al máximo cuando lo religioso se ha reducido a mero
instrumento y pretexto de lo político. “Amáis los primeros puestos en la
Sinagoga… buscáis el vano honor que dan los hombres” – les imprecaba Cristo. La
crueldad, cuya condición y primer grado es la dureza de corazón, es infalible
en consecuencia de la soberbia religiosa. Ya es bastante cruel “devorar las
casas de las viudas y los huérfanos con pretexto de largas oraciones”; pero la
crueldad de los fariseos que hizo su ostentación en la pasión de Cristo, se
ejercitaba habitualmente en desterrar y matar a sus enemigos, casi siempre por
medio de intrigas solapadas. […]
La política
farisea se manifiesta enseguida. Al principio del segundo año de predicación,
en el primer viaje a Jerusalén (cuentan acordes Mateo, Marcos y Lucas)
“entraron en tratos los fariseos con los herodianos y empezar a conferir como
harían para perderlo”. El eliminarlo
estaba ya decidido, la cuestión era el cómo. ¿No eran enemigos los fariseos con
los herodianos? Sí lo eran, pero eran enemigos “políticos”, désos que se ponen
de acuerdo cuando surge un adversario no político, désos que perturban el
funcionamiento de los partidos, o “el libre juego de las instituciones
democráticas”; como se dice ahora. El acuerdo tuvo éxito: eliminarlo de algún
modo que no los dejara mal y no conmoviera al pueblo; y los encargados de
hallarlo fueron los más religiosos, naturalmente: los fariseos.
Y ahí andaban
ellos, haciendo fiesta y grandes discursos, prodigándose adulaciones y
zalamerías unos a otros, excitando a todos a la defensa de la religión contra
la impiedad saducea, es decir, a la defensa de ellos: retrancados, duros, implacables,
cerrados de mollera, hostiles a la vida y a la belleza; metidos en todo,
orgullosos, rencorosos, ilusos, astutos, tortuosos, solemnes, aparateros,
floripóndicos, atrevidos, presuntuosos, caraduras, olvidados de Dios y temidos
de los hombres como el Evangelio nos los muestra. […] No se pudre el agua si no
es estancada; los gusanos sólo prosperan en la carne muerta.»[4]
«Dondequiera
hay un exceso de “reglamentismo”, una proliferación de mandatos, reglas,
costumbres, glosas, formalidades y trámites, no solamente hay peligro de
olvidar el espíritu y el fin de la ley, sino señal clara de que ese espíritu ha
claudicado. Y entonces son posibles y fáciles tres cosas: el necio aparecer
perito, el hipócrita pasar por santo y ser condenado el inocente.»[5]
Tristemente,
esto es lo que ha ocurrido en Albenga – Imperia: han guardado perfectamente las
formas litúrgicas, pero han descuidado lo esencial: la justicia, la
misericordia y la fidelidad, dejando de lado lo fundamental de la Ley. Este
puede llegar a ser un peligro para todos los que amamos la Liturgia
tradicional, el canto gregoriano y en general la adecuada música sagrada, los
buenos ornamentos, el respeto de las rúbricas, etc. Debemos aprender de errores
ajenos, y nunca olvidarnos que cada día debemos convertirnos hacia Dios. No
debemos filtrar el mosquito y tragarnos el camello. El Señor, por el contrario,
nos dice: «Hay que practicar esto, sin
descuidar aquello.» (Mt. 23, 23)
Aprovechando
esta ocasión, los progresistas oponen la misericordia a la ley, y afirman que
es inútil la defensa de la Tradición de la Iglesia. Y el Señor puede volvernos
a decir su reproche: «Porque el Nombre de
Dios es blasfemado por causa de vosotros entre los gentiles» (Rom. 2, 24;
Is. 52, 5; Ez. 36, 20-22). De esta manera, los modernistas ocultan que ellos
son los también fariseos, postulando que se puede amar a Dios y al prójimo sin
el cumplimiento de sus normas, y juzgando a los demás bajo capa de pluralismo y
apertura al mundo, bajo la falsa perspectiva de una misión vaciada de
contenido.
Por lo tanto,
el fariseísmo es el pecado común de nuestra época, ya sea de aquellos que son
fieles a la Tradición como de aquellos que dicen ser más abiertos al mundo. No
por nada, comentando la famosa frase de Pablo VI: «El humo de Satanás ha entrado
a la Iglesia de Dios», sostiene el gran jesuita expulsado de su Orden: «El
humito del infierno es el fariseísmo.»[6]
La situación
actual de la Iglesia pide un reformador, «un hombre que llamase la religión a
lo interior; pero un reformador es un hombre que impone cargas y no que las
arroja; que aprieta y no que afloja; que ata por todas partes nuevos lazos y
lazos rotos y no que los relaja; para lo cual tiene que ser en alguna forma un
mártir. Cosa que por desgracia estuvo lejos de ser Lutero. Lejos de volverse
mártir, se volvió popular…»[7]
Lutero son hoy sus discípulos, que de católicos sólo llevan el nombre («Este pueblo me honra con los labios, pero su
corazón está lejos de Mí. Me rinden un culto vano, enseñando doctrinas que son
mandamientos de hombres.» – Mc. 7, 6-7; Is. 29, 13), que quieren sustituir
la Iglesia Católica, la única fundada por Jesucristo, por una nueva, hecha
según el modo del mundo, aplaudidos por la prensa secular.
¡Quiera Dios suscitar en estos momentos de la Iglesia a algún gran santo, que llame a las cosas por su nombre: "Pecado", al pecado; "Virtud", a la virtud; y que continuamente clame por la conversión, que debe ser verdadera, interior y personal, y que no tema a la demagogia del mundo! Quizá ya lo ha hecho, y nosotros, porque estamos dormidos, no hemos escuchado su voz...
[2] P.
Leonardo Castellani, Cristo y los
Fariseos, Ediciones Jauja, 1999, p. 11.
[3] P.
Leonardo Castellani, El Evangelio de
Jesucristo, Itinerarium, Buenos Aires, 1957, pp. 235 - 236.
[4] P.
Leonardo Castellani, Cristo y los
Fariseos, Ediciones Jauja, Mendoza, 1999, pp. 78 – 83.
[5] P.
Leonardo Castellani, Cristo y los
Fariseos, Ediciones Jauja, Mendoza, 1999, p. 92.
[6] P.
Leonardo Castellani, Catecismo para
adultos, Ediciones del Grupo Patria Grande, Buenos Aires, 1979, p. 188.
[7] P. Leonardo
Castellani, Cristo, ¿vuelve o no
vuelve?, Vórtice, Buenos Aires, 2004, p. 263. Publicado también en Pluma en Ristre, Libros Libres, Madrid,
2010, p. 163.
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