lunes, 22 de abril de 2024

Declaración de Sacerdotes Argentinos

 


Un hecho de excepcional gravedad

La vida argentina ha sido conmovida por un hecho de excepcional gravedad. Después de cien años desde la muerte de Urquiza se repite un crimen abominable, totalmente ajeno a nuestro modo de ser nacional: otro ex – presidente ha sido asesinado.

Y cuando el coro de repulsas a absolutas es prácticamente unánime en nuestra desintegrada Argentina, sólo un sector silencia su voz o es representado por expresiones que disuenan y hieren la conciencia nacional. Porque van ellas desde la condena en sí pero suave, retaceada y matizada, hasta las explicaciones insensatas y las defensas personales más o menos abiertas, y hasta la apología misma del crimen.

¿Qué pasa, pues, con nuestra Iglesia argentina, otrora hidalga, noble y benefactora, y dedicada toda de lleno a conducir sus conciudadanos por caminos elevados de luz y de amor?

¿Cómo es que hoy desintegra cuando siempre vivificó, ennobleció y preservó el cuerpo nacional desde su cuna?

¿Y qué pasa con la Iglesia de tantas partes, desde las cuales llegan también hasta nosotros ecos desconcertantes?

 

Esencia y misión de la Iglesia

Hace casi dos mil años que existe la Iglesia Católica.

Fundada por Jesucristo, en quien Ella reconoce al Hijo mismo de Dios, ha cumplido hasta el presente la misión que Él le encomendara de enseñar a todos los hombres que tienen ellos en Dios –Creador, Gobernador y Juez– un Padre dispuesto a perdonarles sus ofensas, a comunicarles su propia vida divina, a considerarlos por ende y a tratarlos como a sus hijos, a ayudarlos durante su existencia temporal aquí abajo, y a conducirlos con seguridad a la posesión de una vida de comunión íntima con Él, inefable y sin fin, más allá de la muerte corporal, en el cielo.

Su fin último esencial, la gloria de Dios, que coincide con la felicidad del hombre, sólo se alcanza plenamente en el más allá. Por eso la Iglesia tiene poderes directos únicamente en lo relativo a esa gloria y en la conducción de los hombres hacia ese fin último trascendente. Pero como esa gloria ya empieza a labrarse en este mundo y como ese fin hay que merecerlo precisamente aquí abajo, viviendo rectamente la vida temporal y construyendo a esta tierra según los planes de Dios, la Iglesia ha recibido también de Jesucristo poderes indirectos sobre los asuntos profanos: poder de dar doctrina, poder de proporcionar ayuda espiritual –sanante de la oscuridad, debilidad y desorden de nuestras potencias– y poder de orientación, para que a la luz del fin eterno sepamos prudencialmente utilizar las cosas de este mundo, también en nuestro beneficio temporal. Y sólo supletoriamente, cuando en alguna circunstancia histórica y en algún lugar determinado, no existe quien se encargue de promover los asuntos de este mundo con derecho propio de un modo adecuado, sólo entonces y allí la Iglesia tiene poder y obligación de actuar directamente.

Obrando de acuerdo con estos principios la Iglesia ha merecido durante veinte siglos bien de la humanidad. Ha dado adecuadamente gloria a Dios, ha salvado enormes multitudes para la eternidad, ha educado y promovido innumerables pueblos en las sendas de la cultura y de la civilización, en colaboración con el Estado. Y ha sido de esta manera puerto seguro para sus hijos, y punto de referencia y aun faro luminoso y salvador para los que no lo son, en ese navegar por mares de tormenta que es la vida terrena de cada hombre y es la marcha de pueblos y naciones por los caminos de la Historia.

 

