lunes, 24 de julio de 2017

Necesidad de la Devoción a la Santísima Virgen

“Soy todo tuyo, mi Amada Señora, con todo lo que tengo”[1].
Comenzamos hoy la novena parroquial[2], en honor a la Santísima Virgen. Meditaremos este año en la mejor forma de devoción a la Madre de Dios, que es la esclavitud mariana, según la han enseñado varios santos, sobre todo san Luis María Grignion de Montfort en su libro “Tratado de la Verdadera Devoción a la Santísima Virgen”.
El sentido de meditar esta devoción sublime es por ser “el medio más perfecto y más corto”[3] para llegar a la santidad, desprendiéndose “uno más fácilmente de este espíritu de amor propio que se desliza en las mejores acciones imperceptiblemente”[4]. El segundo motivo de meditar y aconsejar vivamente a la mayor cantidad de personas a realizar este acto sublime es que ellos han de ser, siempre en palabras de san Luis María, los “verdaderos apóstoles de los últimos tiempos a quienes el Señor de las virtudes dará la palabra y la fuerza para obrar maravillas y ganar gloriosos despojos a los enemigos”[5]. “Tendrán en sus labios la espada de doble filo de la palabra de Dios; llevarán sobre sus espaldas el estandarte ensangrentado de la Cruz, el Crucifijo en la mano derecha, el rosario en la izquierda, los nombres sagrados de Jesús y de María en el corazón y la modestia y mortificación de Jesucristo en toda su conducta.”[6]
Hoy ya estamos en estos “últimos tiempos”, pues el modernismo, que es el “conjunto de todas las herejías”[7], en palabras de san Pío X, ha penetrado hasta lo más sagrado del templo de Dios, tales como la liturgia, el culto a los santos y la jerarquía de la Iglesia, corriendo el riesgo cualquier persona que, en lugar de que, como dice la Escritura, “la medida del ángel sea la medida del hombre” (Apoc. 21, 17), es decir, que la medida de lo celestial sea la de lo terrenal, la Iglesia se transforme más bien en que “el hombre sea la medida de todas las cosas”, como dijo Protágoras. De esta manera, el relativismo imperante termina en la antropolatría, la adoración del propio hombre, y prepara para la venida del “hombre de la iniquidad, el hijo de la perdición” (2 Tes. 2, 3), que es el anticristo. Nunca nada mejor, entonces, que nosotros formemos parte del talón de la Mujer, que está en pugna continua contra “la Serpiente antigua, llamada Diablo o Satanás” (Apoc. 12, 9). Ellos serán “pequeños y pobres según el mundo”, pero “ricos en gracia de Dios, que María les distribuirá abundantemente… tan perfectamente asistidos del divino socorro, que con la humildad de su pie, en unión con María, aplastarán la cabeza de la serpiente infernal y harán que Jesucristo triunfe.”[8]
Como enseña santo Tomás, la religión es la relación de justicia del hombre para con Dios y que, por supuesto, nunca le daremos el culto debido por nuestros propios medios, dado que somos sus criaturas. Entre los actos de la virtud de la religión, tenemos los interiores y los exteriores. Los actos interiores son la devoción y la oración. La devoción es el acto esencial de la virtud de la religión, y, por lo mismo, lo más importante que tiene en sí el hombre, luego de las virtudes teologales de la fe, la esperanza y la caridad. Dice el santo Doctor que “la devoción es el acto de la voluntad por el que el hombre se ofrece a servir a Dios, que es su último fin”.[9]
La Iglesia ha distinguido el culto de adoración o de latría, dado exclusivamente a Dios nuestro Señor, y a Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, ya sea en la santa Comunión, donde está presente verdadera, real y sustancialmente, o en su Sagrado Corazón e incluso a la santa Cruz, del culto de dulía dado a los santos. Entre ellos, se destaca la Santísima Virgen, porque, como dice san Luis María: “Jesucristo ha venido al mundo por medio de la Santísima Virgen, y por medio de Ella debe también reinar en el mundo.”[10] Esta devoción dada a Ella se llama hiperdulía, la máxima posible entre todos los santos, porque, como escribió el Cardenal Cayetano: “María ha sido elevada hasta los confines de la Divinidad”[11]. En este sentido, dijo santo Tomás: “La bienaventurada Virgen por ser Madre de Dios tiene una cierta dignidad infinita que le proviene del bien infinito que es Dios.”[12]
Su vida ha sido un “estar escondido con Cristo en Dios” (Col. 3, 3). Dios mismo quiso ocultarla, por pedido expreso incluso de Ella, para que sea conocida sólo por los verdaderos hijos de Dios. Como dice san Luis María: “Es la obra maestra del Todopoderoso, cuyo conocimiento y posesión Él se ha reservado para sí.”[13] Su gracia, sus virtudes y sus méritos son sólo conocidos por Dios. Por eso dijo san Bernardo: “De Maria numquam satis”. Nunca se hablará suficiente de Ella. “María se merece todavía más alabanzas, respeto, amor y servicio”[14] que los prodigados por todos los ángeles y santos. Sólo Dios puede honrarla como se merece.
“María, transformada toda en Dios por la gracia y por la gloria que transforma a todos los santos en Él, no pide, no quiere ni hace cosa alguna que sea contraria a la eterna e inmutable voluntad de Dios.”[15]
Por esto es que la verdadera devoción a la Virgen es prenda de salvación. “Quien no tenga a María por Madre no tiene por Padre a Dios.”[16] Por ello nos sigue diciendo san Luis María que es “la señal más infalible y más indudable para distinguir un hereje, un hombre de mala doctrina, un réprobo, de un predestinado, está en que tanto el hereje como el réprobo, no tienen sino menosprecio o indiferencia para con la Santísima Virgen.”[17] “Sólo María ha encontrado gracia ante Dios sin auxilio de ninguna otra pura criatura.”[18]
La esclavitud mariana, la principal forma de devoción a la Virgen, que consiste en renunciar a todo lo que soy y tengo, que es la renovación consciente de las promesas del bautismo, para “ejecutar todas las acciones por María, con María, en María y para María”[19], formará los más grandes santos al fin de los tiempos. Como dice nuestro santo: “La formación y la educación de los grandes santos que habrá hacia el fin del mundo le está reservada.”[20] Éstos la tendrán siempre presente, “como su perfecto modelo para imitarlo, y como su poderosa ayuda para implorar su auxilio”[21] La victoria que alcanzó María sobre el demonio con su humildad, pisándole la cabeza, la alcanzará Ella para sus hijos más fieles, siendo un modelo acabado de santidad.
Termina san Luis María: “Dios quiere que su Santísima Madre sea ahora más conocida, más amada, más honrada que lo ha sido jamás”[22]. Los esclavos de María “conocerán las grandezas de esta Virgen Soberana y se consagrarán completamente a su servicio como súbditos suyos y esclavos de su amor; sabrán que María es el medio más seguro, más fácil, más corto y el más perfecto camino para ir a Jesucristo, y se entregarán a Ella en cuerpo  y alma.”[23]
Quiera Dios suscitar numerosas almas que hagan esta promesa, y que la cumplan fielmente; para que en el momento de las pruebas contra la fe, que provienen desde el mundo y desde el interior de la misma Iglesia, queriéndonos que por un falso amor amalgamemos la verdad con el error, y la fe con la herejía, María Santísima nos dé fuerzas para permanecer adheridos a la Cruz de Jesucristo, único Camino para llegar a la Vida eterna. “La Virgen salvará a la Iglesia”[24], escribió el p. Julio Meinvielle. Tomémonos de su manto, para que estemos entre los predestinados.