Un empeño por cambiar la imagen de la Iglesia

Pero he aquí que desde hace unos años un grupo de sacerdotes, cada vez más numeroso, de diversas jerarquías y ubicados en todas las latitudes, se hallan empeñados en cambiar la imagen de la Iglesia, del Cristianismo y aun del mismo Jesucristo. Con sus palabras o con sus actos quieren estos sacerdotes presentarnos una imagen de la Iglesia –y también, lógicamente, de la misión de Jesucristo y del sentido del Evangelio– radicalmente falsa. Porque es la de una nueva Iglesia antropocéntrica, ya que volcada toda Ella y sólo en la promoción del hombre, sin preocuparse para nada de la gloria de Dios; temporalista, porque la describen como una institución dirigida principal, si no exclusivamente, a la consecución de la felicidad humana aquí abajo, sin atender, al menos de modo suficiente, al más allá; naturalista, en cuanto esta Iglesia insólita no parece contar sino con los esfuerzos y posibilidades de la naturaleza humana –y considerar a ésta como si fuera exenta de pecado original o sin resabios de él–, sin valorar ante todo el papel de la Gracia de Dios; y la pintan materialista, porque le hacen otorgar tal prevalecencia a la dimensión económica del hombre que pierden casi toda importancia en ella, los valores espirituales; y también democratista, en cuanto imaginan en su seno al pueblo como sujeto terreno originario de todo poder, de manera semejante a lo que ocurre en la sociedad civil; y secularizante esta Iglesia de nuevo cuño, porque pretenden para su fin, su esencia, sus instituciones, su actividad y sus agentes responsables, características similares a las que son propias de la sociedad temporal. Y la conciben además tan invertebrada, abierta, mimética y mudable, que creen que ella debe estar siempre atenta a descubrir la voluntad de Dios respecto de su modo de ser y de actuar, en las características múltiples y cambiantes de la comunidad humana terrenal, las que ha de adoptar dócilmente para ella misma.

Es una peregrina Iglesia la que pretenden imponer: sin principios, ni valores, ni dogmas permanentes; sin una moral esencialmente siempre igual a sí misma; con un sacrificio divino transformado en asamblea puramente humana y temporal; con sacramentos abolidos, cambiados o minimizados; con una autoridad que emana del pueblo y sólo debe estar atenta a escucharlo, interpretarlo y acatarlo; con instituciones divinas o humanas milenarias o seculares que han de ser derogadas o devenir caducas, obsoletas; desprendida de los tesoros que el arte más sublime había producido para la alabanza de Dios y la elevación de los hombres; despojada de los bienes instrumentales destinados a servir sus sublimes fines; convertida en incipiente, quizá en primitiva, porque olvidada voluntariamente de la sabiduría de la experiencia; complaciente con todos los desvaríos de la humanidad contemporánea; mal remedo de las sociedades seculares… estéril para el cielo y la tierra.

Y como estas notas falsas van informando a amplios sectores de la Iglesia verdadera, se va deteriorando ésta misma, y por tanto su imagen, delante de sus propios hijos y del mundo. Con lo que de hecho va resultando ella atacada profundamente en su ser y en su operar, y afectada en sus notas esenciales de unidad, santidad y catolicidad. Y va resultando carcomida por varios cánceres que destruyen: pululan las opiniones, las sectas, las oposiciones y las luchas; numerosos clérigos y religiosos abandonan sus puestos de avanzada; los jóvenes dejan de ser atraídos a su servicio; muchos militantes se fatigan o pervierten; tantos hijos la abandonan; los de afuera le vuelven las espaldas, indiferentes o escandalizados…

 

Algo todavía peor: al servicio del marxismo

Todo lo que acabamos de señalar es sumamente grave. Pero no es lo peor, sin embargo. Porque ocurre que desde hace muy pocos años ha irrumpido en nuestra vida argentina, como en otros lados de América y del mundo, otro tipo más avanzado todavía de sacerdotes.

Son los que no sólo conciben su misión –y la de la Iglesia– como temporalista y secularizante, sino que además se hallan embarcados al servicio del marxismo. Porque son marxistas en la descripción del mundo actual, la interpretación de sus males, la detectación de las causas de los mismos, los remedios que proponen y los métodos que preconizan y emplean. Describen las “estructuras” de nuestras sociedades occidentales como radicalmente injustas, violentamente opresoras y sin remedio posible. Sostienen que no hay otra solución que la destrucción de las mismas y su reemplazo por una sociedad colectiva o socialista. Piensan que ese cambio debe llegar por presión de los de abajo, para lo cual deben ellos ser conducidos a la toma de conciencia, la resolución y la lucha. Aceptan como el camino conducente la lucha de clases y justifican en ella cualquier medio: también el pillaje, el robo, el asalto, el secuestro, el crimen, la lucha sangrienta, el caos… Y todo ello en nombre del cristianismo, del Evangelio, y de Jesucristo, y por imperativo de sus conciencias cristianas y sacerdotales, olvidando, al parecer, que la condenación del comunismo, por parte del Magisterio Supremo, no ha sido jamás rectificada. Naturalmente, por lo demás, odian y difaman a las potencias occidentales y ensalzan a La Habana, Pekín y Moscú, y admiran a Marx, Lenin, Mao, el “Che”, Fidel Castro, Camilo Torres…

 

Preocupaciones

Esta tremenda enfermedad surgida en el seno de nuestra Iglesia no nos preocupa por la Iglesia misma. Ella es divina, como que es Dios su Fundador, y Cabeza invisible, Jesucristo, y “los poderes del infierno jamás prevalecerán sobre ella”. Pero nos preocupa enormemente por los hombres, nuestros hermanos. Nos preocupa por los católicos, sobre todo los jóvenes, que puedan creer que esa imagen es la de la Iglesia verdadera, e ingenuamente la acepten y aun la sigan, o por el contrario, abominando de esa imagen abandonen equivocadamente a su Madre. Y nos preocupa por los no católicos, por todos aquellos que consideraban a la Iglesia con respecto y aun simpatía, por todos los que desde lejos la miraban como a un faro luminoso, por los que sin ser sus hijos se sentían sostenidos por su serena e inmutable fortaleza…

Y nos preocupa además grandemente por nuestro país. Porque nos alarma y duele con intensidad que la sal de la tierra, en vez de preservar de toda corrupción, pueda constituirse en algún caso –aunque fuera uno solo– en agente de desintegración para nuestro cuerpo social argentino, tan espléndidamente dotado por Dios y que la Iglesia verdadera engendrara otrora para Jesucristo y aun preparara para los destinos más altos…

 

Quiénes somos y por qué hablamos

Constituimos un grupo de sacerdotes argentinos que, no obstante las propias deficiencias, de las cuales somos conscientes, quieren amar a Jesucristo, a la Iglesia de siempre y a su Patria.

Hace bastante tiempo que sufrimos los males que hemos recordado y hemos tratado de preservar a nuestros fieles de tanto error.

Hubiéramos deseado, con todo, que una voz más autorizada que la nuestra se elevara en este momento, particularmente grave, para pronunciar una palabra esclarecedora. Y que hiciera saber a los fieles y a los demás conciudadanos quién es Jesucristo y quién no es, cómo es la verdadera Iglesia y cómo no es ella, quizá… cuáles son los verdaderos pastores y cuáles no…

Respetamos las razones que puedan existir para que esa palabra todavía no haya sido dicha. Pero nos hemos sentido obligados en conciencia a aclarar la mente de los fieles que nos han sido confiados y de los argentinos que quieran escucharnos, aceptando el respaldo modesto pero real, que dan a nuestra palabra nuestras vidas y nuestras obras sacerdotales. Por otra parte, nos acucian igualmente estas recientes palabras del Papa: “El coraje de la verdad se impone más que nunca a los cristianos, si quieren ser fieles a su vocación de dar un alma a este mundo nuevo que se está buscando. Que nuestra fe en Cristo sea sin resquebrajaduras en esta época nuestra que lleva la contraseña, como la época de Agustín, de una verdadera «miseria y penuria de verdad» (Serm., 11, 11). «Que cada uno esté dispuesto a dar la vida por la verdad» (Jovenal, Sat., IV, 91). El coraje de la verdad es también la primera e indispensable caridad que los pastores deben ejercitar. No admitamos jamás, ni siquiera con el pretexto de la caridad para con el prójimo, que un ministro del Evangelio anuncia una palabra puramente humana. Va en ello la salvación de los hombres. Por eso en este recuerdo todavía fresco de la fiesta de Pentecostés, queremos hacer un llamamiento a todos los pastores responsables para que eleven su voz, cuando sea necesario, con la fuerza del Espíritu Santo (Hechos, 1, 8), con el fin de aclarar lo que está turbio, enderezar lo torcido, calentar lo que está tibio, fortalecer lo que está débil, iluminar lo tenebroso.” (S. S. Paulo VI, alocución ante el Sacro Colegio Cardenalicio, del 18 de mayo de 1970; cfr.  “L’Osservatore Romano”, edición semanal en lengua española, nº 22 (74), página 7).