[1] S. Luis M. Grignion de Montfort, Tratado de la Verdadera Devoción, n. 266. En adelante, si no se indica el libro ni el autor, corresponde a esta obra de s. Luis María.
[2] La siguiente homilía fue predicada el 18 de noviembre de 2014 en la Parroquia Nuestra Señora de la Medalla Milagrosa, en el barrio Butaló, de la ciudad de Santa Rosa (La Pampa). La misma fue originariamente publicada en la página Adelante la Fe, como puede verse aquí.
[3] N. 139.
[4] N. 137.
[5] N. 58.
[6] N. 59.
[7] S. Pío X, Pascendi Dominici Gregis.
[8] N. 54.
[9] II – II, 82, 1 ad 1.
[10] N. 1.
[11] Card. Cayetano, In II – II, 103, 4 ad 2.
[12] I, 25, 6 ad 4.
[13] N. 5.
[14] N. 10
[15] N. 27.
[16] N. 30.
[17] N. 30.
[18] N. 44.
[19] N. 257.
[20] N. 35.
[21] N. 46.
[22] N. 53.
[23] N. 55.
[24] P. Julio Meinvielle en el prólogo de la obra de Pierre Virion, La masonería dentro de la Iglesia, Cruz y Fierro Editores (sin año de edición), p. 13.

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