Pertenecemos a aquella gran parte de la Iglesia que adhiere al Concilio Ecuménico Vaticano II, pero también a todos los precedentes; acepta sus textos auténticos, pero no siempre la interpretación de los “peritos”; acata la autoridad del Concilio Ecuménico, pero también la del Romano Pontífice.

Pertenecemos a aquella gran parte de la Iglesia que quiere con empeño la elevación material y espiritual de los hombres, clases y pueblos pobres, pero por caminos diversos en absoluto de los de Marx, Lenin, el “Che” o Mao… y que con elemental nobleza, estricta justicia histórica y ausencia de lastimosos complejos, reconoce agradecida todo lo que la misma Iglesia ha hecho a este respecto en 20 siglos, en gesta estrictamente incomparable.

Estamos ciertos, por lo demás, de que expresamos el pensamiento de la mayor parte de los sacerdotes argentinos y el sentir de la mayoría de los fieles de nuestras parroquias.

Ojalá entonces que estas modestas palabras sirvan para recordar, a católicos y no católicos, que la verdadera Iglesia sigue siempre viva entre nosotros, predicando el genuino Evangelio del Señor y haciéndolo presente al verdadero Jesucristo, con su doctrina de salvación eterna y de paz y progreso temporal, con su sacrificio glorificador de Dios y redentor de los hombres, con sus sacramentos portadores de vida divina, de Fe, Esperanza y Caridad, con sus instituciones y su gobierno, que conducen al cielo a los hombres mediante la edificación de la tierra a la claridad de su luz y el calor de su amor. Está siempre viva y operante esa Iglesia verdadera, por más que no haga ruido, ni viva solicitando la atención de la prensa con conferencias y comunicados, o con hechos espectaculares, no siempre de acuerdo con la ley divina positiva y ni siquiera con la natural.

Y ojalá también que estas palabras contribuyan a que las cosas queden claras. Y que pronto se discierna la verdadera Iglesia de la que no lo es. Bastará quizá para ello que nuestros conciudadanos recuerden la frase esclarecedora de Jesucristo: “Por sus frutos los conoceréis”.

Claro está que no juzgamos intenciones de nadie, cosa que corresponde sólo a Dios.

Dejamos, por lo demás, constancia de que hubiéramos deseado no tener que hablar mal de nadie, ni siquiera indirectamente. Pero la necesidad tiene cara de hereje: aquí está en juego la vida eterna de muchos hombres a nosotros confiados y la subsistencia moral de nuestra Patria.

 

Firman: Mons. Enrique H. Lavagnino, Guillermo Furlong, Luis M. Etcheverry Boneo, Alberto García Vieyra, Antonio González, Alfredo Sáenz S. J., Ignacio Garmendía, Fernando Carballo, Luis De Fornari, Pedro Somolinos, José María Lombardero, Juan Guidolini, Jaime Garmendía, Severino Silva, Ezequiel Cárdenas, Marcelo Sánchez Sorondo, Alfredo Caxaraville Garzón, Roberto Martinetti, Armando Monzón, Eleuterio Pianarosa, Luis Cimino, Osvaldo Ganchegui, Adolfo Abeijón, José Torquiaro, Luis Cimino, Jorge Sabione, Gabriel Foncillas, Ramón Re, Miguel Bózzoli, Amelio Calori, Pablo Di Benedetto, Vicente Desimone, Julio Meinvielle, Enrique Imperiale, Pedro Darío, Alejandro Vigano, Silvio Grasset, Juan Carlos Franco, Silvio Vellere, Pedro Raúl Luchia Puig, José Varela, José Bonet, Mons. Luis Actis, Isidro Blanco Vega, Miguel André, Tomás Dean, Pbro. Casella, Pbro. Passelli, Juan Kaaglioti, Secundino Lombardi, Antonio Martínez, Héctor Marioni, y Mons. Miguel Lloveras, Angel B. Armelin.

Buenos Aires, julio de 1970.

 

Esta “Declaración de Sacerdotes Argentinos” ha sido firmada inicialmente por cincuenta sacerdotes de Buenos Aires y del Gran Buenos Aires.

Sus promotores invitan a suscribirla también a todos los sacerdotes del país que adhieran a sus términos, lo que pueden hacer en el domicilio de Monseñor Enrique Lavagnino, Jujuy 1241 (teléfono 97-2760), Bueno Aires.

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